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«Me acaba atrepellar tranvía estanques del patriarca entierro viernes tres tarde no faltes berlioz.»

Maximiliano Andréyevich estaba considerado como uno de los hombres más inteligentes de Kíev. La consideración era muy justa. Pero un telegrama así podría desconcertar a cualquiera, por muy inteligente que fuera. Si un hombre telegrafía diciendo que le ha atropellado un tranvía, quiere decir que está vivo. Entonces, ¿a qué viene el entierro? O está muy mal y siente que su muerte está próxima. Es posible, pero tanta precisión es muy extraña: ¿cómo sabe que le van a enterrar el viernes a las tres de la tarde? Desde luego, el telegrama era muy raro.

Pero las personas inteligentes son inteligentes precisamente para resolver problemas difíciles. Era muy sencillo. La palabra «me» pertenecía a otro telegrama, sin duda alguna debería decir «a Berlioz», que es por error la palabra que figura al final. Con esta corrección el telegrama tenía sentido, aunque, naturalmente, un sentido trágico.

Maximiliano Andréyevich sólo esperó, para emprender rápidamente viaje a Moscú, que a su mujer se le pasara el ataque de dolor que sufría.

Tenemos que descubrir un secreto de Maximiliano Andréyevich. Indiscutiblemente le daba pena que el sobrino de su mujer hubiera perecido en la flor de la vida. Pero él era un hombre de negocios y pensaba cuerdamente que no había ninguna necesidad de hacer acto de presencia en el entierro. A pesar de eso, tenía mucha prisa en ir a Moscú. ¿Cuál era la razón? El piso. Un piso en Moscú es una cosa muy importante. Por incomprensible que parezca, a Maximiliano Andréyevich no le gustaba Kíev, y estaba tan obsesionado con el traslado a Moscú que empezó a padecer insomnios.

No le producía ninguna alegría el hecho de que el Dniéper se desbordase en primavera, cuando el agua, cubriendo las islas de la orilla baja, se unía con la línea del horizonte. No le alegraba tampoco la magnífica vista que se divisaba desde el pedestal del monumento al príncipe Vladímir. No le hacían ninguna gracia las manchas de sol que jugaban sobre los caminitos de ladrillo, en la colina Vladímirskaya. No le interesaba nada de aquello, lo único que quería era trasladarse a Moscú.

Los anuncios que pusiera en los periódicos para cambiar el piso de la calle Institútskaya en Kíev por un piso más pequeño en Moscú no daban ningún resultado. No le solían hacer ofertas, y si alguna vez lo hacían, eran siempre proposiciones abusivas.

El telegrama conmovió profundamente a Maximiliano Andréyevich. Era una ocasión única y sería pecado desperdiciarla. Los hombres de negocios saben muy bien que oportunidades así no se repiten.

En resumen, que, a pesar de las dificultades, había que arreglárselas para heredar el piso del sobrino. Sí, iba a ser difícil, muy difícil; pero, costase lo que costase, se superarían las dificultades. El experto Maximiliano Andréyevich sabía que el primer paso imprescindible era inscribirse como inquilino, aunque fuera provisionalmente, en las tres habitaciones de su difunto sobrino.

El viernes por la tarde, Maximiliano Andréyevich atravesaba la puerta de la oficina de la Comunidad de Vecinos del inmueble número 302 bis de la calle Sadóvaya, de Moscú.

En una habitación estrecha, en la que, colgado en una pared, había un viejo cartel que mostraba en varios cuadros el modo de devolver la vida a los que se ahogasen en un río, detrás de una mesa de madera estaba sentado un hombre sin afeitar, de edad indefinida y mirada inquieta.

—¿Podría ver al presidente de la Comunidad de Vecinos? — inquirió cortés el economista planificador, quitándose el sombrero y dejando el maletín sobre una silla desocupada.

Esta pregunta, que parecía tan normal, desagradó sobremanera al hombre que estaba sentado detrás de la mesa. Cambió de expresión y, desviando la mirada, asustado, murmuró de modo ininteligible que el presidente no estaba.

—¿Estará en su casa? — preguntó Poplavski—. Tengo que hablar con él de un asunto urgente.

