—¿Qué dice usted, messere? — preguntó Fagot al del antifaz.
— Bueno — respondió aquél pensativo—, son hombres como todos… Les gusta el dinero pero eso ha sucedido siempre… A la humanidad le ha gustado siempre el dinero, sin importarle de qué estuviera hecho: de cuero, de papel, de bronce o de oro. Bueno, son frivolos…, pero ¿y qué?…, también la misericordia pasa a veces por sus corazones… Hombres corrientes, recuerdan a los de antes sólo que a éstos les ha estropeado el problema de la vivienda… — y ordenó en voz alta—: Póngale la cabeza.
El gato apuntó con mucho cuidado y colocó la cabeza en el cuello, donde se ajustó como si nunca hubiese faltado de allí. Y un detalle importante: no le quedaba señal alguna. El gató pasó las patas por el frac y el plastrón de Bengalski y en seguida desaparecieron los restos de sangre. Fagot levantó a Bengalski, que estaba sentado, le metió en el bolsillo del frac un paquete de rublos y le despidió del escenario, diciendo:
—¡Fuera de aquí, que nos estás reventando!
Tambaleándose, con mirada inexpresiva, el presentador llegó hasta el puesto de bomberos y allí se sintió mal. Gritaba con voz quejumbrosa:
—¡Mi cabeza, mi cabeza!
Rimski, entre otros, se le acercó corriendo. El presentador lloraba, trataba de coger algo en el aire, de asirlo con las manos y murmuraba:
—¡Que me devuelva mi cabeza, que me la devuelvan!… ¡Que me quiten el piso, que se lleven los cuadros, pero quiero mi cabeza!
El ordenanza corrió a buscar un médico. Trataron de acostar a Bengal-ski en un sofá de un camerino, pero se resistía, estaba agresivo y tuvieron que avisar a una ambulancia. Cuando se llevaron al pobre presentador Rimski volvió al escenario y se percató de que habían sucedido nuevos milagros. En aquel momento, o algo antes, el mago había desaparecido del escenario junto con su descolorido sillón, y aquello había pasado inadvertido para el público, absorto en los sorprendentes acontecimientos que se desarrollaban en escena gracias a Fagot, que, después de librarse del malsano presentador, se dirigió al público:
— Bueno, ahora que nos acabamos de quitar a ese plomo de encima, vamos a abrir una tienda para señoras.
En seguida medio escenario se cubrió con alfombras persas, aparecieron unos enormes espejos, iluminados por los lados con unos tubos verdosos, y, entre los espejos, unos escaparates. Los espectadores contemplaban sorprendidos diferentes modelos de París de todos los colores y formas. En otros escaparates surgieron cientos de sombreros de señora, con plumitas y sin plumitas, con broches y sin ellos, cientos de zapatos: negros, blancos, amarillos, de cuero, de raso, de charol, con trabillas, con piedrecitas. Entre los zapatos aparecieron estuches de perfume, montañas de bolsos de antílope, de ante, de seda y, entre ellos, montones de estuches labrados, alargados, en los que suele haber barras de labios.
Una joven pelirroja, con un traje negro de noche, salida el diablo sabrá de dónde, sonreía al lado de los escaparates como si fuera la dueña de todo aquello. La joven estaba muy bien, pero tenía una extraña cicatriz que le afeaba el cuello.
Fagot anunció, con abierta sonrisa, que la casa cambiaba vestidos y zapatos viejos por modelos y calzados de París. Lo mismo dijo de los bolsos y todo lo demás.
El gato taconeó con una pata, mientras gesticulaba extrañamente con las patas delanteras, algo característico de los porteros cuando abren una puerta.
La joven se puso a cantar con voz un poco grave, pero muy dulce, algo incomprensible, pero, a juzgar por la expresión de las señoras, muy tentador:
— Guerlain, Chanel, Mitsuko, Narcisse Noir, Chanel número cinco, trajes de noche, vestidos de cocktail…
Fagot se retorcía, el gato hacía reverencias, la joven abrió los escaparates de cristal.
—¡Por favor! — gritaba Fagot—, ¡sin cumplidos ni ceremonias!
