— De que me habéis traído a mí, un hombre completamente sano, a un manicomio — contestó Iván lleno de ira.
Riujin miró con detención a Iván y se quedó perplejo: sus ojos no eran los de un loco. Eran sus ojos claros de siempre y no los de turbia mirada que tenía cuando llegó a Griboyédov.
«¡Caramba! — pensó Riujin asustado—. ¡Si realmente está normal por completo! ¿Por qué le traeríamos? ¡Vaya tontería que hemos hecho! Está normal y tan normal; lo único que tiene son los arañazos en la cara…»
El médico, sentándose en una banqueta blanca de pie cromado, empezó a hablar con mucha calma.
— Usted está en una clínica, no en un manicomio. Nadie le va a retener aquí si no es necesario.
Iván Nikoláyevich le miró de reojo, desconfiando.
—¡Menos mal que hay alguien cuerdo entre tanto imbécil! Y el que más, el idiota de Sashka, que encima es un inepto.
—¿Quién es Sashka el inepto? — se interesó el médico.
—Éste, Riujin — contestó Iván señalando con un dedo a Riujin.
El interpelado explotó de indignación.
«En vez de agradecérmelo — pensó con amargura—, encima de tomarme interés. ¡Es un puerco!»
— Por su psicología es un cacique típico — siguió Iván Nicoláyevich, que se sentía inspirado para desenmascarar a Riujin—, y además un cacique que trata de disfrazarse de proletario con mucha astucia. Fíjese en la agria expresión de su cara y compárela con los rimbombantes versos que ha compuesto… ja, ja. ¡Mírele, mírele por dentro! ¡Qué estará pensando!… ¡Se quedaría usted boquiabierto! — E Iván soltó una carcajada siniestra.
Riujin se había puesto rojo, sofocado, y sólo pensaba que había criado un cuervo y que se había interesado por alguien que a la hora de la verdad resultó ser un enemigo encarnizado. Y, sobre todo, que no podía hacer nada: ¡no hay posibilidad de discusión con un loco!
—¿Y por qué le han traído aquí? —preguntó el médico, después de haber escuchado atentamente las recriminaciones de Desamparado.
—¡Estos imbéciles! ¡Que se vayan todos al cuerno! Me sujetaron, me ataron con unos trapos y me arrastraron hasta aquí en un camión.
— Por favor, contésteme a esta otra pregunta: ¿por qué fue al restaurante en ropa interior?
— Pues eso no tiene nada de extraño — contestó Iván—; fui a bañarme al río Moskva y me birlaron la ropa. Dejaron esta porquería, pero es mejor que ir desnudo por Moscú, ¿no? y además me puse lo que encontré porque tenía mucha prisa por llegar al restaurante de Griboyédov.
El médico miró inquisitivamente a Riujin, y éste dijo de mala gana:
— El restaurante se llama así.
— Ah, bien — dijo el médico—. ¿Y por qué tenía tanta prisa? ¿Iba a algún asunto de trabajo?
— Estoy intentando pescar al consejero — contestó Iván Nikoláyevich, un poco inquieto.
—¿A qué consejero?
—¿Sabe quién es Berlioz? — preguntó Iván con aire significativo.
— Es… ¿el compositor?
Iván se impacientó.
—¡Pero qué compositor ni qué narices! Ah, sí…, claro, el compositor se llama igual que Misha Berlioz.
Riujin, aunque no tenía ganas de hablar, tuvo que explicarlo:
— Esta tarde, en los «Estanques del Patriarca», un tranvía ha atropellado al presidente de MASSOLIT, Berlioz.
— No digas embustes cuando no sabes de qué hablas — se enfandó Iván con Riujin—. Fui yo quien estaba presente, no tú. ¡Lo puso debajo del tranvía a propósito!
—¿Le empujó?
— Pero ¿por qué «empujó»? — exclamó Iván irritado por la torpeza general—. Ése no tiene ni que molestarse en empujar. ¡Hace unas cosas que te dejan helado! Antes de que sucediera ya sabía que a Berlioz le atropellaría un tranvía.
—¿Alguien más vio a ese consejero?
— Eso es lo malo, que sólo le vimos Berlioz y yo.
