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De nuevo se oyó una explosión en la sala. Cuando todos se callaron, el actor dijo:

—¡Vean ustedes qué fábulas de La Fontaine tiene que oír uno! ¡Que le dejaron cuatrocientos dólares! Todos ustedes son traficantes de divisas, me dirijo a ustedes como especialistas: ¿les parece posible todo esto?

— No somos traficantes de divisas — sonaron voces ofendidas—, ¡pero eso es imposible!

— Estoy completamente de acuerdo — dijo el actor con seguridad—, quiero que me contesten a esto: ¿qué se puede dejar en una casa ajena?

—¡Un niño! — gritó alguien en la sala.

— Tiene mucha razón — afirmó el presentador—, un niño, una carta anónima, una octavilla, una bomba retardada y muchas más cosas, pero a nadie se le ocurre dejar cuatrocientos dólares, porque semejante idiota todavía no ha nacido — y volviéndose hacia Nikanor Ivánovich añadió con aire triste de reproche—: Me ha disgustado mucho, Nikanor Ivánovich, yo que esperaba tanto de usted. Nuestro número no ha resultado.

Se oyeron silbidos para Nikanor Ivánovich.

—¡Éste sí que es un traficante de divisas! — gritaban—. ¡Por culpa de gente como él tenemos que estar aquí, padeciendo sin motivo!

— No le riñan — dijo el presentador con voz suave—, ya se arrepentirá —y mirando a Nikanor Ivánovich con sus ojos azules llenos de lágrimas, añadió—: bueno, váyase a su sitio.

Después el actor tocó la campanilla y anunció con voz fuerte:

—¡Entreacto, sinvergüenzas!

Nikanor Ivánovich, impresionado por su participación involuntaria en el programa teatral, se encontró de nuevo en el suelo. Soñó que la sala se sumía en la oscuridad y en las paredes aparecían unos letreros en rojo que decían: «¡Entregue las divisas!». Luego se abrió el telón de nuevo y el presentador invitó:

— Por favor, Serguéi Gerárdovich Dúnchil, al escenario.

Dúnchil resultó ser un hombre de unos cincuenta años y de aspecto venerable, pero muy descuidado.

— Serguéi Gerárdovich — le dijo el presentador—, usted lleva aquí más de mes y medio ya y se niega obstinadamente a entregar las divisas que le quedan, mientras el país las necesita y a usted no le sirven de nada. A pesar de todo no quiere ceder. Usted es un hombre cultivado, me comprende perfectamente y no quiere ayudarme.

— Lo siento mucho, pero no puedo hacer nada porque ya no me quedan divisas — contestó Dúnchil tranquilamente.

—¿Y tampoco tiene brillantes? — preguntó el actor.

— Tampoco.

El actor se quedó cabizbajo y pensativo, luego dio una palmada. De entre bastidores salió al escenario una dama de edad, vestida a la moda, es decir, llevaba un abrigo sin cuello y un sombrerito minúsculo. La dama parecía preocupada. Dúnchil la miró sin inmutarse.

—¿Quién es esta señora? — preguntó el presentador a Dúnchil.

— Es mi mujer — contestó éste con dignidad, y miró con cierta repugnancia el cuello largo de la señora.

— La hemos molestado, madame Dúnchil — se dirigió a la dama el presentador—, por la siguiente razón: queremos preguntarle si su esposo tie-ne todavía divisas.

— Lo entregó todo la otra vez — contestó nerviosa la señora Dúnchil.

— Bueno — dijo el actor—, si es así, ¡qué le vamos a hacer! Si ya ha entregado todo, no nos queda otro remedio que despedirnos de Serguéi Gerárdovich — y el actor hizo un gesto majestuoso.

Dúnchil se volvió con dignidad y muy tranquilo se dirigió hacia bastidores.

—¡Un momento! — le detuvo el presentador—. Antes de que se despida quiero que vea otro número de nuestro programa — y dio otra palmada.

Se corrió el telón negro del fondo del escenario y apareció una hermosa joven con traje de noche, llevando una bandeja de oro con un paquete grueso, atado como una caja de bombones, y un collar de brillantes que irradiaba luces rojas y amarillas.

Dúnchil dio un paso atrás y se puso pálido. La sala enmudeció.

