— Bien, de acuerdo — dijo Stiopa con voz débil—; bueno, hasta luego entonces…
—¿Va a venir usted pronto? — preguntó Rimski.
— Dentro de media hora — contestó Stiopa; colgó el auricular y se apretó la cabeza, que le abrasaba, entre las manos. Pero ¡qué cosa tan extraña estaba sucediendo! ¿Y qué era de su memoria?
Le resultaba violento permanecer por más tiempo en el vestíbulo. Elaboró rápidamente un plan a seguir; ocultaría por todos los medios su asombrosa falta de memoria y trataría de sonsacar al extranjero sobre lo que pensaba hacer por la tarde en el Varietés, que le estaba encomendado.
Stiopa, de espaldas al teléfono, vio reflejado claramente en el espejo del vestíbulo, que la perezosa Grunia hacía tiempo no limpiaba, la imagen de un tipo muy extraño, alto como un poste telegráfico, con unos impertinentes sobre la nariz (si hubiera estado alli Iván Nikoláyevich, en seguida le hubiera reconocido). El extraño sujeto desapareció rápidamente del espejo. Stiopa, angustiado, recorrió el vestíbulo con la mirada y sufrió un nuevo sobresalto: esta vez un enorme gato negro pasó por el espejo y también desapareció.
Le daba vueltas la cabeza y se tambaleó.
«Pero, ¿qué me pasa? ¿No me estaré volviendo loco? ¿A qué se deben estos espejismos?», y gritó asustado buscando en el vestíbulo:
—¡Grunia! ¿Pero quién es ese gato? ¿De dónde sale? ¿Y el otro?
— No se preocupe, Stepán Bodgánovich — se oyó una voz que no era de Grunia, sino del invitado, que contestaba desde el dormitorio—. El gato es mío. No se ponga nervioso. Grunia no está, la he mandado a Vorónezh. Se me quejó de que usted se estaba haciendo el distraído y no le daba vacaciones.
Estas palabras eran tan inesperadas y tan absurdas que Stiopa pensó que no había oído bien. Enloquecido, echó a correr hacia el dormitorio y casi se convirtió en una estatua de sal junto a la puerta. Se le erizó el cabello y le aparecieron en la frente unas gotas de sudor.
Su visitante ya no estaba solo en la habitación. Le acompañaba, sentado en otro sillón, el mismo tipo que apareciera en el vestíbulo. Ahora se le podía ver bien, tenía unos bigotes como plumitas de ave, brillaba un cristal de sus impertinentes y le faltaba el otro. Pero aún descubrió algo peor en su propio dormitorio: en el pouf de la joyera, sentado en actitud insolente, un gato negro de tamaño descomunal sostenía una copa de vodka en una pata y en la otra un tenedor, con el que ya había pescado una seta.
La luz del dormitorio, débil de por sí, se oscureció aún más ante los ojos de Stiopa. «Así es como uno se vuelve loco», pensó, agarrándose al marco de la puerta.
— Veo que está usted algo sorprendido, queridísimo Stepán Bogdánovich — le dijo Voland a Stiopa, al que le rechinaban los dientes—. Le aseguro que no hay por qué extrañarse. Éste es mi séquito.
El gato se bebió el vodka y la mano de Stiopa comenzó a deslizarse por el marco.
— Y como el séquito necesita espacio — seguía Voland—, alguien de los presentes sobra en esta casa. Y me parece que el que sobra es usted.
— Aquello, aquello — intervino con voz de cabra el tipo largo de los cuadros, refiriéndose a Stiopa—, últimamente está haciendo muchas inconveniencias. Se emborracha, tiene líos con mujeres aprovechándose de su situación, no da golpe y no puede hacer nada porque no tiene ni idea de lo que se trae entre manos. Y les toma el pelo a sus jefes.
— Se pasea en el coche oficial de su organización — sopló el gato, masticando la seta.
Entonces apareció el cuarto y último de los que llegarían a la casa, precisamente cuando Stiopa, que había ido deslizándose hasta el suelo, arañaba el marco con su mano sin fuerzas.
Del mismo espejo salió un hombre pequeño, pero extraordinariamente ancho de hombros, con un sombrero hongo y un colmillo que se le salía de la boca, lo que desfiguraba el rostro ya de por sí horriblemente repulsivo. Además, tenía el pelo del mismo color rojo que el fuego.
