Los aplausos sacudieron la sala, la cortina azul se corrió, escondiendo a los ciclistas, se apagaron las luces verdes que sobre las puertas indicaban la salida, y, en medio de la red de trapecios, bajo la cúpula, se encendieron unas bolas blancas, como soles.
Al único que parecían no interesar los malabarismos de la técnica ciclista de la familia Giullí era a Grigori Danílovich Rimski. Estaba en su despacho solo, mordiéndose los finos labios, con el rostro convulso.
A la increíble desaparición de Lijodéyev se había sumado la de Varenuja, completamente inesperada.
Rimski sabía dónde había mandado a Varenuja, pero se fue… y no volvió. Se encogía de hombros y decía para sus adentros:
— Pero ¿qué habré hecho yo?
Sin embargo, resultaba extraño que un hombre tan cumplidor como el director de finanzas no llamara al lugar donde había mandado a Varenuja para averiguar qué había sucedido. Pero hasta las diez de la noche no podía hacerlo.
Rimski, haciendo un verdadero esfuerzo, descolgó el teléfono a las diez. Sólo le sirvió para convencerse de que no funcionaba. El ordenanza le informó de que lo mismo ocurrió con todos los teléfonos de la casa; era de esperar, pero este hecho, simplemente molesto, acabó de desanimarle, aunque, por otro lado, le servía de disculpa para no tener que hacer aquella llamada.
Una lámpara intermitente se encendió sobre su cabeza, anunciándole el entreacto, y al mismo tiempo entró el ordenanza en el despacho para anunciarle la llegada del artista extranjero. El director de finanzas cambió de expresión, y, más negro que el carbón, se encaminó a los bastidores para saludar al invitado, porque no había nadie más que pudiera hacerlo.
Empezaban a sonar los timbres y el pasillo estaba lleno de curiosos que intentaban husmear por los camerinos. Aquí y allá se veían prestidigitadores con sus batas de colores chillones y sus turbantes, un patinador que llevaba una chaqueta blanca de punto, un cómico con la cara empolvada y un maquillador.
La aparición del eminente invitado produjo expectación general. Vestía un frac de magnífico corte y de una longitud nunca vista, y además llevaba antifaz. Pero lo que más llamó la atención fue su séquito. Acompañaban al mago un tipo muy largo con una chaqueta a cuadros, unos impertinentes rotos, y un enorme gato negro, que andaba sobre las patas traseras y que entró en el camerino muy desenvuelto, arrellanándose en un sofá y entornando los ojos, molesto por la luz de las desnudas lámparas de maquillaje.
Rimski esbozó una sonrisa y su expresión se hizo más agria y hosca. No hubo apretón de manos. El descarado tipejo vestido a cuadros se presentó diciendo que era «su ayudante». El director le oyó con desagradable sorpresa: en el contrato no se hacía mención de tal ayudante.
Grigori Danílovich, con gesto forzado y seco, preguntó al imprevisto ayudante por el equipo del artista.
— Pero, queridísimo y encantador señor director — dijo el ayudante con voz de campanilla—, nuestro equipo lo llevamos siempre encima, ¡aquí esta! eine, zwei, drei — y moviendo sus rugosos dedos y ante los ojos de Rimski sacó un reloj por detrás de la oreja del gato. Era el reloj de oro del director, que llevaba, hasta entonces, en un bolsillo del chaleco, bajo la abotonada chaqueta, y con la cadena pasada por el hojal.
Inconscientemente, Rimski se llevó las manos al estómago. Todos los presentes se quedaron con la boca abierta y el maquillador, que estaba asomado a la puerta, lanzó un silbido de admiración.
— Este relojito es suyo, ¿verdad? Tenga, por favor — decía el de los cuadros, alargándole el reloj con una mano sucia.
— Con éste no se puede ir en tranvía… — susurraba alegremente el cómico al maquillador.
Pero lo que hizo el gato después causó mucha más sensación. Se levantó del sofá, y siempre caminando sobre sus patas traseras, se acercó a una mesa sobre la que había un espejo, destapó una jarra de agua, se sirvió un vaso, lo bebió, puso la tapadera sobre la jarra y se limpió los bigotes con una toalla de maquillar.