Se notaba que había nervios en la sala, pero nadie se atrevía a subir al escenario. Por fin, lo hizo una morena de la décima fila; subió por la escalera lateral, con una sonrisa, como sin darle importancia.
—¡Bravo! — exclamó Fagot—. ¡Bienvenida nuestra primera cliente! Popota, un sillón. Empecemos por el calzado, madame.
La morena se sentó en el sillón y Fagot colocó en la alfombra delante de ella un montón de zapatos. La mujer se quitó el zapato derecho y se probó uno color lila, dio unos golpecitos en el suelo con el pie, examinó el tacón.
—¿No me apretarán? — preguntó pensativa.
Fagot exclamó ofendido:
—¡De ninguna manera! — y el gato maulló, tan herido se sentía.
— Me llevo este par, monsieur — dijo la morena muy digna, y se puso el otro zapato.
Arrojaron sus zapatos viejos entre la cortina, y detrás de ella se metieron la morena y la joven pelirroja, seguida por Fagot, que llevaba varias perchas con vestidos. El gato desplegaba gran actividad, ayudaba, y, para darse más importancia, se colocó en el cuello una cinta métrica.
Instantes después reapareció la morena con un vestido tan elegante que en el patio de butacas se formó una verdadera ola de suspiros. Y la valiente mujer, extraordinariamente embellecida, se paró ante un espejo, movió los hombros desnudos, se tocó el pelo en la nuca y se retorció, tratando de verse la espalda.
— La compañía le ruega que reciba esto como obsequio — dijo Fagot, entregándole abierto un estuche con un perfume.
— Merci — contestó la mujer con gesto arrogante, y bajó por la escalenta a la sala.
Mientras iba hacia su butaca, los espectadores se incorporaban para tocar el estuche.
Entonces se alborotó la sala y las mujeres se lanzaron al escenario. En medio de las exclamaciones de emoción, las risas y los suspiros, se oyó una voz de hombre: «¡No te lo permito!». Y otra de mujer: «¡Eres un déspota y un cursi! ¡No me retuerzas la mano!». Las mujeres desaparecían detrás de la cortina, dejaban allí sus vestidos y salían con otros nuevos. Había toda una fila de mujeres sentadas en banquetitas de patas doradas, que daban enérgicas pisadas en el suelo con sus pies, recién calzados. Fagot se ponía de rodillas, manipulaba con un calzador metálico; el gato no podía con tantos bolsos y zapatos que llevaba, corría de los escaparates hacia las banquetas y volvía otra vez; la joven de la cicatriz aparecía y desaparecía, parloteando en francés sin parar, y lo asombroso era que le entendían en seguida todas las mujeres, incluso las que no sabían ni una palabra de aquella lengua.
Subió al escenario un hombre, que causó admiración general. Dijo que su mujer estaba con gripe, y pedía que le dieran algo para ella. Para demostrar la veracidad de su matrimonio, estaba decidido a enseñar el pasaporte. La declaración del amante esposo fue recibida con carcajadas; Fagot gritó que le creía como si se tratara de él mismo sin necesidad del pasaporte, y le entregó dos pares de medias de seda; el gato, por su parte, añadió una barra de labios.
Las mujeres que habían llegado tarde corrían hacia el escenario, y de allí volvían las afortunadas con trajes de noche, pijamas con dragones, trajes de tarde y sombreros ladeados sobre una oreja.
Entonces Fagot anunció que, por ser tarde, la tienda iba a cerrarse dentro de un minuto hasta el día siguiente.
En el escenario se organizó un terrible alboroto. Las mujeres cogían apresuradamente pares de zapatos, sin probárselos. Una de ellas se lanzó como una bala detrás de la cortina, se quitó su traje y se apropió de lo primero que encontró a mano: una bata de seda con enormes ramos de flores, y, además, tuvo tiempo de agarrar dos frascos de perfume.
Pasado un minuto, estalló un disparo de pistola, desaparecieron los espejos, se hundieron los escaparates y las banquetas, la alfombra se esfumó, al igual que la cortina. Por último desapareció el montón de vestidos viejos y calzado. El escenario volvió a ser el de antes: severo, vacío y desnudo.