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Hace un año escribí una novela sobre Pilatos. — ¿Es usted escritor? — preguntó el poeta con interés. El hombre cambió de cara y le amenazó con el puño.

—¡Soy el maestro! — se puso serio y sacó del bolsillo un gorrito negro, mugriento, con una «m» bordada en seda amarilla. Se puso el gorrito y se volvió de perfil y de frente, para demostrar que era el maestro.

— Me lo hizo ella, con sus propias manos — añadió misterioso.

—¿Cómo se llama de apellido?

— Yo no tengo apellido — contestó el extraño huésped con aire sombrío y despreciativo—. He renunciado a él, como a todo en el mundo, olvi démoslo. — Pero hábleme aunque sea de su novela — pidió Iván con delicadeza. — Con mucho gusto. Mi vida no ha sido del todo corriente — empezó el visitante… Era historiador, y dos años atrás había trabajado en un museo de Moscú, además se dedicaba a la traducción. — ¿De qué idioma? — le interrumpió Iván intrigado. — Conozco cinco idiomas aparte del ruso — contestó el visitante—, inglés, francés, alemán, latín y griego. Bueno, también puedo leer el italiano. — ¡Atiza! — susurró Iván con envidia… El historiador vivía muy solo, no tenía familia y no conocía a nadie en Moscú. Y figúrese, un día le tocaron cien mil rublos a la lotería. — Imagine mi sorpresa — decía el hombre del gorrito negro— cuando metí la mano en la cesta de la ropa sucia y vi que tenía el mismo número que venía en los periódicos. El billete — explicó— me lo dieron en el museo.

…El misterioso interlocutor había invertido aquellos cien mil rublos en comprar libros y, también, dejó su cuarto de la calle Miasnítskaya..

—¡Maldito cuchitril! — murmuró entre dientes.

…Para alquilar a un constructor dos habitaciones de un sótano en una pequeña casa con jardín. La casa estaba en una bocacalle que llevaba a Arbat. Abandonó su trabaio en el museo y empezó a escribir una novela sobre Poncio Pilatos.

—¡Ah! ¡Aquello fue mi edad de oro! — decía el narrador con los ojos brillantes—. Un apartamento para mí solo, el vestíbulo en el que había un lavabo — subrayó con orgullo especial—, con pequeñas ventanas que daban a la acera. Y enfrente, a unos cuatro pasos, bajo la valla lilas, un tilo y un arce. ¡Oh! En invierno casi nunca veía por mi ventana pasar unos pies negros ni oía el crujido de la nieve bajo las pisadas. ¡Y siempre ardía el fuego en mi estufa! Pero, de pronto, llegó la primavera y a través de los cristales turbios veía los macizos de lilas, desnudos primero, luego, muy despacio, cubiertos de verde. Y precisamente entonces, la primavera pasada, ocurrió algo mucho más maravilloso que lo de los cien mil rublos. Y que conste que es una buena suma.

— Tiene razón — reconoció Iván, que le escuchaba atentamente.

— Abrí las ventanas. Estaba yo en el segundo cuarto, en el pequeño — el huésped indicó las medidas con las manos—; mire, tenía un sofá, enfrente otro, y entre ellos una mesita con una lámpara de noche fantástica; más cerca de la ventana, libros y un pequeño escritorio, la primera habitación — que era enorme, de catorce metros— tenía libros, libros y más libros y una estufa. ¡Ah! ¡Cómo lo tenía puesto!… El olor extraordinario de las lilas… el cansancio me aligeraba la cabeza y Pilatos llegaba a su fin…

—¡La túnica blanca forrada de rojo sangre! ¡Lo comprendo! — exclamaba Iván.