Nadie pudo articular palabra, se quedaron boquiabiertos, hasta que, por fin, el maquillador exclamó entusiasmado:
—¡Que tío!
En ese momento sonó el timbre por tercera vez y todos excitados y presintiendo un número extraordinario, salieron del camerino atropelladamente.
Se apagaron los globos de la sala y se encendieron las luces del escenario. Sobre un ángulo de éste, en la parte inferior del telón, se proyectaba un círculo rojo, y por una rendija de luz apareció ante el público un hombre gordo de cara afeitada y alegría infantil; llevaba un frac arrugado y una camisa no muy limpia. Era el presentador Georges Bengalski, famoso en todo Moscú.
—¡Queridos ciudadanos! — habló con sonrisa de niño—, vamos a presentar ante ustedes — se interrumpió y, cambiando de entonación, dijo—: Veo que el numeroso público ha aumentado en esta tercera parte, ¡está en la sala medio Moscú! Precisamente el otro día me encontré con un amigo y le dije: «¿Cómo es que no vienes al teatro? ¡Ayer teníamos media ciudad!» y va y me dice: «Es que yo vivo en la otra mitad» — hizo una pausa, esperando que estallara la risa, pero tuvo que seguir, porque nadie se rió—. Y, como les decía, tenemos entre nosotros al famoso artífice de la magia negra, monsieur Voland. Nosotros, desde luego, sabemos perfectamente — Bengalski sonrió con superioridad— que tal magia no existe, que no es más que una superstición. Pero el maestro Voland tiene un gran dominio de la técnica de los trucos, que nos descubrirá en la parte más interesante de su actuación, es decir, cuando nos lo revele. Y como todos nosotros estamos por la técnica y los descubrimientos, vamos a pedir que salga ¡monsieur Voland!…
Después de esta estúpida presentación, Bengalski, juntando las manos, saludó por la ranura entre las cortinas, y éstas empezaron a descorrerse con lentitud.
La salida del nigromante, de su larguirucho ayudante y del gato, que apareció en escena sobre sus patas traseras, fue un gran éxito.
—¡Un sillón! — ordenó Voland en voz baja, y no sabemos de dónde surgió en el escenario un sillón, y el mago se sentó en él—. Dime, amable Fagot — preguntó Voland al payaso a cuadros, que, por lo visto, tenía otro nombre además de Koróviev—, tú que crees, ¿ha cambiado mucho la población de Moscú?
El mago miró al público, que permanecía en silencio sorprendido por el sillón que había aparecido de repente.
— Eso es, messere — contestó en voz baja Fagot-Koróviev.
— Tienes razón. Los ciudadanos han cambiado mucho…, quiero decir en su aspecto exterior…, como la ciudad misma. Ya no hablo de la indumentaria, pero han aparecido esos…, ¿cómo se llaman?…, tranvías, automóviles…
— Autobuses — le ayudó Fagot con respeto.
El público escuchaba atentamente la conversación suponiendo que era el preludio de los trucos. Entre bastidores se habían amontonado tramoyistas, electricistas, actores, y, entre ellos, asomaba la cara, pálida y alarmada, de Rimski.
Bengalski se había instalado en un extremo del escenario y parecía estar muy sorprendido. Levantó una ceja y, aprovechando una pausa, habló:
— El actor extranjero expresa su admiración por los moscovitas y por nuestra capital, que ha avanzado tanto en el aspecto técnico — y Bengalski sonrió dos veces: primero, al patio de butacas, y luego, al gallinero.
Voland, Fagot y el gato se volvieron hacia el presentador.
—¿Es que he expresado alguna admiración? — preguntó el mago a Fagot.
— No, en absoluto — contestó aquél.
— Y ese hombre, ¿qué decía, entonces?
— Sencillamente ¡ha dicho una mentira! — contestó el ayudante a cuadros con una voz tan sonora que resonó en todo el teatro, y, volviéndose hacia Bengalski, añadió—: ¡Ciudadano, le felicito por su mentira!