A Iván le pareció que aquel saludo estaba fuera de lugar y no contestó. ¡De modo que después de meter en una clínica mental a un hombre cuerdo, hacen como si no hubiera pasado nada! La mujer, sin perder su expresión bondadosa, subió la persiana apretando un botón. La habitación se inundó de sol, que entraba a través de la reja ligera que llegaba hasta el suelo. Por la reja se veía un balcón, más allá la orilla de un río sinuoso y al otro lado del río un alegre pinar.
— Puede bañarse cuando quiera — le invitó la mujer, y bajo su mano se abrió una pared interior, descubriendo un cuarto de baño completo, perfectamente instalado.
Iván, que había decidido no dirigirle la palabra, no pudo contenerse al ver el ancho chorro de agua que salía por un grifo reluciente y caía en la bañera.
—¡Igual que en el Metropol! ¿No? — dijo con ironía.
— Pues no — contestó la mujer con orgullo—, mucho mejor que allí. Vienen médicos y científicos expresamente para estudiar nuestro sanatorio. Incluso «inturistas» nos visitan todos los días.
¡«Inturistas»!.[11] Esta palabra le hizo recordar al consejero que conociera el día anterior. La cara de Iván se oscureció repentinamente y dijo, observando a la mujer con el rabillo del ojo:
—¡«Inturistas»! Estáis locos con los «inturistas». Pero le aseguro que entre ellos hay gente muy curiosa. Precisamente ayer conocí yo a uno que era una maravilla.
Faltó muy poco para que se pusiera a contarle lo de Poncio Pilatos, pero se contuvo porque comprendió que no conduciría a nada, que ella no le podría ayudar.
Cuando Iván salió del baño, encontró todo lo que un hombre en esas circunstancias puede necesitar: camisa planchada, calzoncillos y calcetines. Pero esto no era todo, porque la mujer abrió un armario y, señalan
do a su interior, preguntó a Iván:
—¿Qué prefiere, un batín o un pijama?
Iván, sujeto a la fuerza a su nueva residencia, por poco pega un salto de asombro ante el desparpajo de la mujer. Apuntó con el dedo a un pijama de franela roja.
Luego le condujeron a través de un pasillo desierto y silencioso hasta un enorme despacho. Decidió adoptar una postura irónica ante la magnificencia con que estaba instalado aquel edificio y bautizó el despacho con el apodo de «cocina fábrica».[12]
No andaba descaminado. Había armarios de todos los tamaños con brillantes instrumentos niquelados. Había sillones de complicada estructura, grandes lámparas con pantallas relucientes, un sinnúmero de frascos, mecheros de gas, cables eléctricos y aparatos completamente desconocidos.
Tres personas le atendieron en el despacho; dos mujeres y un hombre. Los tres de blanco. Empezaron llevándole junto a una mesa, que había en un rincón, con la clara intención de hacer indagaciones.
Iván se puso a analizar su situación. Se le ocurrían tres caminos a seguir. El primero, y el que más le seducía, era arrojarse contra las lámparas y el extraño instrumento y destrozarlos para demostrar su disconformidad con la injusta detención. Pero el Iván de hoy era muy distinto al Iván de ayer, y esta primera solución le pareció contraproducente.
Era muy probable que le tomaran por un loco agresivo. Desechó por completo esta primera opción. Otra actitud podría ser la de contarles de inmediato todo el asunto del profesor consejero y de Poncio Pilatos, pero sus experiencias del día anterior le habían demostrado que nadie creería su relato y que lo tergiversarían. Rechazó también este camino y eligió un tercero: encerrarse en un silencio digno.
No le fue posible mantenerse en esta postura hasta el final, porque tuvo que responder a una serie de preguntas, aunque lo hizo de manera escueta y con bastante hosquedad. Le preguntaron todo lo preguntable sobre su vida pasada, hasta detalles tan pequeños como los relativos a la escarlatina que pasó quince años atrás. Una de las mujeres de bata blanca, después de llenar una página entera, la volvió y pasó a preguntarle sobre su familia. ¡Esto ya era el colmo! Quién murió, cuándo y por qué, si bebía o no, si no había tenido enfermedades venéreas, y cosas por el estilo. Por fin le pidieron que contara lo sucedido el día anterior en «Los Estanques del Patriarca», pero no se pusieron muy pesados y parecían no extrañarse con la historia de Pilatos.
