Cuentan que, todavía hoy, el crítico Latunski palidece al recordar aquella espantosa tarde y aún pronuncia el nombre de Berlioz con adoración. Nadie sabe qué oscuro y repugnante crimen podría haberse cometido aquella tarde: al volver de la cocina, Margarita llevaba en la mano un pesado martillo.
La invisible voladora trataba de convencerse y de contenerse, pero le temblaban las manos de impaciencia. Apuntando con tino, Margarita golpeó las teclas del piano y en toda la casa retumbó un alarido quejumbroso. El instrumento de Bekker, que no tenía la culpa de nada, gritó desaforadamente. Se hundieron sus teclas y volaron las chapitas de marfil. El instrumento aullaba, resonaba y gemía. La tabla superior barnizada se rompió de un martillazo, sonando como el disparo de un revólver. Margarita, sofocada, rompía y aplastaba las cuerdas. Por fin, muerta de cansancio, se derrumbó en un sillón para recobrar la respiración.
De la cocina y del baño llegaba el zumbido alarmante del agua. «Parece que el agua ya está llegando al suelo… — pensó Margarita, y dijo en voz alta—: No hay tiempo que perder.»
De la cocina llegaba al vestíbulo un verdadero torrente. Chapoteando en el agua con sus pies descalzos, Margarita llevaba cubos de agua al despacho del crítico. Rompió con el martillo las puertas de las librerías del despacho y corrió al dormitorio. Rompió el armario de luna, sacó un traje del crítico y lo metió en la bañera. Volcó un tintero lleno encima de la pomposa cama de matrimonio.
Todos estos estropicios que hacía le causaban gran satisfacción, pero le seguía pareciendo que no eran suficientes. Por eso se puso a destrozar todo lo que le venía entre manos. Rompía los tiestos de ficus que estaban en la habitación del piano. Sin terminar de hacerlo, volvía al dormitorio y con un cuchillo de cocina deshacía las sábanas, destrozaba las fotografías enmarcadas. No sentía cansancio, pero estaba chorreando sudor.
En el piso número 82, debajo del de Latunski, a la criada del dramaturgo Kvant, que estaba tomando el té en la cocina, le extrañó el ruido de pasos que llegaba de arriba. Levantó los ojos al techo: estaba cambiando de color, ya no era blanco, sino grisáceo y azulado. La mancha se agrandó ante sus ojos y de pronto aparecieron unas gotas.
Esto la dejó inmovilizada de sorpresa, hasta que del techo empezó a caer una verdadera lluvia que golpeaba en el suelo. Se incorporó y puso debajo de la gotera una palangana, pero no sirvió de nada, porque la lluvia abarcaba una superficie cada vez mayor, caía sobre la cocina de gas y sobre la mesa llena de cacharros. Dio un grito y corrió a la escalera. Sonó el timbre en el piso de Latunski.
— Bueno, ya empezamos… Es hora de irse — dijo Margarita, y se montó en la escoba. Por el ojo de la cerradura entraba una voz de mujer.
—¡Abran! ¡Abran! ¡Dusia, ábreme! ¡Que se ha salido el agua! ¡Estamos inundados!
Margarita se elevó un metro en el aire y dio un golpe en la araña de cristal. Estallaron las dos bombillas y volaron por toda la casa los colgantes. Cesaron los gritos en la cerradura y por la escalera se oyó ruido de pasos. Margarita salió volando por la ventana; desde fuera dio un ligero golpe en el cristal.
La ventana protestó y por la pared cubierta de mármol cayó una lluvia de cristales. Margarita se acercó a otra ventana. Abajo, lejos de ella, corría la gente, y uno de los dos coches que estaban junto a la acera se puso en marcha ruidosamente.
