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Margarita colgó el auricular. En el cuarto de al lado se oyó el paso de alguien que cojeaba y como si algún objeto de madera golpease la puerta. Margarita la abrió y entró bailando en el dormitorio la escoba con las cerdas para arriba. El palo redoblaba en el suelo, daba patadas e intentaba salir por la ventana como fuera. Margarita dio un grito de alegría y se montó en la escoba. Sólo entonces le pasó por la cabeza la idea de que con todo aquel lío había olvidado vestirse. Siempre galopando sobre la escoba se acercó a la cama y cogió lo primero que encontró a mano: una combinación azul. Moviéndola como si fuera un estandarte, echó a volar por la ventana. El vals sonó con más potencia.

Margarita se deslizó desde la ventana hacia abajo y vio a Nikolái Ivánovich.

Estaba como petrificado en el banco, verdaderamente perplejo, escuchando los gritos y los ruidos que procedían del dormitorio iluminado del piso de arriba.

—¡Adiós, Nikolái Ivánovich! — gritó Margarita, bailando frente a él.

Él suspiró y empezó a resbalarse por el banco, trató de agarrarse con las manos y dejó caer al suelo su cartera.

—¡Adiós! ¡Para siempre! ¡Me voy! — gritaba Margarita dominando la música del vals. Y dándose cuenta de que la combinación no le servía para nada, la arrojó a la cabeza de Nikolái Ivánovich, con una risa sarcástica. El hombre, cegado, cayó del banco sobre los ladrillos del camino.

Margarita se volvió para mirar por última vez el palacete en el que había sufrido tanto tiempo y vio en la iluminada ventana la cara de Natasha, con los ojos desorbitados por el asombro.

—¡Adiós, Natasha! — gritó Margarita, y levantó el cepillo—. ¡Invisible! ¡Invisible! — gritó con fuerza, y dejó atrás la verja, pasando entre las ramas de los arces, que le dieron en la cara. Estaba en la calle. El vals, completamente enloquecido, la seguía.

21. EL VUELO

¡Invisible y libre! ¡Invisible y libre!… Después de pasar por su calle, Margarita se encontró en otra, que la cortaba perpendicularmente. Cruzó de prisa esta calle larga, remendada y tortuosa, con la puerta inclinada de una droguería, en la que vendían petróleo por litros y un insecticida, y comprendió que, incluso siendo completamente libre e invisible, también en el placer había que conservar la razón. Milagrosamente consiguió frenar un poco y no se mató, estrellándose contra un poste de una esquina, viejo y torcido. Dio un viraje y apretó con fuerza la escoba, voló más despacio, evitando los cables eléctricos y los rótulos, que colgaban atravesando las acera. La tercera bocacalle salía a Arbat. Margarita ya se había acostumbrado al dominio de la escoba, notó que obedecía al menor movimiento de sus brazos y piernas y que al volar sobre la ciudad tenía que ir muy atenta y no alborotar demasiado. Además, ya en su calle había observado que los transeúntes no la veían. Nadie levantaba la cabeza, nadie gritaba «¡Mira! ¡mira!», ni se echaba hacia un lado, ni chillaba, ni se desmayaba, ni reía enloquecido. Margarita volaba en silencio, con lentitud y no a mucha altura, a la de un segundo piso, aproximadamente. Pero a pesar de ello, al llegar a Arbat, con sus luces deslumbrantes, se desvió un poco y se dio en el hombro contra un disco iluminado con una flecha. Margarita se enfadó. Detuvo la obediente escoba, se apartó a un lado y luego, lanzándose sobre el disco, lo rompió en pedazos con el mango de la escoba. Los cristales cayeron con el consiguiente estrépito, los transeúntes se apartaron hacia un lado, se oyeron silbidos, pero Margarita, consumada su inútil travesura, se echó a reír.

«En Arbat hay que tener más cuidado — pensó Margarita—, está todo enredadísimo y no hay quien lo entienda.»

Siguió volando, sorteando los cables. Debajo de ella pasaban capots de los trolebuses, de los autobuses y de los coches; y desde allí arriba tenía la impresión de que por las aceras corrían ríos de gorras. De los ríos nacían unos riachuelos que desembocaban en las encendidas fauces de las tiendas nocturnas.

«¡Qué aglomeración! — pensó Margarita con enfado—. Si no hay dónde moverse.»