— Dieciocho mil dólares y un collar valorado en cuarenta mil rublos en oro — anunció el actor con solemnidad— guardaba Serguéi Gerárdovich en la ciudad de Járkov, en casa de su amante Ida Herculánovna Vors. Es para nosotros un placer tener aquí a la señorita Vors, que ha tenido la amabilidad de ayudarnos a encontrar este tesoro incalculable, pero inútil en manos de un propietario. Muchas gracias, Ida Herculánovna.

La hermosa joven sonrió, dejando ver su maravillosa dentadura, y se movieron sus espesas pestañas.

— Y bajo su máscara de dignidad — el actor se dirigió a Dúnchil— se esconde una araña avara, un embustero sorprendente, un mentiroso. Nos ha agotado a todos en un mes de absurda obstinación. Váyase a casa y que el infierno que le va a organizar su mujer le sirva de castigo.

Dúnchil se tambaleó y estuvo a punto de caerse, pero unas manos compasivas le sujetaron. Entonces cayó el telón rojo y ocultó a los que estaban en el escenario.

Estrepitosos aplausos sacudieron la sala con tanta fuerza, que a Nikanor Ivánovich le pareció que las luces del techo empezaban a saltar. Y cuando el telón se alzó de nuevo, en el escenario sólo había quedado el presentador. Provocó otra explosión de aplausos, hizo una reverencia y habló:

— En nuestro programa Dúnchil representa al típico burro. Ya les contaba ayer que esconder divisas es algo totalmente absurdo. Les aseguro que nadie puede sacarles provecho en ninguna circunstancia. Fíjense, por ejemplo, en Dúnchil. Tiene un sueldo magnífico y no carece de nada. Tiene un piso precioso, una mujer y una hermosa amante. ¿No les pare-ce suficiente? ¡Pues no! En lugar de vivir en paz, sin llevarse disgustos, y entregar las divisas y las joyas, este imbécil interesado ha conseguido que le pongan en evidencia delante de todo el mundo y, por si fuera poco, se ha buscado una buena complicación familiar. Bien, ¿quién quiere entre-gar? ¿No hay voluntarios? En ese caso vamos a seguir con el programa. Ahora, con nosotros, el famosísimo talento, el actor Savva Potápovich Kurolésov, invitado especial, que va a recitar trozos de «El caballero avaro», del poeta Pushkin.

El anunciado Kurolésov no tardó en aparecer en escena. Era un hombre grande y entrado en carnes, con frac y corbata blanca. Sin ningún preámbulo puso cara taciturna, frunció el entrecejo y empezó a hablar con voz poco natural, mirando de reojo a la campanilla de oro:

«Igual que un joven ninfo se impacienta por ver a su amada disoluta…»

Y Kurolésov confesó muchas cosas malas.

Nikanor Ivánovich escuchó lo que decía sobre una pobre viuda, que estuvo de rodillas bajo la lluvia, sollozando delante de él, pero no consiguió conmover el endurecido corazón del actor.

Antes de su sueño Nikanor Ivánovich no tenía ni la menor idea de la obra del poeta Pushkin, pero, sin embargo, a él le conocía perfectamente y repetía a diario frases como: «¿Y quién va a pagar el piso? ¿Pushkin?»,

o «¿La bombilla de la escalera? ¡La habrá quitado Pushkin!» «¿Y quién va a comprar el petróleo? ¿Pushkin?»…

Ahora, al conocer parte de su obra, Nikanor Ivánovich se puso muy triste, se imaginó a una mujer bajo la lluvia de rodillas, rodeada de niños, y pensó:

«¡Qué tipo es este Kurolésov!».

Kurolésov seguía confesando cosas, subiendo la voz cada vez más y terminó por aturdir por completo a Nikanor Ivánovich, porque se dirigía a alguien que no estaba en el escenario y se contestaba a sí mismo por el ausente llamándose bien «señor» o «barón», o bien «padre» o «hijo», o de «tú» o de «usted».

Nikanor Ivánovich sólo comprendió que el actor murió de una mane-ra muy cruel, después de gritar: «¡Las llaves, mis llaves!», luego cayó al suelo, gimiendo y arrancándose la corbata con mucho cuidado.