Al terminar con las ventanas de Latunski, Margarita voló hacia el piso vecino. Los golpes se hicieron más frecuentes y la bocacalle se llenó de ruidos estrepitosos. Del primer portal salió corriendo el portero, miró hacia arriba; se quedó unos instantes indeciso, sin saber qué hacer, luego cogió un silbato y silbó como un loco. Margarita, animada por el silbido, rompió con gusto especial el último cristal del piso octavo; luego bajó al séptimo y siguió destrozando cristales.
El conserje, harto de estar matando las horas detrás de las puertas de cristal, ponía en el silbido toda su alma, siguiendo los movimientos de Margarita, como acompañándola. Durante las pausas, mientras Margarita volaba de una ventana a otra, el portero cogía aire, y con cada golpe de Margarita inflaba los carrillos y su silbido llegaba hasta el cielo.
Sus esfuerzos, unidos a los de la enfurecida Margarita, dieron buen resultado. En la casa reinaba el pánico. Se abrían las ventanas que quedaban enteras, se asomaban cabezas que volvían a esconderse inmediatamente. Por el contrario, las ventanas abiertas se cerraban. En las ventanas de las casas de enfrente aparecían sobre un fondo iluminado siluetas oscuras de hombres que trataban de comprender por qué en la nueva casa del Dramlit se rompían los cristales sin razón alguna.
En la calle, la gente corría hacia la casa del Dramlit, y por todas las escaleras interiores subían y bajaban hombres sin orden ni concierto. La muchacha de Kvant gritaba a todos los que corrían por la escalera que su casa estaba inundada; pronto se unió a ella la muchacha de Jústov, del piso número 80, debajo del de Kvant. En casa de Jústov caía el agua en la cocina y en el cuarto de baño.
En casa de Kvant se derrumbó una capa bastante considerable del cielo raso, rompiendo todos los cacharros sucios, y en seguida empezó a caer un verdadero chaparrón; el agua caía a cántaros a través del chillado descompuesto. Se oía gritar en la escalera.
Al pasar junto a la penúltima ventana del cuarto piso, Margarita miró al interior. Un hombre aterrorizado se había puesto una careta antigás. Margarita dio un golpe en la ventana con el martillo y el hombre se asustó y desapareció.
Inesperadamente, se calmó el terrible caos. Margarita se deslizó hasta el tercer piso y echó una mirada por la última ventana, tapada con una leve cortina. En la habitación brillaba una luz débil bajo una pantalla. Un niño de unos cuatro años, sentado en una cuna con barrotes a los lados, escuchaba asustado los ruidos de la casa. No había personas mayores en la habitación; por lo visto habían salido.
— Están rompiendo los cristales — dijo el niño, y llamó—: ¡Mamá!
Nadie le respondió.
—¡Mamá, tengo miedo!
Margarita corrió la cortina y entró por la ventana.
— Tengo miedo — repitió el chico, temblando ya.
— No tengas miedo, pequeño — le dijo Margarita, tratando de suavizar su terrible voz enronquecida por el aire—, son los chicos, que han roto unos cristales.
—¿Con un tirador?
— Sí, con un tirador — afirmó Margarita—. Duerme tranquilo.
— Ha sido Sítnik — dijo el niño—, él tiene un tirador.
—¡Claro que ha sido él!
El chico miró a un lado con aire malicioso y preguntó:
— Y tú, ¿dónde estás?
— No estoy — contestó Margarita—, estás soñando.
— Eso es lo que pienso — dijo el chico.
— Acuéstate — le ordenó Margarita—; pon una mano debajo de la cara y seguirás soñando conmigo.
— Bueno, a ver si te veo — asintió el chico, y se tumbó con la mano bajo la mejilla.
— Te voy a contar un cuento — habló Margarita, y puso su mano ardiente sobre la cabeza del niño, con el pelo recién cortado—. Érase una vez una mujer… No tenía hijos y no era feliz. Se pasó mucho tiempo llorando y luego se enfadó… —Margarita dejó de hablar y retiró la mano: el niño se había dormido.