Margarita cruzó la calle de Arbat, ascendió hasta la altura de un cuarto piso y, rozando los brillantes tubos de luz del teatro, pasó a una callecita estrecha de casas altas. Estaban abiertas todas las ventanas y de todas salía música de aparatos de radio. Margarita se asomó a una de ellas. Era una cocina. Dos hornillos de petróleo aullaban sobre el fogón, y junto a ellos discutían dos mujeres con cucharas en la mano.

— Le diré, Pelagueya Petrovna, que hay que apagar la luz al salir del retrete — decía una de ellas, que estaba delante de una cacerola con algo de comer, evaporándose—; si no, presentaremos una denuncia para que la desalojen.

—¡Como si usted no hubiese roto un plato nunca! — replicaba la otra.

— Las dos han roto platos muchas veces — dijo Margarita con voz sonora, adentrándose un poco en la cocina.

Las dos contrincantes se volvieron hacia la ventana, estaban inmóviles, con las sucias cucharas en la mano. Margarita estiró una mano con cuidado, e introduciéndola entre las dos mujeres, dio vuelta a las llaves de los hornillos y los apagó. Las mujeres dieron un grito y se quedaron boquiabiertas. Pero Margarita ya no tenía nada más que hacer en la cocina y salió a la calle.

Le llamó la atención un suntuoso edificio de ocho pisos, al parecer recién construido, que estaba al final de la calle. Empezó a descender, y al aterrizar se fijó en la fachada, revestida de mármol negro; las puertas eran grandes, y a través de los cristales se veía una gorra con galón dorado y los botones del conserje. Sobre la puerta había un letrero, también dorado, que decía: «Casa del Dramlit».

Margarita se quedó mirando el letrero, tratando de descifrar el significado de aquella palabra: «Dramlit». Con la escoba bajo el brazo, Margarita entró en el portal, empujando con la puerta al sorprendido conserje y vio en la pared, junto al ascensor, una gran tabla negra, con unos letreros blancos que indicaban los nombres de los inquilinos y los números de sus pisos. Al ver el letrero de arriba que decía «Casa de dramaturgos y literatos», Margarita lanzó un grito furioso y ahogado. Se elevó en el aire y empezó a leer con ávido interés los apellidos: Jústov, Dvubratski, Kvant, Beskúndnikov, Latunski…

—¡Latunski! — gritó Margarita—. ¡Latunski! pero si es él… ¡el que hundió al maestro!

El conserje, asombrado, con los ojos fuera de las órbitas, dio un res-pingo, se quedó mirando la tabla, tratando de entender aquel milagro. ¿Cómo es que la lista de inquilinos había gritado?

Mientras tanto, Margarita subía velozmente por la escalera, repitiendo con entusiasmo:

— Latunski, 84… Latunski, 84…

A la izquierda, el 82; a la derecha, 83; más arriba, a la izquierda, 84. ¡Era allí! Y una placa: «O. Latunski».

Margarita descendió de la escoba de un salto y sus recalentados talones percibieron con delicia el frío del suelo de piedra. Margarita llamó una vez y otra. Nadie abría. Apretó con más fuerza el botón del timbre y oyó el alboroto que se armaba en la casa de Latunski. Sí, el que vivía en el piso 84 tendría que estar agradecido el resto de sus días al difunto Berlioz porque el presidente de MASSOLIT había sido atropellado por un tranvía y la reunión funeral estaba convocada precisamente para aquella tarde. El crítico Latunski había nacido bajo una estrella afortunada que le evitó el encuentro con Margarita, convertida en bruja precisamente el mismo viernes.

En vista de que nadie abría la puerta, Margarita descendió volando a toda velocidad; contando los pisos en su camino descendente, salió a la calle y miró hacia arriba, calculando qué piso sería el de Latunski. No cabía duda, eran aquellas cinco ventanas oscuras de la esquina del edificio, en el octavo piso. Margarita se elevó de nuevo y a los pocos segundos entraba por la ventana en un cuarto oscuro en el que sólo había un estrecho caminito plateado por la luna. Tomó corriendo este caminito y encontró la llave de la luz. En un instante quedó iluminado todo el piso. Dejó la escoba en un rincón. Al cerciorarse de que en la casa no había nadie, Margarita abrió la puerta de la escalera para ver la placa. Había acertado. Era el lugar buscado por ella.