Stiopa no sabía quién era la señora, ni qué hora era, ni qué día, ni el mes, y lo que era todavía peor: no tenía la menor idea de dónde se encontraba. Esto último, sobre todo, había que aclararlo en seguida. Despegó el párpado del ojo izquierdo. Descubrió un reflejo opaco en la oscuridad, por fin reconoció el espejo y se dio cuenta que estaba echado boca abajo en su propia cama, es decir, en la cama que fue de la joyera, en el dormitorio. Una punzada aguda en la cabeza le obligó a cerrar los ojos.
Pero expliquémonos: Stiopa Lijodéyev, director del teatro Varietés, se despertó por la mañana en el piso que compartía con el difunto Berlioz, en una casa grande, de seis pisos, situada en la calle Sadóvaya.
Tenemos que decir que este piso número 50 tenía desde hacía tiempo una reputación que podemos llamar, si no mala, sí extraña. Dos años atrás había pertenecido a la viuda del joyero De Fugere, Ana Frántsevna De Fugere, respetable señora de cincuenta años, muy emprendedora, que alquilaba tres habitaciones de las cinco que poseía; uno de los inquilinos parece que se llamaba Belomut, el otro había perdido su apellido.
Un domingo se presentó en el piso un miliciano, hizo salir al vestíbulo al segundo inquilino (cuyo apellido desconocemos) y dijo que tenía que ir a la comisaría un minuto para firmar algo. El inquilino ordenó a Anfisa, la fiel anciana servidora de Ana Frántsevna, que si le llamaban por teléfono, dijera que volvería a los diez minutos, y se fue con el correcto miliciano de guantes blancos. Pero no sólo no volvió a los diez minutos, sino que no volvió nunca más. Lo sorprendente es que, por lo visto, el miliciano desapareció con él.
Anfisa, que era muy beata, o mejor dicho supersticiosa, explicó sin rodeos a la disgustada Ana Frántsevna que se trataba de un maleficio, que sabía perfectamente quién se había llevado al huésped y al miliciano y que no quería decirlo porque era de noche.
Pero, como todos sabemos, cuando un maleficio aparece, ya no hay modo de contenerlo. Según tengo entendido, el segundo huésped desapareció el lunes, y el miércoles le tocó el turno a Belomut, aunque de manera diferente. Como era costumbre, aquella mañana se presentó un coche para llevarle al trabajo. Y se lo llevó, pero nunca lo trajo de vuelta y nunca más volvió a aparecer el coche.
La pena y el horror que sentía madame Belomut son indescriptibles, pero no fue por mucho tiempo. Aquella misma noche, cuando Ana Frántsevna y Anfisa volvieron de la casa de campo a la que se habían marchado urgentemente — nadie sabe por qué—, se encontraron con que la ciudadana Belomut ya no estaba en su piso. Y eso no era todo: habían sellado las puertas de las dos habitaciones que ocupara el matrimonio Belomut.
Pasaron dos días. Al tercero, Ana Frántsevna, agotada por el insomnio, volvió a marcharse a su casa de campo… Ni que decir tiene que tampoco volvió.
Anfisa se quedó sola y estuvo llorando hasta la una y pico. Luego se acostó. No sabemos qué pudo pasarle, pero contaban los vecinos que en el piso número cincuenta se estuvieron oyendo golpes durante toda la noche y que hasta la mañana siguiente hubo luz en las ventanas. Al otro día se supo que Anfisa también había desaparecido.
