Después de reprenderle, preguntó:
—¿Qué es usted?
— Poeta — confesó Iván con desgana, sin saber por qué.
El hombre se disgustó.
—¡Qué mala suerte tengo! — exclamó, pero en seguida se dio cuenta de su incorrección, se disculpó y le preguntó—: ¿Cómo se llama? — Desamparado. — ¡Ay! — dijo el visitante, haciendo una mueca de disgusto. — Qué, ¿no le gustan mis poemas? — preguntó Iván con curiosidad. — No, nada, en absoluto. — ¿Los ha leído? — ¡No he leído nada de usted! — exclamó nervioso el desconocido. — Entonces, ¿por qué lo dice? — ¡Es lógico! — respondió—. ¡Como si no conociera a los demás! Claro, puede ser algo milagroso. Bueno, estoy dispuesto a creerle. Dígame, ¿sus versos son buenos? — ¡Son monstruosos! — respondió Iván con decisión y franqueza. — No escriba más — le suplicó el visitante. — ¡Lo prometo y lo juro! — dijo muy solemne Iván. Refrendaron la promesa con un apretón de manos. Se oyeron voces y pasos suaves en el pasillo.
— Chist… — susurró el huésped, y salió disparado al balcón, cerrando la reja.
Se asomó Praskovia Fédorovna, le preguntó cómo se encontraba y si quería dormir con la luz apagada o encendida. Iván pidió que la dejara encendida y Praskovia Fédorovna salió después de desearle buenas noches. Cuando cesaron los ruidos volvió el desconocido.
Le dijo a Iván que a la habitación 119 habían traído a uno nuevo, gordo, con cara congestionada, que murmuraba algo sobre unas divisas en la ventilación del retrete y juraba que en su casa de la Sadóvaya se había instalado el mismo diablo.
— Maldice a Pushkin y grita continuamente: «¡Kurolésov, bis, bis!» decía el visitante, mirando alrededor angustiado y con un tic nervioso. Por fin se tranquilizó y se sentó diciendo—: Bueno, ¡qué vamos a hacer! — y siguió su conversación con Iván—. ¿Y por qué ha venido a parar aquí?
— Por Poncio Pilatos — respondió Iván, mirando al suelo con una mirada lúgubre.
—¡¿Cómo?! — gritó el huésped, olvidando sus precauciones, y él mismo se tapó la boca con la mano—. ¡Qué coincidencia tan extraordinaria! ¡Cuénteme cómo ocurrió, se lo suplico!
A Iván, sin saber por qué, el desconocido le inspiraba confianza. Empezó a contarle la historia de «Los Estanques», primero con timidez, cortado, y luego, repentinamente, con soltura. ¡Qué oyente tan agradecido había encontrado Iván Nikoláyevich en el misterioso ladrón de llaves! El huésped no le acusaba de ser un loco; demostró un enorme interés por su relato y se iba entusiasmando a medida que se desarrollaba la historia. Interrumpía constantemente a Iván con exclamaciones:
—¡Siga, siga, por favor, se lo suplico! ¡Pero, por lo que más quiera, no deje de contar nada!
Iván no omitió nada, así se le hacía más fácil el relato y, por fin, llegó al momento en que Poncio Pilatos salía al balcón con su túnica blanca forrada de rojo sangre.
Entonces el desconocido unió las manos en un gesto de súplica y murmuró: —¡Ah! ¡Cómo he adivinado! ¡Cómo lo he adivinado todo! Acompañó la descripción de la horrible muerte de Berlioz con comentarios extraños y sus ojos se encendieron de indignación.
— Lo único que lamento es que no estuviera en el lugar de Berlioz el crítico Latunski o el literato Mstislav Lavróvich — añadió con frenesí pero en voz baja—: ¡Siga!
El gato pagando a la cobradora le divirtió profundamente y trató de ahogar su risa al ver a Iván, que, emocionado por el éxito de su narración, se puso a saltar en cuclillas, imitando al gato pasándose la moneda por los bigotes.
— Así, pues — concluyó Iván, después de contar el suceso en Griboyédov, poniéndose triste y alicaído—, me trajeron aquí. El huésped, compasivo, le puso la mano en el hombro, diciendo: —¡Qué desgracia! Pero si usted mismo, mi querido amigo, tiene la culpa. No tenía que haberse portado con él con tanta libertad y menos con descaro. Eso lo ha tenido que pagar. Todavía puede dar gracias, porque ha sido relativamente suave con usted.
