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Allí Nikanor Ivánovich, con la vista turbia por el aflujo de la sangre y la excitación, tuvo que sostener una conversación muy extraña, confusa, o mejor dicho, no hubo tal conversación. La primera pregunta que le hicieron fue: —¿Es usted Nikanor Ivánovich Bosói, presidente de la Comunidad de

Vecinos del inmueble número 302 bis en la Sadóvaya?

Antes de contestar, el interpelado soltó una terrible carcajada. La respuesta fue literalmente lo siguiente:

—¡Sí, soy Nikanor, claro que soy Nikanor! ¿Pero qué presidente ni qué nada?

—¿Cómo es eso? — le preguntaron, entornando los ojos.

— Pues así —respondió éste—: si fuera presidente tendría que hacer cons-tar en seguida que era el diablo. O si no, ¿qué fue todo aquello? Los impertinentes rotos, todo harapiento. ¿Cómo podía ser intérprete de un extranjero?

—¿Pero de quién habla? — le preguntaron. — ¡De Koróviev! — exclamó él—. ¡El del apartamento 50! ¡Apúntelo: Koróviev! ¡Hay que pescarle inmediatamente! Apunte: sexto portal. Está allí.

—¿Dónde cogió las divisas? — le preguntaron cariñosamente.

— Mi Dios, Dios Omnipotente, que todo lo ve — habló Nikanor Ivánovich—, y ése es mi camino. Nunca las tuve en mis manos y ni sabía que existían. El Señor me castiga por mi inmundicia — prosiguió con sentimiento, abrochándose y desabrochándose la camisa y santiguándose—; sí, lo aceptaba. Lo aceptaba, pero del nuestro, del soviético. Hacía el registro por dinero, no lo niego. ¡Tampoco es manco nuestro secretario Prólezhnev, tampoco es manco! Voy a ser franco, ¡son todos unos ladrones en la Comunidad de Vecinos!… ¡Pero nunca acepté divisas!

Cuando le pidieron que se dejara de tonterías y explicara cómo habían ido a parar los dólares a la claraboya, Nikanor Ivánovich se arrodilló y se inclinó, abriendo la boca, como si pensara tragarse un tablón del parquet.

—¿Me trago el tablón — murmuró— para que vean que no me lo dieron? ¡Pero Koróviev es el diablo!

Toda paciencia tiene un límite; los de la mesa alzaron la voz y le sugirieron a Nikanor Ivánovich que ya era hora de hablar en serio.

En la habitación del sofá retumbó un aullido salvaje; lo profirió Nikanor Ivánovich, que se había levantado del suelo.

—¡Allí está! ¡Detrás del armario! ¡Se ríe!… Con sus impertinentes… ¡Que le cojan! ¡Que rocíen el local!

Empalideció. Temblando, se puso a hacer en el aire la señal de la cruz yendo de la puerta a la mesa, de la mesa a la puerta, luego cantó una oración y terminó en pleno desvarío.

Estaba claro que Nikanor Ivánovich no servía para sostener una conversación. Se lo llevaron, lo dejaron solo en una habitación, donde pareció calmarse un poco, rezando entre sollozos.

Naturalmente, fueron a la Sadóvaya, estuvieron en el apartamento número 50. Pero no encontraron a ningún Koróviev, tampoco le había visto nadie en la casa ni nadie le conocía. El piso que ocuparan el difunto Berlioz y Lijodéyev, que se había ido a Yalta, estaba vacío y en los armarios del despacho estaban los sellos perfectamente intactos. Se fueron, pues, de la Sadóvaya, y con ellos partió, desconcertado y abatido, el secretario de la Comunidad de Vecinos Prólezhnev.

Por la noche llevaron a Nikanor Ivánovich al sanatorio de Stravinski. Estaba tan excitado que le tuvieron que, por orden del profesor, poner otra inyección. Sólo después de medianoche pudo dormir Nikanor Ivánovich en la habitación 119, aunque de vez en cuando exhalaba unos tremendos mugidos de dolor. Pero poco a poco su sueño se hacía más tranquilo. Dejó de dar vueltas y de lloriquear, su respiración se hizo suave y rítmica y le dejaron solo.

Tuvo un sueño, motivado, sin duda alguna, por las preocupaciones de aquel día. En el sueño unos hombres con trompetas de oro le llevaban con mucha solemnidad a una gran puerta barnizada.

