Después de morirse, Kurolésov se levantó, se sacudió el polvo del pantalón de su frac, hizo una reverencia, esbozó una sonrisa falsa y se retiró acompañado de aplausos aislados. El presentador habló de nuevo:
— Hemos admirado la magnífica interpretación que Savva Potápovich ha hecho de «El caballero avaro». Este caballero esperaba verse rodeado por graciosas ninfas y un sinfín de cosas agradables. Pero ya han visto ustedes que no le sucedió nada por el estilo, no le rodearon las ninfas, no le rindieron homenaje las musas y no construyó ningún palacio, al contrario, acabó muy mal; se fue al cuerno de un ataque al corazón, acostado sobre su baúl con divisas y piedras preciosas. Les prevengo que les puede suceder algo igual o peor ¡si no entregan las divisas!
No sabemos si fue el efecto de la poesía de Pushkin o el discurso prosaico del presentador, pero de repente en la sala se oyó una voz tímida:
— Entrego las divisas.
— Haga el favor de subir al escenario — invitó amablemente el presentador mirando hacia la sala a oscuras.
Un hombre pequeño y rubio apareció en el escenario. A juzgar por su pinta, hacía más de tres semanas que no se afeitaba.
— Dígame, por favor, ¿cómo se llama?
— Nikolái Kanavkin — respondió azorado el hombre.
— Mucho gusto, ciudadano Kanavkin. ¿Bien?
— Entrego — dijo Kanavkin en voz baja.
—¿Cuánto?
— Mil dólares y doscientos rublos en oro.
—¡Bravo! ¿Es todo lo que tiene?
El presentador clavó sus ojos en los de Kanavkin, y a Nikanor Ivánovich le pareció que los ojos del actor despedían rayos que atravesaban a Kanavkin como si fuera rayos X. El público contuvo la respiración.
—¡Le creo! — exclamó por fin el actor apagando su mirada—, ¡le creo! ¡Estos ojos no mienten! Cuántas veces he repetido que la principal equivocación que cometen ustedes es menospreciar los ojos humanos. Quiero que comprendan que la lengua puede ocultar la verdad, pero los ojos ¡jamás! Por ejemplo, si a usted le hacen una pregunta inesperada, usted puede no inmutarse, dominarse en seguida, sabiendo perfectamente qué tiene que decir para ocultar la verdad y decirlo con todo convencimiento sin cambiar de expresión. Pero, la verdad, asustada por la pregunta, salta a sus ojos un instante y… ¡todo ha terminado! La verdad no ha pasado inadvertida y ¡usted está descubierto!
Después de pronunciar estas palabras tan convincentes con mucho calor, el actor inquirió con suavidad.
— Bueno, Kanavkin, ¿dónde lo tiene escondido?
— Donde mi tía Porojóvnikova, en la calle Prechístenka.
—¡Ah! Pero… ¿no es en casa de Claudia Ilínishna?
— Sí.
—¡Ah, ya sé, ya sé!… ¿En una casita pequeña? ¿Con un jardincillo enfrente? ¡Cómo no, sí que la conozco! ¿Y dónde los ha metido?
— En el sótano, en una caja de bombones…
El actor se llevó las manos a la cabeza.
— Pero, ¿han visto ustedes algo igual? — exclamó disgustado—. ¡Pero si se van a cubrir de moho! ¿Es que se pueden confiar divisas a personas así? ¿Eh? ¡Como si fuera un crío pequeño!
El mismo Kanavkin comprendió que había sido una barbaridad y bajó su cabeza melenuda.
— El dinero — seguía el actor— tiene que estar guardado en un banco estatal, en un local seco y bien vigilado, pero no en el sótano de una tía donde, entre otras cosas, lo pueden estropear las ratas. ¡Es vergonzoso, Kanavkin, ni que fuera un niño pequeño!
Kanavkin ya no sabía dónde meterse y hurgaba, azorado, el revés de su chaqueta.
— Bueno — se ablandó el actor—, olvidemos el pasado… — y añadió—: por cierto, y ya para terminar de una vez… y no mandar dos veces el coche…, ¿esa tía suya también tiene algo?
Kanavkin, que no se esperaba este viraje, se estremeció y en la sala se hizo un silencio.