—¿Pero, quién es él? — preguntó Iván, agitando los puños.
El huésped se le quedó mirando y contestó con una pregunta:
—¿No se va a excitar? Aquí no somos todos de fiar… ¿No habrá llamadas al médico, inyecciones y demás complicación? — ¡No, no! — exclamó Iván—. Dígame, ¿quién es? — Bien — contestó el desconocido, y añadió con autoridad, pausadamente—: Ayer estuvo con Satanás en «Los Estanques del Patriarca». Iván, cumpliendo su promesa, no se alteró, pero se quedó pasmado. — ¡Si no puede ser! ¡Si no existe! — Por favor, usted es el que menos puede dudarlo. Seguramente fue una de sus primeras víctimas. Piense que ahora se encuentra en un manico mio y se pasa el tiempo diciendo que no existe. ¿No le parece extraño? Iván, completamente desconcertado, se calló. —En cuanto empezó a describir — continuó el huésped— me di cuenta de con quién tuvo el placer de conversar. ¡Pero me sorprende Berlioz!
Bueno, usted, claro, es terreno completamente virgen — y el visitante se excusó de nuevo—, pero el otro, por lo que he oído, había leído un poco. Las primeras palabras de ese profesor disiparon todas mis dudas. ¡Es imposible no reconocerle, amigo mío! Aunque usted… perdóneme, si no me equivoco, es un hombre inculto.
—¡Sin duda alguna! — asintió el desconocido Iván.
— Bueno, pues… ¡La misma cara que ha descrito, los ojos diferentes, las cejas!… Dígame, ¿no conoce la ópera Fausto?
Iván, sin saber por qué, se avergonzó terriblemente y con la cara ardiendo empezó a balbucir algo sobre un viaje al sanatorio…a Yalta…
— Pues claro, ¡no es extraño.’ Pero le repito que me sorprende Berlioz… No sólo era un hombre culto, sino también muy sagaz. Aunque tengo que decir en su defensa que Voland puede confundir a un hombre mucho más astuto que él.
—¿Cómo? — gritó a su vez Iván
—¡No grite!
Iván se dio una palmada en la frente y murmuró.
— Ya entiendo, ya entiendo. Si, tenía una «V» en la tarjeta de visita.;Ay,ay! ¡Qué cosas! — se quedó sin hablar, turbado, mirando a la luna que flotaba detrás de la reja. Y dijo luego—: Entonces, ¿pudo en. realidad haber estado con Poncio Pilatos? ¡Ya había nacido? ¡Y encima me llaman loco! — añadió indignado señalando a la puerta.
Junto a los labios del visitante se formó una arruga de amargura,
— Vamos a enfrentarnos con la realidad — el huésped volvió la cara hacia el astro nocturno, que corría a través de una nube—. Los dos estamos locos, ¡no hay por qué negarlo! Verá: él le ha impresionado y usted ha perdido el juicio, porque, seguramente, tenía predisposición a ello. Pero lo que usted cuenta es verdad, indudablemente. Aunque es tan extraordinario, que ni siquiera Stravinski, que es un psiquiatra genial, le ha creído. ¿Le ha visto a usted? — Iván asintió con la cabeza—. Su interlocutor estuvo con Pilatos, también desayunó con Kant y ahora ha visitado Moscú.
—¡Pero entonces puede armarse una gorda! ¡Habría que detenerle como fuera! — el viejo Iván, no muy seguro, había renacido en el Iván nuevo.
— Ya lo ha intentado y me parece que es suficiente — respondió el visitante con ironía—. Yo no le aconsejaría a nadie que lo hiciera. Eso sí, puede estar seguro de que la va a armar. ¡Oh! Pero, cuánto siento no haber sido yo quien se encontrara con él. Aunque ya esté todo quemado y los car-bones cubiertos de ceniza, le juro que por esa entrevista daría las llaves de Praskovia Fédorovna, que es lo único que tengo. Soy pobre.
—¿Y para qué lo necesita?
El huésped dejó pasar un rato. Parecía triste. Al fin habló:
— Mire usted, es una historia muy extraña, pero estoy aquí por la misma razón que usted, por Poncio Pilatos — el visitante se volvió atemorizado—.