Junto a una losa hizo bajar a Margarita, que no preguntaba nada, y le entregó su escoba; luego puso en marcha el coche, apuntando a un barranco que estaba detrás del cementerio. El coche cayó allí con estrépito y pereció. El grajo hizo un respetuoso saludo con la mano, montó en la rueda y salió volando.
Y en seguida apareció por detrás de un mausoleo una capa negra. Brilló un colmillo a la luz de la luna y Margarita reconoció a Asaselo. Asaselo la invitó con un gesto a montarse en la escoba y montó él en un largo florete; se elevaron en el aire y, sin ser vistos por nadie, descendieron a pocos segundos junto a la casa número 302 bis de la Sadóvaya.
Cuando atravesaban el portón, llevando bajo el brazo el estoque y la escoba, Margarita se fijó en un hombre con gorra y botas altas que parecía muy impaciente; seguramente estaba esperando a alguien. A pesar de que los pasos de Margarita y Asaselo eran muy ligeros, el hombre solitario los percibió, y se estremeció asustado, sin saber de dónde provenían.
Junto al sexto portal se encontraron con otro hombre que se parecía sorprendentemente al primero. Se repitió lo que acababa de ocurrir; ruido de pasos…, el hombre se volvió asustado y frunció el entrecejo. Cuando la puerta se abrió y se cerró, echó a correr detrás de los transeúntes invisibles, se asomó al portal, pero, como era de esperar, no vio a nadie.
Otro hombre, igual que el primero y el segundo, estaba de guardia en el descansillo de la escalera del tercer piso. Fumaba un tabaco muy fuerte y a Margarita le dio un ataque de tos al pasar junto a él. El fumador se levantó del banco como si le hubieran pinchado, mirando alrededor inquieto, se acercó a la barandilla de la escalera y miró hacia abajo. Margarita y su acompañante ya estaban ante la puerta del piso número 50.
No tuvieron que llamar a la puerta. Asaselo la abrió silenciosamente con su propia llave.
La primera sorpresa que recibió Margarita fue la oscuridad en la que se encontró. El vestíbulo estaba oscuro como una cueva; Margarita, temiendo tropezar, se agarró involuntariamente a la capa de Asaselo. Arriba, lejos, apareció la pequeña luz de un candil que se aproximaba hacia ellos. Asaselo le quitó a Margarita la escoba, que desapareció en la oscuridad sin hacer el menor ruido.
Empezaron a subir por una escalera ancha, que a Margarita se le hizo interminable. No podía comprender cómo en un piso corriente de Moscú podía caber una escalera tan extraordinaria, invisible e interminable. Terminó la subida y Margarita comprendió que estaban en el descansillo de la escalera. La luz estaba allí y Margarita vio la cara iluminada de un hombre alto de negro, que sostenía en la mano el candil. Todos los que habían tenido la desgracia de encontrarse con él en aquellos días le hubieran reconocido incluso a la débil luz del candil. Era Koróviev, alias Fagot.
Su aspecto había cambiado bastante. La llama vacilante ya no se reflejaba en los impertinentes rotos, inservibles desde hacía tiempo, sino en un monóculo, también roto. En su cara insolente se destacaba el bigotito rizado, y su negra vitola tenía fácil explicación: iba vestido de frac. Sólo el pecho iba de blanco.
El mago, el chantre, el hechicero, el intérprete, o lo que fuera; bueno, Koróviev hizo una reverencia y, con el candil, un gesto invitando a Margarita a seguirle. Asaselo desapareció.
«¡Qué tarde más asombrosa! — pensaba Margarita—; me esperaba cualquier cosa menos esto. ¿Les habrán cortado la luz? Pero lo más raro de todo es la extensión de este lugar… ¿Cómo ha podido meterse todo esto en un piso de Moscú? ¡Es sencillamente incomprensible!»
A pesar de la luz tan débil que daba el candil de Koróviev, Margarita comprendió que se encontraba en una sala enorme, con una columnata que a primera vista parecía interminable. Koróviev se paró junto a un pequeño sofá, dejó su candil en un pedestal; con un gesto invitó a Margarita a sentarse y él mismo se colocó a su lado en una postura pintoresca, apoyándose en el pedestal.
