— Conque me habéis encerrado — dijo bostezando otra vez. Se tumbó, dejó caer la cabeza sobre una almohada, metió el puño debajo, como un niño, y con voz soñolienta, sin rencor ya, añadió—: Está bien…, ya lo pagaréis; yo os he prevenido; allá vosotros… A mí lo que realmente me interesa ahora es Poncio Pilatos… Pilatos… — y cerró los ojos.
— Al baño, solo en la 117, con un guardián — ordenó el médico, poniéndose las gafas. Riujin se estremeció de nuevo. Se abrieron silenciosamente las puertas blancas y apareció un pasillo con luces nocturnas color azul. Por el pasillo traían una camilla sobre ruedas de goma. Tendieron en ella a Iván dormido y desaparecieron; las puertas se cerraron detrás de él.
— Doctor — preguntó Riujin, conmovido, en voz baja—, ¿está realmente enfermo?
— Desde luego — respondió el médico.
—¿Y qué tiene? — preguntó tímidamente Riujin.
El médico le miró con aire cansino y contestó indolente:
— Alteración motriz y del habla…, interpretaciones delirantes… Parece un caso difícil. Tenemos que suponer que sea esquizofrenia y además alcoholismo…
De todo lo que dijo el médico, Riujin entendió tan sólo que lo de Iván Nikoláyevich era algo serio. Y preguntó con un suspiro:
—¿Y por qué hablará de ese consejero?
— Seguramente vio a alguien que ha impresionado su perturbada imaginación. O puede que sea sencillamente una alucinación.
Unos minutos después el camión llevaba a Riujin a Moscú. Estaba amaneciendo, y la luz de los faroles de la carretera era innecesaria y molesta. El conductor, enfurecido por la noche en blanco, iba a toda marcha y el camión resbalaba en las curvas.
Se tragó el bosque, dejándolo atrás; el río se iba a un lado y delante del camión corría toda una avalancha de objetos: vallas y puestos de vigilancia, leña apilada, postes enormes y unos mástiles, y en los mástiles extraños carretes, montones de guijarros, la tierra surcada por canales; en una palabra, se notaba que Moscú estaba allí mismo, tras un viraje, y que en seguida lo tendrían encima, rodeándoles.
Riujin sufría el traqueteo y los vaivenes del camión, trataba de instalarse sobre un madero que se le escurría continuamente. Las toallas que Panteléi y el miliciano, que se habían marchado en un trolebús, arrojaron dentro del camión, resbalaban por la caja. Riujin hizo intención de recogerlas, pero reaccionó con enfado, les dio un puntapié y desvió la vista: «¡Al diablo con ellas! ¡Soy un primo por ocuparme tanto de este lío!».
Su estado de ánimo no podía ser peor. Era evidente que la breve estancia en la casa del dolor le había hecho una profunda impresión. Riujin trataba de encontrar lo que le estaba atormentando: ¿El corredor, con aquellas lámparas azules, clavado en la memoria? ¿El pensamiento de que lo peor que le podía pasar a uno era perder la razón? Sí, desde luego, también era esto, aunque sólo como una vaga sensación; había algo más, pero ¿qué?
Una ofensa. Las hirientes palabras que Desamparado le lanzara. Y lo peor no fueron las palabras en sí, sino que tenía toda la razón.
El poeta ya no miraba el paisaje; con la vista fija en el suelo sucio que se movía continuamente, murmuraba y lloriqueaba consumiéndose.
¡Los versos! Tenía treinta y dos años. Y después ¿qué? Seguiría escribiendo varios poemas al año. ¿Hasta que fuera viejo? Sí, hasta la vejez. ¿Pero qué le aportarían sus versos? ¿La gloria? «¡Qué tontería! No te engañes: la gloria no es para quien escribe versos malos, pero ¿por qué son malos?… Tiene razón, toda la razón», hablaba consigo mismo sin compasión alguna.