Circulaban muchas historias sobre los desaparecidos del piso maldito; se decía, por ejemplo, que la delgada y beata Anfisa llevaba un saquito de ante en su pecho hundido, con veinticinco brillantes bastante grandes que pertenecían a Ana Frántsevna. Se decía también que en la leñera de la casa, a la que se fuera Ana Frántsevna con tanta urgencia, se descubrieron inmensos tesoros, brillantes y monedas de oro, acuñadas en los tiempos del zar. Y otras cosas por el estilo. Claro, no podemos asegurar que sea verdad porque no lo sabemos con certeza…
El caso es que, a pesar de todo, el piso sólo estuvo vacío y sellado durante una semana, y después se instalaron en él el difunto Berlioz con su esposa y Stiopa con la suya. Naturalmente, los nuevos inquilinos del condenado apartamento también fueron protagonistas del diablo sabe qué manejos. En el primer mes de su estancia allí desaparecieron las dos esposas, pero ellas sí dejaron rastro. Contaban que alguien había visto a la esposa de Berlioz en Járkov, con un coreógrafo, y la mujer de Stiopa apareció en la calle Bozhedomka, donde, según decían, el director de Varietés, sirviéndose de numerosas amistades, se las había arreglado para encontrarle habitación, pero con la condición de que no se le ocurriera volver por la Sadóvaya…
Como decíamos, Stiopa se quejaba de dolor. Iba a llamar a Grunia, su criada, y pedirle una aspirina, pero pensó que sería inútil hacerlo, porque Grunia no tendría ninguna aspirina. Trató de pedir auxilio a Berlioz y le llamó entre gemidos: «¡Misha! ¡Misha!», pero, como ustedes comprenderán, no obtuvo respuesta alguna. En la casa reinaba un silencio completo.
Al mover los dedos de los pies, Stiopa descubrió que tenía los calcetines puestos; pasó la mano temblorosa por la cadera para averiguar si también tenía los pantalones, pero no pudo comprobarlo. Por fin, dándose cuenta de que estaba abandonado y solo, de que nadie le podía ayudar, decidió levantarse, aunque para ello tuviera que hacer un esfuerzo sobrehumano.
Abrió los ojos con dificultad y vio su propia imagen en el espejo: un hombre con el pelo revuelto, la cara abotargada y la barba negra, los ojos hinchados; llevaba una camisa sucia con cuello y corbata, calzoncillos y calcetines.
Tal era su reflejo en el cristal, pero de pronto descubrió junto a él a un desconocido vestido de negro con una boina del mismo color.
Stiopa se sentó en la cama y se puso a mirar al extraño desorbitando, en lo que era posible, sus ojos cargados. El desconocido rompió el silencio y dijo con un tono de voz bajo y profundo, y con acento extranjero:
— Buenos días, entrañable Stepán Bogdánovich.
Hubo una pausa y luego, haciendo un esfuerzo enorme, Stiopa pronunció:
—¿Desea usted algo? — y se quedó sorprendido por lo irreconocible de su propia voz.
Había dicho «desea» con voz de tiple, «usted» con voz de bajo y no fue capaz de articular «algo».
El desconocido sonrió amistosamente, sacó un reloj grande de oro, con un triángulo de diamantes en la tapa, que sonó once veces.
— Son las once. Hace una hora que estoy esperando a que despierte, porque usted me citó a las diez. Y aquí estoy.
Stiopa encontró sus pantalones sobre una silla que había junto a la cama y dijo, medio en susurro:
— Perdón… — se los puso y preguntó con voz ronca—: Dígame su nombre, por favor.
Hablaba con dificultad. A cada palabra que pronunciaba parecía que se le clavaba una aguja en el cerebro, produciéndole un espantoso dolor.
—¡Vaya! ¿Se ha olvidado de mi nombre? — y el desconocido se rió.
— Usted perdone — articuló Stiopa, pensando que la resaca se le presentaba con un nuevo síntoma. Le pareció que el suelo junto a la cama se había hundido y que inmediatamente se iría de cabeza al infierno.
— Querido Stepán Bogdánovich — habló el visitante sonriendo con aire perspicaz—, una aspirina no le servirá para nada. Siga el viejo y sabio consejo de que hay que curar con lo mismo que produjo el mal. Lo único que le hará volver a la vida es un par de copas de vodka con algo caliente y picante.
Stiopa, que era un hombre astuto, comprendió, a pesar de su situación, que ya que le había encontrado en tal estado, tenía que confesarlo todo.
— Le hablaré con sinceridad — empezó moviendo la lengua con mucho esfuerzo—. Es que ayer…
—¡No me diga más! — cortó el visitante, y corrió su sillón hacia un lado.