—¡Eso es! Pilatos se acercaba a su fin y yo ya sabía que las últimas palabras de la novela serían «… el quinto procurador de Judea, el jinete Poncio Pilatos». Como es natural, salía a dar algún paseo. Cien mil rublos es una suma enorme y yo llevaba un traje precioso. A veces, iba a comer a algún restaurante barato. En Arbat había un restaurante magnífico que no sé si existirá todavía — abrió los ojos desmesuradamente y siguió murmurando, mirando a la luna—. Ella llevaba unas flores horribles, inquietantes, de color amarillo. ¡Quién sabe cómo se llaman! pero no sé por qué, son las primeras flores que aparecen en Moscú. Destacaban sobre el fondo negro de su abrigo. ¡Ella llevaba unas flores amarillas! Es un color desagradable. Dio la vuelta desde la calle Tverskaya a una callejuela y volvió la cabeza. ¿Conoce la Tverskaya? Pasaban miles de personas, pero le aseguro que me vio sólo a mí. Me miró no precisamente con inquietud, sino más bien con dolor. Y me impresionó, más que por su belleza, por la soledad infinita que había en sus ojos y que yo no había visto jamás. Obedeciendo aquella señal amarilla, también yo torcí a la bocacalle y seguí sus pasos. Íbamos por la triste calleja tortuosa, mudos los dos por una acera yo y ella por la otra. Y fíjese que no había ni un alma en la calle. Yo sufría porque me pareció que tenía que hablarle, pero temía que no sería capaz de articular palabra. Que ella se iría y no la volvería a ver nunca más. Y ya ve usted: ella habló primero:

«—¿Le gustan mis flores?

«Recuerdo perfectamente cómo sonó su voz, bastante grave, cortada, y aunque sea una tontería, me pareció que el eco resonó en la calleja y se fue a reflejar en la sucia pared amarilla. Crucé la calle rápidamente, me acerqué a ella y contesté:

«—No.

«Me miró sorprendida y comprendí de pronto, inesperadamente, ¡que toda la vida había amado a aquella mujer! ¡Qué cosas! ¿verdad? Seguro que piensa que estoy loco.

— No pienso nada — exclamó Iván—, ¡siga contando, se lo ruego!

El huésped siguió:

— Pues sí, me miró sorprendida y luego preguntó:

«—¿Es que no le gustan las flores?

«Me pareció advertir cierta hostilidad en su voz. Yo caminaba a su lado, tratando de adaptar mi paso al suyo y, para mi sorpresa, no mesentía incómodo.

«—Me gustan las flores, pero no éstas — dije.

«—¿Y qué flores le gustan?

«—Me gustan las rosas.

«Me arrepentí en seguida de haberlo dicho, porque sonrió con aire culpable y arrojó sus flores a una zanja. Estaba algo desconcertado, recogí las flores y se las di. Ella sonriendo, hizo ademán de rechazarlas y las llevé yo.

Así anduvimos un buen rato, sin decir nada, hasta que me quitó las flores y las tiró a la calzada, luego me cogió la mano con la suya, enfundada en un guante negro, y seguimos caminando juntos.

— Siga-dijo Iván—, se lo suplico, cuéntemelo todo.

—¿Que siga? — preguntó el visitante—. Lo que sigue ya se lo puede imaginar — se secó una lágrima repentina con la manga del brazo derecho y siguió hablando—. El amor surgió ante nosotros, como surge un asesino en la noche, y nos alcanzó a los dos. Como alcanza un rayo o un cuchillo de acero. Ella decía después que no había sido así, que nos amábamos desde hacía tiempo, sin conocernos, sin habernos visto, cuando ella vivía con otro hombre… y yo, entonces… con esa… ¿cómo se llama?

—¿Con quién? — preguntó Desamparado.

—Con esa… bueno… con… — respondió el huésped, moviendo los de-dos.

—¿Estuvo casado?

— Sí, claro, por eso muevo los dedos… Con esa… Várenka… Mánechka… no, Várenka… con un vestido a rayas, el museo… No, no lo recuerdo.

«Pues ella decía que había salido aquel día con las flores amarillas, para que al fin yo la encontrara, y si yo no la hubiese encontrado, acabaría envenenándose, porque su vida estaba vacía.

«Sí, el amor nos venció en un instante. Lo supe ese mismo día, una hora después, cuando estábamos, sin habernos dado cuenta, al pie de la muralla del Kremlin, en el río.

«Hablábamos como si nos hubiéramos separado el día antes, como si nos conociéramos desde hacía muchos, muchos años. Quedamos en encontrarnos el día siguiente en el mismo sitio, en el río Moskva y allí fuimos. El sol de mayo brillaba para nosotros solos. Y sin que nadie lo supiera se convirtió en mi mujer.