— Oiga, Kanavkin… — dijo el presentador con una mezcla de reproche y cariño—, ¡yo que estaba tan contento con usted! ¡Y que de pronto se me tuerce! ¡Es absurdo, Kanavkin! Acabo de hablar de los ojos. Sí, veo que su tía también tiene algo. ¿Por qué nos hace perder la paciencia?
—¡Sí tiene! — gritó Kanavkin con desparpajo.
—¡Bravo! — gritó el presentador.
—¡Bravo! — aulló la sala.
Cuando todos se hubieron calmado, el presentador felicitó a Kanav
kin, le estrechó la mano, le ofreció su coche para llevarle a casa y ordenó a alguien entre bastidores que el mismo coche fuera a recoger a la tía, invitándola a que se presentara en el auditorio femenino.
— Ah, sí, quería preguntarle, ¿no le dijo su tía dónde guardaba el dinero? — preguntó el presentador ofreciendo a Kanavkin un cigarrillo y fuego. Éste sonrió con cierta angustia mientras lo encendía. — Le creo, le creo — respondió el actor suspirando—. La vieja es tan agarrada que sería incapaz de contárselo no ya a su sobrino, ni al mismo diablo. Bueno, intentaremos despertar en ella algunos sentimientos humanos. A lo mejor no se han podrido todas las cuerdas en su alma de usurera. ¡Adiós, Kanavkin!
Y el afortunado Kanavkin se fue. El presentador preguntó si no había más voluntarios que quisieran entregar divisas, pero la sala respondió con un silencio.
—¡No lo entiendo! — dijo el actor encogiéndose de hombros, y le cubrió el telón. Se apagaron las luces y por unos instantes todos estuvieron a oscuras. Lejos se oía una voz nerviosa, de tenor, que cantaba:
«Hay montones de oro que sólo a mí pertenecen…» Luego llegó el rumor sordo de unos aplausos. — En el teatro de mujeres alguna estará entregando — habló de pronto el vecino pelirrojo y barbudo de Nikanor Ivánovich, y añadió con un suspiro—: ¡si no fuera por mis gansos! Tengo gansos de lucha en Lianósovo… La van a palmar sin mí. Es un ave de lucha muy delicada, necesita muchos cuidados. ¡Si no fuera por los gansos! Porque lo que es Pushkin… a mí no me dice nada — y suspiró.
Se iluminó la sala y Nikanor Ivánovich soñó que por todas las puertas entraban cocineros con gorros blancos y grandes cucharones. Unos pinches entraron en la sala una gran perola llena de sopa y una cesta con trozos de pan negro. Los espectadores se animaron. Los alegres cocineros corrían entre los amantes del teatro, servían la sopa y repartían el pan.
— A comer, amigos — gritaban los cocineros—, ¡y a entregar las divisas! ¡Qué ganas tenéis de estar aquí, comiendo esta porquería! Con lo bien que se está en casa, tomando una copita…
— Tú, por ejemplo, ¿qué haces aquí? —se dirigió a Nikanor Ivánovich un cocinero gordo con el cuello congestionado, y le alargó un plato con una hoja de col nadando solitaria en un líquido.
—¡No tengo! ¡No tengo! ¡No tengo! — gritó Nikanor Ivánovich con voz terrible—. Lo entiendes, ¡no tengo!
—¿No tienes? — vociferó el cocinero amenazador—, ¿no tienes? — preguntó de nuevo con voz cariñosa de mujer—. Bueno, bueno — decía, tranquilizador, convirtiéndose en la enfermera Praskovia Fédorovna.
Ésta sacudía suavemente a Nikanor Ivánovich, cogiéndole por los hombros.
Se disiparon los cocineros y desaparecieron el teatro y el telón. Nikanor Ivánovich, con los ojos llenos de lágrimas, vio su habitación del sanatorio y a dos personas con batas blancas, pero no eran los descarados cocineros con sus consejos impertinentes, sino el médico y Praskovia Fédorovna que tenía en sus manos un platillo con una jeringuilla cubierta de gasa.
—¡Pero qué es esto! — decía amargamente Nikanor Ivánovich, mientras le ponían la inyección—. ¡Si no tengo! ¡Que Pushkin les entregue las divisas! ¡Yo no tengo!
— Bueno, bueno — le tranquilizaba la compasiva Praskovia Fédorovna—, si no tiene, no pasa nada.