— Precisamente para eso estoy aquí —respondió Stravinski.
— Es que — empezó Iván, pensando que había llegado su hora— me han tomado por loco y nadie me quiere escuchar.
—¡Por favor! Estamos dispuestos a escucharle con muchísimo gusto — dijo Stravinski, serio y tranquilizador— y no permitiremos de ningún modo que lo tomen por loco.
— Pues entonces escuche: ayer por la tarde, un tipo muy misterioso se me acercó estando yo en «Los Estanques del Patriarca». No estoy seguro de si era o no extranjero. Sabía de antemano todo lo referente a la muerte de Berlioz y había visto personalmente a Poncio Pilatos.
Los miembros del séquito permanecían inmóviles, escuchando al poe-ta en silencio.
—¿Pilatos? Es el que vivió cuando Jesucristo, ¿no? — preguntó Stravinski, mirando fijamente a Iván.
— Ese mismo.
— Bien — dijo Stravinski—. ¿Y ese Berlioz murió atropellado por un tranvía?
— Eso es, exactamente ayer le atropelló un tranvía en «Los Estanques», delante de mis ojos, y ese misterioso ciudadano…
—¿El amigo de Pilatos? — interrumpió Stravinski, que parecía muy comprensivo.
— El mismo — afirmó Iván, estudiando a Stravinski— y ya sabía que Anushka había vertido el aceite… ¡Y allí mismo fue donde resbaló! ¿Qué opina usted? — preguntó Iván con interés, esperando causar una gran impresión.
Pero no hubo tal impresión. Stravinski preguntó sencillamente:
— Y esa Anushka, ¿quién es?
A Iván le desagradó la pregunta, y, cambiando de expresión, respondió un poco nervioso:
— Anushka no tiene ninguna importancia. ¡El diablo sabrá quién es! Es una imbécil de la Sadóvaya. Lo que importa es que él lo sabía con anterioridad, ¿comprende? Sabía lo del aceite. ¿Me entiende?
— Perfectamente — contestó muy serio Stravinski, dándole al poeta un golpecito en la rodilla, y añadió—: siga y no se altere.
— Sigo — dijo Iván, tratando de hablar en el mismo tono de Stravinski, sabiendo por triste experiencia que sólo la calma podía ayudarle—. Pues ese tipo siniestro (que se hace pasar por consejero) tiene un poder extraordinario. Por ejemplo, echas a correr detrás de él y no hay manera de alcanzarle… Le acompaña una parejita de cuidado y muy curiosa también, un tipo largo con los cristales de los impertinentes rotos y un gato de un tamaño increíble, que encima viaja solo en el tranvía. Además — en vista de que nadie le interrumpía, Iván hablaba cada vez con más seguridad y convencimiento— ha estado personalmente en el balcón de Poncio Pilatos de eso no hay duda alguna. Pero ¿qué le parece todo esto? Hay que detenerle rápidamente, o hará un daño irreparable.
— Vamos a ver, si no le he entendido mal, lo que usted trata de conseguir es que le detengan, ¿no es así?
«Es inteligente — pensaba Iván—; hay que reconocer que entre los intelectuales también se encuentra gente con cerebro. No hay duda.» Y contestó:
— Claro, pero ¿cómo no me voy a empeñar? Piense si no lo haría usted mismo. Y mientras tanto me tienen aquí a la fuerza, me meten una lámpara en los ojos, me bañan y me preguntan sobre mi tío Fédor, que hace ya bastante tiempo que no existe. ¡Exijo que me dejen salir!
— Muy bien, muy bien — respondió Stravinski—, ahora todo se ha aclarado. Tiene razón, ¿qué objeto tiene el retener en un sanatorio a un hombre cuerdo? Bien, le dejo salir ahora mismo si me dice que es normal. No me lo demuestre, dígamelo simplemente. Entonces, ¿es usted normal?
Hubo una pausa. La gorda que había atendido a Iván por la mañana miraba al profesor con veneración. Iván pensó de nuevo: «Realmente, este hombre es inteligente».
La proposición del profesor le había parecido perfecta y se puso a pen-sar con calma su respuesta, frunció el entrecejo y, por fin, dijo con seguridad.
— Soy normal.