— Permítame que me presente — habló Koróviev—: soy Koróviev. ¿Le extraña que no haya luz? Habrá pensado que estamos haciendo economías. ¡Nada de eso! ¡Que el primer verdugo de los que un poco más tarde tengan el honor de besar su rodilla me corte la cabeza en este pedestal si es así! Lo que sucede es que a messere no le gusta la luz eléctrica y no la daremos hasta el último momento. Entonces, créame, no se notará la falta de luz. Incluso sería preferible que hubiera algo menos.
A Margarita le agradó Koróviev y su verborrea logró tranquilizarla.
— No, no — contestó Margarita—, lo que más sorprende es cómo han he-cho para meter todo esto — hizo un gesto con la mano, indicando la amplitud del salón.
Koróviev sonrió con cierta dulzura y unas sombras se movieron en las arrugas de su nariz.
—¿Esto? ¡Sencillísimo! — contestó—. Quien conozca bien la quinta dimensión puede ampliar cualquier local todo lo que quiera y sin ningún esfuerzo, y además, le diré, estimada señora, que hasta unos límites incalculables. Yo, personalmente — siguió Koróviev—, he conocido a gente que no tenía ni la menor idea sobre la quinta dimensión, ni sobre nada, y que hacía verdaderos milagros en eso de agrandar sus viviendas. Por ejemplo, me han hablado de un ciudadano que recibió un piso de tres habitaciones y, sin conocer la quinta dimensión ni demás trucos, la convirtió en un piso de cuatro, dividiendo con un tabique una de las habitaciones. Después cambió este piso por dos separados en distintos barrios de Moscú: uno de tres y otro de dos habitaciones. Convendrá us-ted conmigo en que ya eran cinco habitaciones. Uno de ellos lo cambió por dos pisos de dos y, como fácilmente comprenderá, se hizo dueño de seis habitaciones, aunque completamente dispersas en Moscú. Cuando se disponía a efectuar el último canje, y el más brillante, insertando un anuncio para cambiar seis habitaciones en distintos barrios por un piso de cinco, sus actividades, y por razones ajenas a su voluntad, quedaron paralizadas. Puede que ahora tenga alguna habitación, pero me atrevo a asegurar que no será en Moscú. Ya ve usted, ¡qué lagarto, y luego me habla de la quinta dimensión!
Aunque Margarita no había dicho ni una palabra sobre la quinta dimensión y el que lo decía todo era Koróviev, se echó a reír con desenfado por la historia sobre las andanzas del industrioso adquirente de pisos. Koróviev siguió hablando.
— Bueno, vamos al grano, Margarita Nikoláyevna. Usted es una mujer muy inteligente y ya habrá comprendido quién es nuestro señor.
A Margarita le dio un vuelco el corazón y asintió con la cabeza.
— Muy bien — decía Koróviev—, no nos gustan las reticencias ni los misterios. Messere ofrece todos los años una fiesta. Se llama el Baile del Plenilunio Primaveral, o de Los Cien Reyes. ¡Cuánta gente! — Koróviev se llevó la mano a un carrillo, como si le doliera una muela—. Bueno, usted misma lo va a ver. Y como usted comprenderá, messere está soltero. Se necesita una dama — Koróviev separó los brazos—; reconozca que sin dama…
Margarita escuchaba a Koróviev procurando no perder una palabra.
Sentía frío debajo del corazón y la esperanza de ser feliz la mareaba.
— La tradición — siguió Koróviev— es que la dama de la fiesta tiene que llamarse Margarita, en primer lugar, y además tiene que ser oriunda del país. Le contaré que nosotros viajamos siempre y ahora estamos en Moscú. Hemos encontrado ciento veinte Margaritas en Moscú y, no sé si me va a creer — Koróviev se dio una palmada en el muslo—, ¡ninguna nos servía! Y, por fin, la propicia fortuna…