Intoxicado por aquel ataque de neurastenia, el poeta se tambaleó, el suelo dejó de moverse bajo sus pies. Levantó la cabeza y se dio cuenta de que hacía mucho rato que estaba en Moscú. Había amanecido, se veía una nube dorada y el camión estaba atascado en una larga hilera de coches a la vuelta de un bulevar. Casi allí mismo, encima de un pedestal, había un hombre metálico con la cabeza un poco inclinada que miraba indiferente el bulevar.[6]
Le invadieron unos extraños pensamientos. Se sentía enfermo. «Éste es un ejemplo de lo que es tener suerte — Riujin se incorporó en la caja del camión y levantó la mano amenazando a la figura de hierro fundido que no se metía con nadie—. Cualquier movimiento que hiciera, cualquier cosa que le ocurriera, de todo sacaba provecho, todo contribuyó a su fama. Pero, en realidad ¿qué ha hecho? No lo entiendo… ¿Habrá algo especial en esas palabras: “La tormenta y la niebla…”?.[7] ¡No lo entiendo! ¡Suerte es lo que tuvo! ¡Nada más que suerte!» — concluyó mordaz.
Riujin notó que el camión se movía bajo sus pies. «Fue el disparo de aquel oficial zarista que le atravesó la cadera y le aseguró la inmortalidad…».[8]
La hilera de automóviles se puso en marcha. Dos minutos más tarde el poeta, completamente enfermo, hasta envejecido, entraba en la ya desierta terraza de Griboyédov. En un rincón terminaban su velada un grupo de juerguistas. En el centro mantenía la atención un conocido suyo, animador y presentador de revistas, que llevaba en la cabeza un gorrito oriental y sostenía en la mano una copa de vino «Abrau».
Archibaldo Archibáldovich recibió con mucha amabilidad a Riujin, que cargaba con las toallas, y en seguida le liberó de los dichosos trapos. Si Riujin no hubiera estado tan deshecho por la visita al sanatorio y el viaje en camión, habría experimentado una gran satisfacción contando lo sucedido y decorándolo con detalles inventados. Pero no estaba de humor. Riujin era poco observador, pero a pesar de ello y de la tortura del viaje en camión, comprendió, nada más mirar al pirata con atención, que aunque éste hubiera hecho algunas preguntas y exclamaciones tales como «¡Ay! ¡Ay!», no le preocupaba en absoluto lo que hubiera pasado a Desamparado. «Así me gusta. ¡Me alegro!», pensaba con humillante y furioso cinismo el poeta, y añadió interrumpiendo la historia de la esquizofrenia:
— Archibaldo Archibáldovich, ¿me da una copita de vodka?
El pirata puso cara de pena y le susurró:
— Ya comprendo…, ahora mismo — e hizo una seña al camarero.
Un cuarto de hora más tarde Riujin estaba encorvado sobre una copa, bebiendo una tras otra, completamente solo. Comprendía, y se resignaba a ello, que su vida ya no tenía arreglo; lo único que podía hacer era olvidar.
El poeta había perdido la noche, mientras los demás estaban de juerga, y ahora comprendía que no podía hacerla volver. Bastaba levantar la cabeza, de la lamparita hacia el cielo, para darse cuenta de que la noche había terminado irremediablemente. Los camareros, con mucha prisa, tiraban al suelo los manteles de las mesas. Los gatos que rondaban la terraza tenían aspecto mañanero. Era irrevocable. Al poeta se le echaba el día encima.
7. UN APARTAMENTO MISTERIOSO
Si alguien le hubiera dicho a Stiopa esta mañana: «Stiopa, levántate ahora mismo o te fusilarán», seguro que habría respondido con voz muy lánguida y apenas perceptible: «Podéis fusilarme o hacer lo que queráis de mí, porque no me levanto».
Y no ya levantarse, ni siquiera abrir los ojos podría. Se le ocurría que al abrirlos se encendería un relámpago y su cabeza estallaría en pedacitos. Una pesada campana repetía monótona en su cabeza, y entre el globo del ojo y el párpado cerrado le bailaban unas manchas marrones con cenefas rabiosamente verdes. Y por si esto fuera poco sentía unas náuseas que parecían estar relacionadas con el machacante ritmo de un gramófono.
Trataba de recordar. La noche anterior le parecía haber estado… ¿dónde? no lo sabía; ¡sí! tenía una servilleta en la mano, intentaba besar a una señora; al día siguiente la iba a ver, le anunciaba. Ella se negaba diciendo: «No, no vaya. No estaré en casa», y él insistía: «Pues voy a ir de todos modos». Era lo único que le venía a la memoria.
6
Se refiere al monumento a Pushkin, que se encuentra en la plaza que lleva su nombre.
8
Georges Dantés, monárquico francés que huyó de la Revolución de Julio y fue acogido por Nicolás I. Mató a Pushkin en un duelo en 1837.