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—¿Sí? —gritó Varenuja.

—¿Iván Savélievich? — preguntó una voz gangosa y antipática.

— No está en el teatro — empezó a decir Varenuja, pero le interrumpieron en seguida.

— No haga el tonto, Iván Savélievich, escúcheme. Esos telegramas no tiene que llevarlos a ningún sitio y no se los enseñe a nadie.

—¿Quién es? — vociferó Varenuja—. ¡Déjese de bromas, ciudadano! Ahora mismo le van a descubrir. ¿Qué número de teléfono es el suyo?

— Varenuja — respondió la asquerosa voz—, entiendes ruso, ¿verdad? No lleves los telegramas.

—¡Oiga! ¿Sigue en sus trece? — gritó el administrador frenético—. ¡Ahora verá! ¡Ésta la paga! — gritó amenazador, pero tuvo que callarse, porque nadie le escuchaba.

En el pequeño despacho oscurecía con rapidez. Varenuja corrió fuera, cerró la puerta de un portazo y salió al jardín de verano por una puerta lateral.

Después de aquella llamada tan impertinente, estaba convencido de que se trataba de una broma de mal gusto en la que se entretenía una pandilla de revoltosos y seguro que tenía algo que ver con la desaparición de Lijodéyev. Casi le ahogaba el deseo de descubrir a aquellos sinvergüenzas y, aunque pueda parecer extraño, sentía nacer en su interior un agradable presentimiento. Eso suele pasar. Es la ilusión del hombre que se sabe acreedor de toda la atención por el descubrimiento de algo sensacional.

En el jardín el viento le dio en la cara y se le llenaron los ojos de polvo. Aquella ceguera momentánea parecía una advertencia. En el segundo piso se cerró una ventana bruscamente, faltó muy poco para que se rompieran los cristales. Sobre las copas de los tilos y los arces se oyó un ruido estremecedor. Había oscurecido y la atmósfera era más fresca. Varenuja se restregó los ojos y advirtió que se cernía una tormenta sobre Moscú; un nubarrón con la panza amarillenta se acercaba lentamente. Sonó a lo lejos un prolongado estrépito.

A pesar de la prisa que tenía, Varenuja quería comprobar, con repentina urgencia, si en el aseo del jardín el electricista había cubierto la bombilla con una red. Corrió hasta el campo de tiro y se encontró entre los espesos matorrales de lilas, donde estaba el pequeño edificio azulado del retrete.

El electricista debía de ser un hombre muy cuidadoso, la bombilla que colgaba del techo del cuarto de aseo de caballeros estaba cubierta con una red metálica, pero, al darse cuenta, incluso en la penumbra que presagiaba la tormenta, de las inscripciones hechas en las paredes con lápizo carboncillo, el administrador hizo un gesto de contrariedad. — ¡Serán…! — empezó a decir, pero le interrumpió una voz a sus espaldas:

—¿Es usted Iván Savélievich?

Varenuja se estremeció. Se dio la vuelta y vio ante sus ojos a un tipo regordete de estatura media que parecía tener cara de gato.

— Sí, soy yo — contestó Varenuja hostil.

— Muchísimo gusto — respondió con voz chillona el gordo, que seguía pareciéndose a un gato, y, sin explicación previa, levantó la mano y le dio un golpe tal a Varenuja en la oreja, que de la cabeza del administrador saltó la gorra, desapareciendo en el agujero del asiento, sin dejar rastro.

Seguramente por el golpe que asestara el gordo, el retrete se iluminó en un instante con luz temblorosa, y el cielo respondió con un trueno. Se produjo otro resplandor y ante el administrador apareció un sujeto pequeño de hombros atléticos, pelirrojo como el fuego, con una nube en el ojo y un colmillo que le sobresalía de la boca. Este otro, que por lo visto era zurdo, le propinó un golpe en la otra oreja. Sonó otro trueno en respuesta y un chaparrón cayó sobre el tejado de madera del retrete.