Delante de la puerta sus acompañantes tocaron una charanga y del cielo se oyó una voz de bajo, sonora, que dijo alegremente:

—¡Bienvenido, Nikanor Ivánovich, entregue las divisas!

Nikanor Ivánovich, muy sorprendido, vio ante sí un altavoz negro.

Después, sin saber por qué, se encontró en una sala de teatro, con el techo dorado y arañas de cristal relucientes y con apliques en las paredes. Todo estaba muy bien, como en un teatro pequeño, pero rico. El escenario se cerraba con un telón de terciopelo que tenía, sobre un fondo color rojo oscuro, grandes dibujos de monedas de oro como estrellas. Había una concha e incluso público.

Le sorprendió a Nikanor Ivánovich que el público fuera de un solo sexo: hombres, y que todos llevaran barba. Además, también le causó sensación que en todo el teatro no hubiese una sola silla y que todos se sentaran en el suelo, perfectamente encerado y resbaladizo.

Nikanor Ivánovich, después de unos minutos de confusión — tanta gen-te desconocida le azoraba—, siguió el ejemplo general y se sentó en el parquet, a lo turco, acomodándose entre un enorme barbudo pelirrojo y otro ciudadano, pálido, con una barba negra bien poblada. Ninguno de los presentes hizo el menor caso a los recién llegados.

Se oyó el suave tintineo de una campanilla, se apagó la luz en la sala y se corrió el telón, descubriendo en el escenario iluminado un sillón y una mesa, sobre la que había una campanilla de oro. El fondo del escenario era de terciopelo negro.

De entre bastidores salió un actor con esmoquin, bien afeitado y peinado con raya. Era joven y agradable. El público de la sala se animó y todos se volvieron hacia el escenario. El actor se acercó a la concha y se frotó las manos.

— Qué, ¿todavía están aquí? —preguntó con voz suave de barítono, sonriendo al público.

— Aquí estamos — respondieron en coro voces de tenor y de bajo.

— Humm… — pronunció el actor pensativo—. ¡No comprendo cómo no están hartos! ¡La gente normal está ahora en la calle, disfrutando del sol y del calor de primavera, y ustedes aquí, en el suelo, metidos en una sala asfixiante! ¿Es que el programa es tan interesante? Por otra parte, sobre gustos no hay nada escrito — concluyó filosófico el actor.

Entonces cambió el timbre y el tono de su voz y anunció alegremente:

— Bien, el próximo número de nuestro programa es Nikanor Ivánovich Bosói, presidente de la Comunidad de Vecinos y director de un comedor dietético. ¡Por favor, Nikanor Ivánovich!

El público respondió con una ovación unánime. El sorprendido Nikanor Ivánovich desorbitó los ojos, y el presentador, levantando la mano para evitar las luces del escenario, lo buscó entre el público con la mirada y le hizo una seña cariñosa para que se le acercara. Nikanor Ivánovich se encontró en el escenario sin saber cómo. Las luces de colores le cegaron los ojos y en la sala los espectadores se hundieron en la oscuridad.

— Bueno, Nikanor Ivánovich, usted tiene que dar ejemplo — dijo el joven actor con voz amable—, entregue las divisas.

Todos estaban en silencio. Nikanor Ivánovich recobró la respiración y empezó a hablar:

— Les juro por Dios que…

Pero no tuvo tiempo de concluir porque la sala estalló en gritos indignados. Nikanor Ivánovich, muy confundido, se calló.

— Según me parece haber entendido — dijo el que llevaba el programa—, usted ha querido jurarnos por Dios que no tiene divisas — y le miró con cara de compasión.

— Eso es, no tengo — contestó Nikanor Ivánovich.

— Bien — siguió el actor—, entonces… perdone mi indiscreción, ¿de quién son los cuatrocientos dólares, encontrados en el cuarto de baño de la casa que habitan su esposa y usted exclusivamente?

—¡Son mágicos! — se oyó una voz irónica en la sala a oscuras.

— Eso es, mágicos — contestó tímidamente Nikanor Ivánovich; no se sabía si al actor o a la sala sin luz, y explicó—: ha sido el demonio, el intérprete de los cuadros que me los dejó en mi casa.