— Muy bien — exclamó Stravinski aliviado—; si es así, vamos a dialogar con lógica. Empecemos por su día de ayer — se volvió y en seguida le die-ron la hoja de Iván—. En la persecución del desconocido que se presentó como amigo de Poncio Pilatos, usted hizo todas las cosas siguientes — Stravinski empezó a doblar sus afilados dedos uno por uno, mirando alternativamente a Iván y a la hoja de papel—: se colgó un icono al pecho, ¿no es así?
— Sí —asintió Iván con aire taciturno.
— Se cayó de una valla, arañándose la cara, ¿no es verdad? Y apareció en el restaurante con una vela encendida, en paños menores. Y se pegó con alguien. Le trajeron aquí atado. Una vez aquí, llamó a las milicias, pidiendo que le mandaran ametralladoras. Luego intentó saltar por la ventana. ¿No? Dígame, ¿cree usted que actuando de ese modo se puede llegar a cazar a nadie? Y si usted es normal, me dirá que no, que no es un método. ¿Se quiere marchar de aquí? De acuerdo, hágalo. Pero antes una pregunta, por favor: ¿dónde piensa ir?
— A las milicias, naturalmente — contestó Iván, ya con bastante menos aplomo y sintiéndose un poco confuso frente a la mirada del profesor.
—¿Directamente desde aquí?
— Sí.
—¿Y no pasará antes por su casa? — preguntó Stravinski con rapidez.
—¡Pero si no tengo tiempo! Mientras yo me paseo y voy a mi casa, ¡se larga!
— Bien. ¿Y qué será lo primero que diga a las milicias?
— Lo de Pilatos — respondió Iván, y sus ojos parecían velarse con una nubécula lúgubre.
—¡Perfecto! — exclamó Stravinski conquistado, y, volviéndose al de la barbita, ordenó—: Fédor Vasilievich, puede dar de baja al ciudadano Desamparado, pero no ocupe esta habitación ni cambie la ropa de cama. Dentro de dos horas el ciudadano Desamparado estará aquí. Bien — se dirigió al poeta—, no puedo desearle éxito, porque tengo la absoluta certeza de que no lo tendrá. ¡Hasta pronto! — se levantó y su séquito inició la marcha.
—¿Y qué razón voy a tener para volver aquí? —preguntó Iván, preocupado.
Stravinski parecía esperar esta pregunta, porque se sentó de nuevo y empezó a decir:
— Por la simple razón de que en cuanto aparezca usted en las milicias en calzoncillos, diciendo que ha visto a un hombre que conoce personal-mente a Poncio Pilatos, le traerán aquí inmediatamente y se tendrá que quedar en esta misma habitación.
—¿Y qué tienen que ver los calzoncillos? — preguntó Iván, mirando alrededor, desconcertado.
— Lo importante es Poncio Pilatos, desde luego, pero el que vaya en calzoncillos también influirá. Porque tiene que dejar aquí la ropa del sanatorio y ponerse la suya. Le recuerdo que vino aquí en calzoncillos. Y como usted no tiene la intención de pasar por casa, aunque yo se lo he insinuado… Luego lo de Pilatos…, y es cosa hecha.
A Iván le pasaba ahora algo muy extraño. Su voluntad parecía escindirse. Se sentía débil y necesitado de consejo.
— Pero ¿qué hago? — preguntó tímidamente.
—¡Así me gusta! — respondió Stravinski—. Esto ya es ponerse en razón. Déjeme contarle lo que le ha pasado. Ayer hubo alguien que provocó un disgusto, un temor, contándole una historia sobre Pilatos y alguna otra cosa. Y usted, sobreexcitado y nervioso, se puso a recorrer la ciudad hablando de Poncio Pilatos. Es lógico que le hayan tomado por loco. Lo único que puede salvarle es una cura de absoluto reposo. Lo que tiene que hacer, por tanto, es quedarse aquí.
—¡Pero si hay que pescarle en seguida! — gritó Iván suplicante.
— De acuerdo, pero ¿por qué lo tiene que hacer precisamente usted? Escriba un informe, relate sus sospechas y su denuncia contra esa persona. Se mandará su declaración a donde sea necesario, no es ningún problema. Y si, como usted cree, se trata de un delincuente, lo aclararán en seguida. Pero todo esto con la condición de no hacer un enorme esfuerzo cerebral, y, sobre todo, piense menos en Poncio Pilatos. ¡Si fuésemos acreer en todas las historias que se cuentan!