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El que estaba asando la carne se volvió, asustando al barman con su colmillo, y le alargó una banqueta de roble. No había ningún otro lugar donde sentarse en la habitación.

El barman habló:

— Muchas gracias — y se sentó en la banqueta. La pata de atrás se rompió ruidosamente y el barman se dio un buen golpe en el trasero. Al caer arrastró otra banqueta que estaba delante de él, y se le derramó sobre el pantalón una copa de vino tinto.

El artista exclamó:

—¡Ay! ¿No se ha hecho daño?

Asaselo ayudó a levantarse al barman y le dio otro asiento. El barman rechazó con voz doliente la proposición del dueño de que se quitara el pantalón para secarlo al fuego, y muy incómodo con su ropa mojada, se sentó receloso en otra banqueta.

— Me gustan los asientos bajos — habló el artista—, la caída tiene siempre menor importancia. Bien, estábamos hablando del esturión. Mi querido amigo, ¡tiene que ser fresco, fresco, fresco! Ése debe ser el lema de cualquier barman. ¿Quiere probar esto?

A la luz rojiza de la chimenea brilló un sable, y Asaselo puso un trozo de carne ardiendo en un platito de oro, la roció con jugo de limón y dio al barman un tenedor de dos dientes.

— Muchas gracias… es que…

— Pruébelo, pruébelo, por favor.

El barman cogió el trozo de carne por compromiso: en seguida se dio cuenta de que lo que estaba masticando era muy fresco y, algo más importante, extraordinariamente sabroso. Pero de pronto, mientras saboreaba la carne jugosa y aromática, estuvo a punto de atragantarse y caerse de nuevo. Del cuarto de al lado salió volando un pájaro grande y oscuro, que rozó con su ala la calva del barman. Cuando se posó en la repisa de la chimenea junto al reloj, resultó ser una lechuza. «¡Dios mío!» pensó Andréi Fókich, que era nervioso como todos los camareros. «¡Vaya pisito!»

—¿Una copa de vino? ¿Blanco o tinto? ¿De qué país lo prefiere a esta hora del día?

— Gracias… no bebo…

—¡Hace mal! ¿No le gustaría jugar una partida de dados? ¿O le gustan otros juegos? ¿El dominó, las cartas?

— No juego a nada — respondió el barman ya cansado.

—¡Pues hace mal! — concluyó el dueño—. Digan lo que digan, siempre hay algo malo escondido en los hombres que huyen del vino, de las cartas, de las mujeres hermosas o de una buena conversación. Esos hombres o están gravemente enfermos, o tienen un odio secreto a los que les rodean. Claro que hay excepciones. Entre la gente que se ha sentado conmigo a la mesa en una fiesta, ¡había a veces verdaderos sinvergüenzas!… Muy bien, estoy dispuesto a escucharle.

— Ayer estuvo usted haciendo unos trucos…

—¿Yo? — exclamó el mago sorprendido—; ¡por favor, qué cosas tiene! ¡Si eso no me va nada!

— Usted perdone — dijo anonadado el barman—. Pero… la sesión de magia negra…

—¡Ah, sí, ya comprendo! Mi querido amigo, le voy a descubrir un secreto. No soy artista. Tenía ganas de ver a los moscovitas en masa y lo más cómodo era hacerlo en un teatro. Por eso mi séquito — indicó con la cabeza al gato— organizó la sesión, yo no hice más que observar a los moscovitas sentado en mi sillón. Pero no cambie de cara y dígame: ¿y qué le ha hecho acudir a mí que tenga que ver con la sesión?

— Con su permiso, entre otras cosas, volaron algunos papelitos del te-cho… — el barman bajó el tono de voz y miró alrededor, avergonzado— y todos los recogieron. Llega un joven al bar, me da un billete de diez rublos, y yo le devuelvo ocho cincuenta… después otro…

—¿También joven?

— No, de edad. Luego otro más, y otro… Yo les daba el cambio. Y hoy me puse a hacer caja y tenía unos recortes de papeles en vez del dinero. Han estafado al bar una cantidad de ciento nueve rublos.