— Bien. ¿Qué medidas tomó usted para atrapar al asesino? — y al decir esto el médico se volvió y echó una mirada a una mujer con bata blanca. Ella empezó a llenar un cuestionario.
— Pues hice lo siguiente: cogí una velita en la cocina.
—¿Ésta? — preguntó el médico, señalando una vela rota, que estaba con el icono sobre la mesa de la mujer con bata blanca.
— Esta misma, y…
—¿Y para qué quería un icono?
— Bueno, el icono — Iván enrojeció—; lo que más les asustó fue el icono — de nuevo apuntó con el dedo a Riujin—. Es que resulta que el profesor…, bueno, lo diré francamente…, tiene que ver con el diablo y no es tan fácil darle alcance.
Los enfermeros se pusieron rígidos sin apartar los ojos de Iván.
— Sí, sí, tiene que ver con él — seguía Iván—; es un hecho indiscutible. Ha hablado personalmente con Poncio Pilatos. ¡Y no tenéis por qué mirarme de esa manera! Ha visto todo: el balcón y las palmeras. ¡En una palabra, que estuvo con Poncio Pilatos, os lo aseguro!
— Bien, bien.
— Entonces, como digo, salí corriendo con él en el pecho.
El reloj dio las dos.
—¡Huy! — exclamó Iván, y se levantó del sofá—. Son las dos, y yo aquí, perdiendo el tiempo con vosotros. Por favor, ¿dónde hay un teléfono?
— Déjenle pasar al teléfono — ordenó el médico a los enfermeros.
Mientras Iván cogía el auricular, la mujer preguntó a Riujin por lo bajo:
—¿Está casado?
— Soltero — respondió Riujin asustado.
—¿Es miembro del Sindicato?
— Sí.
— Oiga, ¿las milicias? — gritó Iván en el auricular—. ¿Milicias? Camarada, que manden cinco motocicletas y ametralladoras para detener a un profesor extranjero. ¿Cómo? Vengan a buscarme, yo iré con ustedes… Habla el poeta Desamparado desde la casa de locos… ¿Qué dirección es ésta? preguntó al médico, tapando el micrófono con la mano, y luego gritó de nuevo por el teléfono—: ¡Oiga! ¡Dígame!… ¡Qué canallada! — vociferó Iván arrojando el auricular contra la pared. Luego se volvió hacia el médico, y tendiéndole la mano se despidió secamente y se dispuso a marcharse.
—¡Pero, oiga! ¿Dónde piensa ir así? —intervino el médico, mirándole a los ojos—. En plena noche, vestido de ese modo… Usted no está bien, debe quedarse con nosotros.
—¡Déjenme pasar! — dijo Iván a los enfermeros que le cerraban el paso hacia la puerta—. ¿Me dejan pasar o no? — gritó con voz terrible.
Riujin empezó a temblar y la mujer apretó un botón de la mesa; en su superficie de cristal apareció una cajita brillante y una ampolla cerrada.
— Ah, sí, ¿eh? — preguntó Iván, mirando alrededor con ojos salvajes de hombre acosado—. ¡Ya veréis!… ¡Adiós! — y se tiró de cabeza a la ventana, tapada con una cortina.
Se oyó un golpe bastante fuerte, pero el cristal detrás de la cortina no cedió, ni siquiera se rajó, y al cabo de un momento Iván Nikoláyevich se debatía entre los bríos de los enfermeros y trataba de morderles, gritando:
—¡Mira qué cristalitos se han agenciado! ¡Suelta! ¡Suelta!
En las manos del médico brilló una jeringuilla; la mujer, con un solo movimiento, descosió la manga de la camisa y le sujetó por un brazo, en un despliegue de fuerza poco femenino. La atmósfera se impregnó de éter.
Iván se desvaneció en bríos de los cuatro enfermeros y el médico aprovechó la ocasión para introducirle la aguja en el brazo. Así le tuvieron varios segundos y después le soltaron sobre el sofá.
—¡Bandidos! — gritó Iván dando un salto, pero le volvieron a sentar en el sofá.
En cuanto le soltaron se incorporó de nuevo y esta vez se sentó él mismo. Permaneció callado; miraba alrededor sintiéndose acorralado; bostezó y luego sonrió con amargura.