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A pesar de todos sus intentos de taparse la cara con la visera de la gorra para esconderse en la sombra, a pesar del periódico, el director de finanzas pudo ver que tenía en el carrillo derecho, junto a la nariz, un enorme cardenal. Además, el administrador, que solía tener un aspecto muy saludable, estaba pálido, con una palidez enfermiza, de cal, y llevaba al cuello, en una noche tan calurosa, una bufanda a rayas. Si a esto añadimos su nueva manía repulsiva, y que por lo visto había adquirido durante su ausencia, de chupar y chapotear con los labios, el cambio brusco en su voz que ahora era sorda y ordinaria, su mirada recelosa y cobarde, podríamos decir con toda seguridad que Varenuja estaba desconocido.

Había algo más que al director le producía terrible sensación de incomodidad, pero a pesar de los esfuerzos de su excitado cerebro, y de no apartar la vista de Varenuja, no conseguía averiguar qué era. Lo único que podía asegurar era que la unión del administrador y el conocido sillón tenía algo de inaudito y anormal.

— Por fin pudieron con él, le metieron en el coche — seguía Varenuja con su voz monótona, asomando por detrás del periódico y tapándose el cardenal con la mano.

De pronto, Rimski alargó la mano, y como sin querer apretó con la palma el botón del timbre, tamborileando con los dedos en la mesa al mismo tiempo. Se quedó frío. En el edificio desierto tenía que haber sonado irremediablemente una señal aguda. Pero no hubo tal señal y el botón se hundió inerte en el tablero de la mesa. Estaba muerto, el timbre no funcionaba.

La astucia del director de finanzas no pasó inadvertida para Varenuja, que, cambiando de cara, preguntó con una llama de furia en los ojos:

—¿Por qué llamas?

— Es la costumbre — respondió Rimski con voz sorda, retirando la mano, y preguntó a su vez algo indeciso—: ¿Qué tienes en la cara?

— Es del coche; me di un golpe con la manivela en un viraje — contestó Varenuja, desviando la mirada.

«¡Miente!», exclamó él director para sus adentros, y, con los ojos redondos, la expresión completamente enajenada, se quedó mirando al respaldo del sillón.

Detrás de éste, en el suelo, se cruzaban dos sombras, una más densa y oscura, la otra más clara, gris. Se veía perfectamente la sombra que proyectaba el respaldo del sillón y la de las patas, pero sobre la del respaldo no se veía la sombra de la cabeza de Varenuja, ni tampoco sus pies proyectaban sombra alguna por debajo del sillón.

«¡No tiene sombra!», pensó Rimski horrorizado. Le entró un temblor.

Varenuja se volvió furtivamente, siguiendo la mirada demente de Rimski, dirigida al suelo, y comprendió que estaba descubierto. Se levantó del sillón (lo mismo hizo el director de finanzas) y dio un paso atrás, apretando en sus manos la cartera.

—¡Lo has adivinado, desgraciado! Siempre fuiste listo — dijo Varenuja, soltando una risa furiosa en la misma cara de Rimski; de pronto dio un salto hacia la puerta y, rápidamente, bajó el botón de la cerradura inglesa.

Rimski miró hacia atrás desesperado, retrocediendo hacia la ventana que salía al jardín. En la ventana, llena de luna, vio pegada al cristal la cara de una joven desnuda que, metiendo el brazo por la ventanilla de ventilación, trataba de abrir el cerrojo de abajo. El de arriba ya estaba abierto.

Le pareció a Rimski que la luz de la lámpara de la mesa se estaba apagando y que la mesa se inclinaba poco a poco. Le echaron un cubo de agua helada, pero, felizmente, pudo rehacerse y no se cayó. Las pocas fuerzas que le quedaban le sirvieron para susurrar:

—¡Socorro…!

Varenuja vigilaba la puerta, daba saltos y giraba en el aire un buen rato, señalaba hacia Rimski con los dedos engarabitados, silbaba y aspiraba el aire, guiñando el ojo a la joven.