—¡ Ay, ay! — exclamó el artista—, ¿pero es cierto que creyeron que era dinero auténtico? No puedo ni suponer que lo hayan hecho conscientemente.

El barman le dirigió una mirada turbia y angustiada, pero no dijo ni una palabra.

—¿No serán unos cuantos granujas? — preguntó el mago preocupado—. ¿Es que hay granujas en Moscú?

La respuesta del barman fue nada más que una sonrisa, lo que hizo disipar todas las dudas: sí, en Moscú hay granujas.

—¡Qué bajeza! — se indignó Voland—. Usted es un hombre pobre… ¿verdad que es pobre?

El barman hundió la cabeza entre los hombros y quedó claro que era un hombre pobre.

—¿Qué tiene ahorrado?

El tono de la pregunta era bastante compasivo, pero no era lo que se puede llamar una pregunta hecha con delicadeza. El barman se quedó cortado.

— Doscientos cuarenta y nueve mil rublos en cinco cajas de ahorro contestó de otra habitación una voz cascada-y en su casa, debajo de los baldosines, dos mil rublos en oro.

El barman parecía haberse pegado al taburete.

— Bueno, en realidad, eso no es mucho — dijo Voland con aire condescendiente—, aunque tampoco lo va a necesitar. ¿Cuándo piensa morirse?

El barman se indignó.

— Eso no lo sabe nadie y además, a nadie le importa — respondió.

— Vamos, ¡que nadie lo sabe! — se oyó desde el despacho la misma odiosa voz—. ¡Ni que fuera el binomio de Newton! Morirá dentro de nueve meses, en febrero del año que viene, de cáncer de hígado, en la habitación número 4 del hospital clínico.

El barman estaba amarillo.

— Nueve meses — dijo Voland pensativo—, doscientos cuarenta y nueve mil… resulta aproximadamente veintisiete mil al mes… no es mucho, pero viviendo modestamente tiene bastante… además, el oro…

— No podrá utilizar su oro — intervino la misma voz de antes, que le helaba la sangre al barman—. En cuanto muera Andréi Fókich derrumbarán inmediatamente la casa y el oro irá a parar al Banco del Estado

— Por cierto, no le aconsejo que se hospitalice — continuaba el artista—. ¿Qué sentido tiene morirse en un cuarto al son de los gemidos y suspiros de enfermos incurables? ¿No sería mejor que diera un banquete con esos veintisiete mil rublos y que se tomara un veneno para trasladarse al otro mundo al ritmo de instrumentos de cuerda, rodeado de bellas mujeres embriagadas y de amigos alegres?

El barman permanecía inmóvil, avejentado de repente. Unas sombras oscuras le rodeaban los ojos, le caían los carrillos y le colgaba la mandíbula.

—¡Pero me parece que estamos soñando! — exclamó el dueño—. ¡Vayamos al grano! Enséñeme sus recortes de papel.

El barman, nervioso, sacó del bolsillo el paquete, lo abrió y se quedó pasmado: el papel de periódico envolvía billetes de diez rublos.

— Querido amigo, usted está realmente enfermo — dijo Voland, encogiéndose de hombros.

El barman, con una sonrisa de loco, se levantó del taburete.

— Yyy… — dijo, tartamudeando— y si otra vez… se vuelve eso…

— Hmm… — el artista se quedó pensativo—. Entonces vuelva por aquí. Encantados de verle siempre que quiera, he tenido mucho gusto en conocerle…

Koróviev salió del despacho, le agarró la mano al barman y sacudiéndosela, pidió a Andréi Fókich que saludara a todos, pero absolutamente a todos. Sin llegar a entender lo que estaba sucediendo, el barman salió al vestíbulo.

—¡Guela, acompáñale! — gritaba Koróviev.

¡Y de nuevo apareció en el vestíbulo la pelirroja desnuda!

El barman se lanzó a la puerta, articuló un «adiós» y salió como borracho.

Dio varios pasos, luego se paró, se sentó en un peldaño, sacó el paquete y comprobó que los billetes seguían allí.

Del piso de al lado salió una mujer con una bolsa verde. Al ver al hombre, sentado en la escalera, mirando embobado sus billetes de diez rublos, la mujer se sonrió y dijo, pensativa: