Entornó los ojos imaginándose a Stiopa en pijama y sin botas subiendo a un avión superrápido a eso de las once y media y, a esa misma hora, apareciendo en calcetines en el aeropuerto de Yalta… Pero ¿qué diablos estaba pasando? Puede que no fuera él con quien hablara por la mañana, pero ¡cómo no iba a conocer la voz de Stiopa! Además, ¿quién, sino él podía haberle hablado desde su casa por la mañana? Era él, seguro; el mismo Stiopa que la noche anterior entrara en el despacho, poniéndole nervioso por su falta de formalidad. ¿Cómo iba a marcharse sin decir nada en el teatro? Si hubiera salido en avión la noche anterior, no podía estar en Yalta a mediodía. ¿O sí podía?
— Oye, ¿cuántos kilómetros hay a Yalta? — preguntó Rimski.
Varenuja dejó de correr de un lado a otro y replicó:
—¡También yo lo he pensado! Hay unos mil quinientos kilómetros por tren hasta Sebastopol, ponle otros ochocientos a Yalta. Bueno, por avión serían menos.
— Humm… ¡Por ferrocarril, ni pensarlo! Pero entonces, ¿cómo? ¿En un avión, en un caza? ¿Pero le iban a dejar ir en un caza, sin botas, además? Y ¿para qué? Ni siquiera con botas le hubiesen dejado. Nada, en un avión de caza tampoco. Si decía el telegrama que a las once y media apareció en la Instrucción Criminal y estuvo hablando por teléfono en Moscú… ¡Un momento!… (tenía el reloj frente a él).
Intentó recordar. ¿Dónde estaban las agujas?… Horror, ¡eran las once y doce minutos cuando habló con Lijodéyev!
Pero ¿qué había pasado? Si suponemos que inmediatamente después de la conversación se había lanzado, literalmente, al aeropuerto y en cinco minutos estaba allí (lo cual era inconcebible), el avión que tenía que haber salido en seguida había cubierto una distancia de más de mil kilómetros en cinco minutos, es decir, ¡a más de doce mil kilómetros por hora! ¡Imposible! Por lo tanto, no está en Yalta.
¿Y qué puede haber sucedido? ¿Hipnosis? No hay hipnosis capaz de trasladar a un hombre a mil kilómetros. Entonces, ¿se imaginará que está en Yalta? Puede que él se lo imagine, pero ¿y la Instrucción Criminal de Yalta? ¿También? No, eso no puede ser. ¿Y los telegramas de Yalta?
La expresión del director de finanzas era realmente de tragedia. Alguien forcejeaba por fuera con el picaporte de la puerta. Se oían los gritos de desesperación del ordenanza:
—¡Que no se puede! ¡No le dejo! ¡Aunque me mate! ¡Tienen una reunión!
Rimski hacía todo lo posible por dominarse. Descolgó el teléfono.
— Por favor, una conferencia con Yalta. ¡Es urgente!
«¡Buena idea!», exclamó Varenuja para sus adentros.
Pero no pudo celebrarse tal conferencia. Rimski colgó el teléfono, mientras decía:
— Está la línea interrumpida, parece que lo han hecho a propósito.
Estaba claro que la avería en la línea le había afectado profundamente, incluso le obligó a pensar. Después de un rato de meditación descolgó el teléfono con una mano y empezó a escribir lo que estaba diciendo:
— Telegrama urgente. Varietés. Sí, Yalta. A la Instrucción Criminal. Sí, texto: «Esta mañana sobre once y media Lijodéyev habló conmigo Moscú stop No vino al trabajo y no lo localizamos por teléfono stop Confirmo letra stop Tomo medidas vigilancia artista stop Director de finanzas Rimski».
«Muy bien», se le ocurrió pensar a Varenuja, pero no llegó a expresárselo a sí mismo, porque por su cabeza se entrecruzó: «Tonterías. No puede estar en Yalta».
Rimski recogió con mucho cuidado todos los telegramas recibidos y la copia del que pusiera él mismo, los metió todos en un sobre, lo cerró, escribió en él unas palabras y dijo, entregándoselo a Varenuja:
— Llévalo tú personalmente, Iván Savélievich. Que aclaren esto.
«Vaya, ¡esto está muy bien», pensó Varenuja, guardando el sobre en su cartera.
Y trató de probar suerte, marcando el número de Stiopa. Oyó algo y empezó a gesticular y a guiñar el ojo misteriosa y alegremente. Rimski estiró el cuepo.
—¿Puedo hablar con el artista Voland? — preguntó con dulzura Varenuja.
— Está ocupado — se oyó al otro lado una voz tintineante—. ¿De parte de quién?
— Del administrador del Varietés, Varenuja.
—¿Iván Savélievich? — exclamó alguien alegremente—. ¡Qué alegría oírle! ¿Cómo está?
— Merci — contestó Varenuja sorprendido—. ¿Con quién hablo?
—¡Soy su ayudante, su ayudante e intérprete Koróviev! — cotorreaba el teléfono—. A su disposición, querido Iván Savélievich. Puede disponer de mí con entera confianza. ¿Cómo dice?
— Perdón, pero… ¿Stepán Bogdánovich Lijodéyev no está en casa?
— Lo siento, ¡no está! —gritaba el aparato—, ¡se ha ido!
—¿Me puede decir adónde?
— A dar un paseo en coche por el campo.
—¿Có… cómo? ¿un… paseo… en coche? ¿Y cuándo vuelve?
—¡Dijo que en cuanto hubiera tomado el aire volvería!
— Bueno… — dijo Varenuja desconcertado—, merci… Dígale, por favor, a monsieur Voland que su debut es esta tarde, en el tercer acto.
— A sus órdenes. Cómo no. Sin falta. Ahora mismo. Sin duda alguna. Se lo diré —sonaban en el aparato las palabras cortadas.
— Adiós — dijo Varenuja, muy confundido.
— Le ruego admita — decía el teléfono— mis mejores y más calurosos saludos. Mis buenos deseos. ¡Éxitos! ¡Suerte! ¡Felicidad! ¡De todo!
—¡Claro! ¿Qué te había dicho yo? — gritaba el administrador exaltado. Nada de Yalta, ha salido al campo.
— Pues si es verdad — habló el director de finanzas, palideciendo de indignación—, es una verdadera cochinada que no tiene nombre.
El administrador dio un salto y gritó de tal manera que hizo temblar al director.
—¡Ya caigo! En Púshkino[14] acaba de abrirse un restaurante que se llama Yalta! ¡Ya comprendo! ¡Allí está! Está bebido y nos manda telegramas.
— Esto es demasiado — decía Rimski. Le temblaba un carrillo y tenía llamaradas de furia en los ojos—. ¡Va a pagar muy caro este paseo! — y cortó de repente, añadiendo algo indeciso—: ¿Y la Instrucción Criminal?
—¡Tonterías! ¡Cosas suyas! — interrumpió el impulsivo administrador, y preguntó—: ¿Llevo el paquete o no?
— Sin falta — contestó Rimski.
Se abrió de nuevo la puerta dando paso a la misma mujer de antes… «Es ella», pensaba Rimski con angustia. Y los dos se incorporaron adelantándose a su encuentro.
Este telegrama rezaba:
«Gracias confirmación quinientos rublos urgentemente para mí instrucción criminal mañana salgo moscú lijodéyev.»
— Pero… está loco — decía débilmente Varenuja.
Rimski tomó un manojo de llaves, abrió la caja fuerte y, sacando dinero de un cajón, separó quinientos rublos, pulsó el botón del timbre y entregó el dinero al ordenanza con el encargo de que lo depositara en telégrafos.
— Perdona, Grigori Danílovich — Varenuja no podía dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos—, me parece que no hay por qué mandar ese dinero…
— Ya lo devolverán — respondió Rimski en voz baja—. Pero él pagará muy caro esta broma — y añadió, señalando la cartera de Varenuja—: Vete, Iván Savélievich, no pierdas el tiempo.
Varenuja salió corriendo del despacho con la cartera bajo el brazo.
Bajó al primer piso. Había una cola enorme frente a la caja y supo por la cajera que no sobraría ni una entrada, porque el público, después de la edición suplementaria de carteles anunciadores, acudía en masa. Ordenó a la cajera que no pusiera a la venta las mejores treinta entradas de palco y de patio de butaca; salió de la caja disparado, escabullándose entre los pegajosos que solicitaban pases, y entró en su pequeño despacho para coger la gorra. Sonó el teléfono.