— Pero, camara… — susurró el administrador medio loco, y comprendiendo que la palabra «camaradas» no era adecuada para unos tipos que asaltan a un hombre en un retrete público, dijo con voz ronca—: Ciudada… — pensó que tampoco se merecían este nombre y le cayó otro terrible golpe, que no supo de dónde le vino. Empezó a sangrar por la nariz.

—¿Qué llevas en la cartera, parásito? — gritó con voz aguda el que se parecía a un gato—. ¿Telegramas? ¿No te advirtieron por teléfono que no los llevaras a ningún sitio? ¡Claro que te advirtieron!

— Me advirtie… advirti… tieron… — respondió el administrador, ahogándose.

—¡Pero tú has salido corriendo!… ¡Dame esa cartera, cerdo! — gritó el de la voz gangosa que oyera por teléfono, arrancando la cartera de las ma-nos temblorosas de Varenuja.

Los dos cogieron a Varenuja por los brazos, le sacaron a rastras del jardín y corrieron con él por la Sadóvaya.

La tormenta estaba en plena furia, el agua se agolpaba ruidosamente en la boca de las alcantarillas, por todas partes se levantaba un oleaje sucio, burbujeante. Chorreaban los tejados y caía agua de los canalones. Por los patios corrían verdaderos torrentes espumosos. De la Sadóvaya había desaparecido cualquier indicio de vida. Nadie podía salvar a Iván Savélievich. A saltos por las sucias aguas de la riada, iluminados de vez en vez por los relámpagos, los agresores arrastraron al administrador medio muerto y le llevaron en un instante a la casa número 302 bis. Entraron en el patio, pasaron al lado de dos mujeres descalzas, que estaban arrimadas a la pared con los zapatos y las medias en la mano. Se metieron precipitadamente en el portal y, casi en volandas, subieron a Varenuja, que ya estaba próximo a la locura, al quinto piso, y allí lo dejaron en el suelo, en el siniestro vestíbulo del apartamento de Lijodéyev.

Los maleantes desaparecieron y en su lugar surgió una joven desnuda, pelirroja, con los ojos fosforescentes.

Varenuja sintió que esto era lo peor de todo lo ocurrido. Retrocedió hacia la pared. La joven se le acercó poniéndole las manos en los hom-bros. A Varenuja se le erizó el cabello. A través de su camisa empapada y fría, sintió que aquellas manos lo eran aún más, eran gélidas.

— Ven que te dé un beso — dijo ella con dulzura. Varenuja tuvo ante sus ojos las pupilas resplandecientes de la muchacha… Perdió el conocimiento. No sintió el beso.

11. LA DOBLE PERSONALIDAD DE IVÁN

El bosque del otro lado del río, que una hora antes estuviera iluminado por el sol de mayo, era ahora una masa turbia y borrosa, medio disuelta.

Detrás de la ventana había una pared de agua, el cielo se encendía a cada momento con hilos luminosos y la habitación del enfermo se llenaba de luz centelleante, empavorecedora.

Iván, sollozando, miraba al río lleno de burbujas. Gemía a cada trueno y se tapaba la cara con las manos. Las hojas que había escrito estaban tiradas en desorden por el suelo, las había dispersado el golpe de viento que invadiera la habitación antes de la tormenta.

La tentativa de redactar un informe sobre el endemoniado consejero había sido un fracaso. Cuando aquella gordezuela enfermera, que se llamaba Prascovia Fedorovna, le entregó lápiz y papel, Iván se frotó las manos con aire muy resuelto y se apresuró a instalarse junto a la mesilla de noche. Las primeras líneas le salieron con bastante facilidad.

«A las milicias. Iván Nikoláyevich Desamparado, miembro de MASSOLIT, declara que ayer tarde, cuando llegó con el difunto Berlioz a “Los Estanques del Patriarca”»…

Y el poeta se encontró indeciso de repente, sobre todo ante el término «difunto». Desde que empezara a escribir tuvo la sensación de que aquello resultaba un poco absurdo. ¿Cómo iba a ser eso posible: llegó con el difunto? Los muertos no andan. Sí, evidentemente le podían tomar por loco.