— Yo — intervino en la conversación este nuevo individuo-no puedo en-tender cómo ha llegado a director — y el pelirrojo hablaba con una voz cada vez más gangosa—. Es tan capaz de dirigir como yo de ser obispo.
— Tú, desde luego, no tienes mucho de obispo, Asaselo[10] —habló el gato, sirviéndose unas salchichas en un plato.
— Precisamente eso es lo que estaba diciendo — gangueó el pelirrojo, y volviéndose con mucho respeto a Voland, añadió—: ¿Me permite, messere, que le eche de Moscú y le mande al infierno?
—¡Zape! — vociferó el gato, con los pelos de punta.
Empezó a girar la habitación en torno de Stiopa, que se golpeó la cabeza con la puerta y pensó, a punto de perder el conocimiento: «Me estoy muriendo…».
Pero no se murió. Entreabrió los ojos y se encontró sentado sobre algo que parecía ser de piedra. Cerca se oía un ruido monótono, y al abrir los ojos del todo vio que aquel ruido era del mar, una ola le llegaba casi a los pies. En conclusión, que estaba sentado al borde de un muelle con un brillante cielo azul sobre su cabeza y una ciudad blanca en las montañas que tenía detrás.
Sin saber lo que se suele hacer en estos casos, Stiopa se incorporó sobre sus piernas temblorosas y se dirigió por el muelle hacia la orilla del mar.
Un hombre que fumaba y escupía al mar, sentado en el muelle, se le quedó mirando con cara de espanto y dejó de fumar y escupir.
Stiopa hizo la ridiculez de arrodillarse y preguntarle al fumador:
— Por favor, ¿qué ciudad es ésta?
—¡Pero oiga usted! — protestó el desalmado fumador.
— No estoy bebido — contestó Stiopa con voz ronca—, me ha pasado algo raro… Estoy malo… ¿Dónde estoy, por favor? ¿Qué ciudad es ésta? — Pues Yalta… Stiopa suspiró, se tambaleó hacia un lado y cayó dando con la cabeza contra la piedra caliente del muelle. Perdió el conocimiento.
8. DUELO ENTRE EL PROFESOR Y EL POETA
Precisamente cuando Stiopa perdió el conocimiento en Yalta, lo recobraba Iván Nikoláyevich, despertando de un sueño largo y profundo. Eran cerca de las once y media de la mañana. Iván se preguntaba cómo había ido a parar a aquella habitación de paredes blancas, con una extraña mesilla de noche de metal claro y en la ventana cortinas blancas que filtraban el sol.
Movió la cabeza para convencerse de que no le dolía y recordó que estaba en un sanatorio. Este pensamiento le trajo a la memoria la muerte de Berlioz, pero ahora, por la mañana, ya no le causó tan fuerte impresión. Después de haber dormido, Iván Nikoláyevich estaba más tranquilo y con las ideas más claras. Permaneció inmóvil durante unos instantes en la limpísima y cómoda cama de muelles, y de pronto descubrió a su lado el botón de un timbre. Lo apretó, porque tenía la costumbre de tocar, sin ninguna necesidad de hacerlo, los objetos que estuvieran a su alcance. Esperaba oír el timbre o que apareciera alguien, pero lo que sucedió fue algo muy distinto.
A los pies de la cama se encendió un cilindro mate en el que estaba escrita la palabra «Beber». Empezó a girar hasta que salió la palabra «Empleada». Como es natural, el ingenioso cilindro sorprendió a Iván. Después, el cartel de «Llame al doctor» sustituyó a la palabra «Empleada».
—¡Humm! — profirió Iván sin saber qué hacer con el cilindro. Acertó por mera casualidad. Apretó de nuevo el botón cuando se leía «Practicante». El cilindro le respondió con un timbre discreto. Se apagó la luz y el cilindro se paró. Una mujer algo entrada en carnes penetró en la habitación.
Tenía una fisonomía simpática, llevaba bata blanca y le dijo a Iván:
—¡Buenos días!
10
En la Cábala y en el libro apócrifo de Henoch aparece Asasel, diablo de la muerte y el desierto.