Ella se dio prisa, metió por la ventanilla su cabeza pelirroja, estiró la mano todo lo que pudo, arañó con las uñas el cerrojo de abajo y empujó la ventana. La mano se le estiraba como si fuera de goma, luego se le cubrió de un verde cadavérico. Por fin los dedos verdosos de la muerta agarraron el cerrojo, lo corrieron y la ventana empezó a abrirse. Rimski dio un ligero grito, se apoyó en la pared y se protegió con la cartera a modo de escudo. Comprendía que se acercaba la muerte.

Se abrió la ventana, pero en vez del fresco nocturno y el aroma de los tilos, entró en la habitación un olor a sótano. La difunta pisó la repisa de la ventana. Rimski veía con claridad en su pecho las manchas de la putrefacción.

En ese instante llegó del jardín un grito alegre e inesperado; era el canto de un gallo que estaba en una pequeña caseta detrás del tiro, donde guardaban las aves que participaban en el programa. El gallo amaestrado anunciaba con su sonora voz que desde oriente el amanecer se acercaba a Moscú.

Una furia salvaje desfiguró la cara de la joven, profirió una blasfemia con voz ronca, y Varenuja, en el aire, dio un grito y se derrumbó al sue-lo.

Se repitió el canto del gallo, la joven rechinó los dientes, se erizó su pelo rojo. Al tercer canto del gallo se dio la vuelta y salió volando. Varenuja dio un salto y salió a su vez por la ventana detrás de la muchacha, navegando despacio, como un Cupido.

Un viejo — un viejo que poco antes fuera Rimski—, con el cabello blanco como la nieve, sin un solo pelo negro, corrió hacia la puerta, giró la cerradura, abrió y se precipitó por el pasillo oscuro. Junto a la escalera, gimiendo de miedo, encontró a tientas el conmutador y la escalera se iluminó. El anciano, que seguía temblando, se cayó al bajar la escalera porque le pareció que Varenuja se le venía encima.

Corrió al piso bajo y vio al guarda dormido en el vestíbulo. Pasó de puntillas junto a él y salió con sigilo por la puerta principal. En la calle se sintió algo mejor. Se había recuperado de tal manera que pudo darse cuenta, tocándose la cabeza, de que había olvidado el sombrero en el despacho.

Claro está que no volvió por el sombrero, sino que se apresuró a cruzar la calle hacia el cine de enfrente, donde brillaba una luz tenue y rojiza. Se precipitó a parar un coche antes de que nadie lo cogiera.

— Al expreso de Leningrado; te daré propina — dijo el viejo respirando con dificultad y apretándose el corazón.

— Voy al garaje — respondió muy hosco el chófer, y le volvió la espalda.

Rimski abrió la cartera, sacó un billete de cincuenta rublos y se los alargó al conductor por la portezuela abierta.

Y al cabo de un instante el coche, trepidante, volaba como el viento por la Sadóvaya. Rimski, sacudido en su asiento, veía en el retrovisor los alegres ojos del chófer y sus propios ojos enloquecidos.

Al saltar del coche, junto al edificio de la estación, gritó al primer hombre con delantal blanco y chapa que encontró:

— Primera clase, un billete; te daré treinta — sacaba de la cartera los billetes de diez rublos, arrugándolos—; si no hay de primera, dame de segunda… ¡Y si no, de tercera!

El hombre de la chapa, mirando el reluciente reloj, le arrancaba los billetes de la mano.

Cinco minutos después de la cúpula de cristal de la estación salía el exprés, perdiéndose por completo en la oscuridad. Y con él desapareció Rimski.

15. EL SUEÑO DE NIKANOR IVÁNOVICH

No es difícil adivinar que el gordo de cara congestionada que instalaron en la habitación número 119 del sanatorio era Nikanor Ivánovich Bosói.

Pero no entró en seguida en los dominios del profesor Stravinski, primero había estado en otro sitio. En la memoria de Nikanor Ivánovich habían quedado muy pocos recuerdos de aquel lugar. Se acordaba de un escritorio, un armario y un sofá.