Entonces la mujer cedió a Iván a un hombre que tenía una táctica muy distinta y no le preguntaba nada. Le tomó la temperatura y el pulso, le miró los ojos alumbrándolos con una lámpara especial. Luego vino en su ayuda una mujer y le pincharon con algo en la espalda, pero sin hacerle daño; con el mango de un martillo le hicieron unos dibujos en el pecho, le dieron golpecitos en las rodillas con dos macillos haciéndole saltar las piernas; le pincharon en un dedo y le sacaron sangre, le pincharon también en una vena del brazo, le pusieron en los brazos unas pulseras de goma…
A todo esto, Iván esbozaba una sonrisa amarga como para sus adentros y pensaba que todo estaba resultando muy raro, absurdo. ¡Quién se lo iba a decir! Había querido advertirles de la amenaza de peligro que representaba el desconocido consejero, intentaba detenerlo y lo único que consiguió fue encontrarse en un misterioso gabinete, hablando de su tío Fédor, que en Vólogda se dedicaba a beber como una cuba. ¡Qué estupidez tan inaguantable!
Por fin terminaron con él y le acompañaron a su habitación, donde le sirvieron una taza de café, dos huevos pasados por agua y pan con mantequilla. Comió y bebió todo lo que le habían ofrecido; después decidió esperar al que dirigiera aquella institución y reclamar de él atención y justicia.
Su espera no fue larga, porque el director apareció en seguida. De pronto se abrió la puerta del cuarto de Iván y entró un grupo de personas con batas blancas. Les precedía un hombre cuidadosamente afeitado, como un actor, de unos cuarenta y cinco años, con ojos simpáticos, pero muy penetrantes, y de correctos ademanes. Todo el séquito daba muestras de atención y respeto al director, por lo que su entrada resultó muy solemne. «¡Igual que Poncio Pilatos!», pensó Iván.
Sin duda alguna era el más importante. Se sentó en una banqueta; los demás permanecían de pie.
— Doctor Stravinski — se presentó a Iván el recién llegado, mirándole con benevolencia.
— Aquí tiene, Alexandr Nikoláyevich — dijo sin alzar la voz uno de barbita bien arreglada, alargándole un papel escrito de arriba abajo.
«Han preparado todo un expediente», pensó Iván. El jefe echó una ojeada al papel con gesto mecánico, murmurando: «Humm, ajá», y cambió varias frases con los allí presentes en un idioma poco conocido. «También habla en latín, como Pilatos», pensó Iván con tristeza. Oyó una palabra que le hizo estremecerse: «esquizofrenia», la misma que pronunciara el maldito extranjero el día anterior en «Los Estanques del Patriarca», y que ahora repetía el profesor Stravinski. «También lo sabía», meditó angustiado Iván.
Por lo que se podía apreciar, el jefe había decidido estar de acuerdo con todo lo que dijeran los demás y demostraba su alegría con expresiones tales como «bueno, muy bien».
— Muy bien — dijo Stravinski, devolviendo la hoja a uno de los del séquito, y añadió dirigiéndose a Iván:
—¿Es usted poeta?
— Sí, soy poeta — dijo Iván con aire sombrío; sentía de pronto una inexplicable repulsión hacia la poesía; sus versos, que acababa de recordar, le parecían embarazosos.
Frunciendo el entrecejo, preguntó a su vez a Stravinski:
—¿Es usted profesor?
Stravinski afirmó con una inclinación cortés.
—¿Y es el jefe de todo esto? — seguía Iván.
Stravinski inclinó la cabeza de nuevo.
— Necesito hablar con usted — dijo Iván Nikoláyevich con aire significativo.