La respuesta del hombre fue algo incoherente, pero se podía deducir que el presidente tampoco estaba en su casa.

—¿Y cuándo estará?

El hombre no contestó nada y se puso a mirar por la ventana con gesto triste.

«Ah, bueno», dijo para sí el clarividente Poplavski, y preguntó por el secretario.

El hombre extraño se puso rojo del esfuerzo y contestó, ininteligiblemente también, que el secretario tampoco estaba…, que no sabía cuándo volvería y que estaba… enfermo.

«¡Ah! bien», se dijo Poplavski.

— Pero habrá alguien encargado de la comunidad, ¿no?

— Yo — respondió el hombre con voz débil.

— Verá usted — habló Poplavski con aire autoritario—, soy el único heredero del difunto Berlioz, mi sobrino, que, como usted sabrá, murió en «Los Estanques del Patriarca», y me creo en el derecho, según la ley, de recibir la herencia, que consiste en nuestro apartamento número 50.

— No estoy al corriente, camarada — le interrumpió, angustiado, el hombre.

— Usted perdone — dijo Poplavski con voz sonora— como miembro del comité es su deber…

Entró entonces un ciudadano en la habitación y el que estaba sentado detrás de la mesa palideció nada más verle.

—¿Piatnazhko, miembro del comité? —preguntó el que acababa de entrar.

— Soy yo — apenas se oyó la respuesta.

El que acababa de entrar se acercó y le dijo algo al oído al de la mesa, el cual, muy contrariado, se levantó de su asiento. A los pocos segundos Poplavski estaba solo en la habitación.

«¡Qué complicación! ¡Mira que todos al mismo tiempo!», pensó con despecho Poplavski, cruzando el patio de asfalto y dirigiéndose apresurado al apartamento número 50.

Le abrieron la puerta nada más llamar y Maximiliano Andréyevich entró en el oscuro vestíbulo. Se sorprendió un poco, porque no se sabía quién le había abierto la puerta: en el vestíbulo no había nadie, sólo un enorme gato negro sentado en una silla.

Maximiliano Andréyevich tosió y avanzó varios pasos: se abrió la puerta del despacho y en el vestíbulo entró Koróviev. Maximiliano Andréyevich hizo una inclinación cortés y digna al mismo tiempo, y dijo:

— Me llamo Poplavski. Soy el tío…

Antes de que pudiera acabar la frase, Koróviev sacó un pañuelo sucio del bolsillo, se tapó la cara con él y se echó a llorar.

— …del difunto Berlioz.

—¡Claro! — interrumpió Koróviev, descubriéndose la cara—. ¡En cuanto le vi pensé que era usted! — y, estremecido por el llanto, exclamó—: ¡Qué desgracia! Pero qué cosas pasan, ¿eh?

—¿Le atropello un tranvía? — susurró Poplavski.

—¡Un atropello mortal! — se lamentó Koróviev, y las lágrimas corrieron torrenciales bajo los impertinentes—. ¡Mortal! Lo presencié. Figúrese, ¡zas! y la cabeza fuera. La pierna derecha, ¡zas! ¡por la mitad! La izquierda, ¡zas! ¡por la mitad! ¡Ya ve a lo que conducen los tranvías! — y, al parecer, sin poderse contener más, Koróviev ocultó la nariz en la pared, junto a un espejo, sacudido por los sollozos.

El tío de Berlioz estaba sinceramente sorprendido por la actitud del desconocido. «Y luego dicen que ya no hay gente de buen corazón», pensó, notando que le empezaban a picar los ojos. Pero al mismo tiempo una nube desagradable le cubrió el alma y una idea le picó como una serpiente: ¿no se habrá inscrito este hombre tan bueno en el piso del difunto? No sería la primera vez que ocurría una cosa así.

— Perdón, ¿era usted amigo de mi querido Misha? — preguntó el economista, enjugándose con una manga el ojo izquierdo, seco, y con el derecho, estudiando a Koróviev, conmovido por aquella tristeza. Pero el llanto era tan desesperado que no se le podía entender nada, excepto la repetida frase de «¡zas, y por la mitad!». Harto de llorar, Koróviev se apartó, por fin, de la pared.