Koróviev sonrió expresivamente, inclinándose, y Margarita volvió a sentir frío en el corazón.
— Bien, sin rodeos — exclamó Koróviev—. ¿No se negará a desempeñar este papel?
— No me negaré —respondió Margarita con firmeza.
— Naturalmente — dijo Koróviev, y levantando el candil añadió—: sígame, por favor.
Atravesaron unas columnas y llegaron, por fin, a otra sala, en la que olía a limón y se oían ruidos; algo rozó la cabeza de Margarita. Ella se estremeció.
— No se asuste — la tranquilizó con dulzura Koróviev, cogiéndola del brazo—, no son más que trucos de Popota. Me atrevo a darle un consejo, Margarita Nikoláyevna: nunca tenga miedo de nada. No es razonable. El baile va a ser muy grande, no quiero ocultárselo. Veremos a personas que en sus tiempos tuvieron en sus manos un poder enorme. Pero cuando pienso qué insignificantes son sus posibilidades en comparación con las de aquél, al séquito del que tengo el honor de pertenecer, me dan ganas de reír, o, a veces, de llorar… Además, usted también tiene sangre real.
—¿Por qué dice que tengo sangre real? — susurró Margarita asustada, arrimándose a Koróviev.
— Majestad — cotorreaba Koróviev muy juguetón—, los problemas de la sangre son los más complicados de este mundo. Si preguntáramos a algunas bisabuelas, especialmente a las que tuvieron reputación de más decentes, se descubrirían unos secretos sorprendentes, Margarita Nikoláyevna. Recuerde usted unas cartas barajadas de la manera más increíble. Hay ciertas cosas en las que las barreras sociales y las fronteras no tienen ninguna importancia. Por ejemplo: una de las reinas de Francia, que vivió en el siglo XVI, se hubiera sorprendido muchísimo si alguien le hubiera dicho que yo acompañaría a su encantadora tataratataratataratataranieta por una sala de baile en Moscú… ¡Ya hemos llegado!
Koróviev apagó de un soplo el candil, que en seguida desapareció de sus manos, y Margarita vio una franja de luz debajo de una puerta. Koróviev dio en ésta un golpecito. Margarita estaba tan nerviosa que le empezaron a chasquear los dientes y sintió escalofríos en la espalda.
La puerta se abrió. La habitación era bastante pequeña. Margarita vio una cama ancha, de roble, con sábanas y almohadas sucias y arrugadas. Delante de la cama había una mesa, también de roble, con las patas labradas, y sobre ella un candelabro con los brazos en forma de patas de ave, con sus garras. En estas siete patas de oro ardían gruesas velas de cera. Había también sobre la mesa un tablero de ajedrez, con figuras admirablemente trabajadas. Sobre una pequeña alfombra muy raída, una banqueta. En otra mesa, un cáliz de oro y otro candelabro, éste con los brazos en forma de serpientes. En la habitación olía a cera y azufre. Las sombras de las velas se cruzaban en el suelo.
Entre los presentes, Margarita reconoció a Asaselo, de pie junto a un tablero de la cama y vestido de frac. Con este atuendo no recordaba al bandido que se le apareciera a Margarita en el Jardín Alexándrovski. Ahora, al verla, hizo una reverencia muy galante.
Sentada en el suelo, sobre la alfombra, preparando una mezcla en una cacerola, una bruja desnuda, que no era otra que Guela, la que tanto escandalizara al respetable barman del Varietés y la misma a la que felizmente espantara el gallo la madrugada siguiente a la famosa sesión.
En esta habitación había además un enorme gato negro sentado en un alto taburete, frente al tablero de ajedrez, y con el caballo del ajedrez en su pata derecha.
Guela se incorporó e hizo una reverencia a Margarita. El gato hizo lo mismo saltando del taburete y, al arrastrar su pata derecha trasera en una reverencia, dejó caer el caballo y se metió debajo de la cama para buscarlo.
Esto es lo que pudo ver la aterrorizada Margarita en medio de la sombra siniestra de las velas. El que más atraía su mirada era precisamente aquel al que pocos días antes trataba de convencer el pobre Iván en los Estanques del Patriarca de la no existencia del diablo. El que no existía estaba sentado en la cama.
Dos ojos se clavaron en la cara de Margarita. El derecho, con una chispa dorada en el fondo, atravesaba a cualquiera y llegaba a lo más recóndito de su alma; el izquierdo — negro y vacío— como angosta entrada a una mina de carbón, como la boca de un pozo de oscuridad y sombras sin fondo. Voland tenía la cara torcida, caída la comisura derecha de los labios; la frente, alta y con entradas, estaba surcada por dos profundas arrugas paralelas a las cejas en punta, y tenía la piel de la cara quemada, como para siempre, por el sol.
Voland, recostado cómodamente en la cama, llevaba solamente una larga camisa de dormir, sucia y con un remiendo en el hombro. Estaba sentado sobre una pierna y tenía la otra estirada sobre una banqueta. Guela le frotaba la rodilla de la pierna estirada, oscura, con una pomada humeante.
Margarita pudo ver en el pecho descubierto y sin vello de Voland un escarabajo bien cincelado, en una piedra oscura, que colgaba de una cadenita de oro. En la parte posterior del escarabajo había una inscripción. Junto a Voland, sobre sólido pie, un extraño globo terrestre que parecía real, con una mitad iluminada por el sol.
Permanecieron en silencio unos segundos. «Me está estudiando», pensó Margarita, y con un gran esfuerzo de voluntad trató de evitar el temblor de sus piernas.
Por fin Voland rompió a hablar y resplandeció su ojo brillante:
— Mis respetos, reina; le ruego disculpe mi atuendo de casa.
Voland hablaba con voz baja, hasta ronca a veces.
Cogió de la cama una larga espada y, agachándose, hurgó con ella debajo de la cama.
—¡Sal de ahí! La partida se da por terminada. Ha llegado una invitada.
— De ninguna manera — silbó como un apuntador Koróviev, preocupado.
— De ninguna manera… — repitió Margarita.
— Messere… — le dijo Koróviev al oído.
— De ninguna manera, messere — repitió Margarita, dominándose, con una voz muy baja, pero inteligible, y añadió sonriente—: Le ruego que no interrumpa su partida. Creo que cualquier revista de ajedrez pagaría una gran suma si pudiera publicar esta partida.
Asaselo emitió un sonido aprobatorio. Voland, con la vista fija en Margarita, le hizo una seña para que se acercara, y dijo para sus adentros:
— Tiene razón Koróviev. ¡Cómo se cruza la sangre! ¡La sangre!
Margarita dio unos pasos hacia él, sin sentir el suelo bajo sus pies descalzos. Voland le puso en el hombro una mano pesada, como de piedra, pero ardiente como el fuego, la atrajo hacia sí y la hizo sentarse a su lado.
— Bien, si es usted tan encantadoramente amable — pronunció—, y que conste que yo no esperaba menos, vamos a dejarnos de cumplidos — se inclinó de nuevo hacia el borde de la cama y gritó—: ¿Cuándo acabará esta payasada? ¡Sal de ahí, condenado Hans!
— No encuentro el caballo — respondió el gato con voz ahogada y falsa—. No sé dónde se ha metido y lo único que encuentro es una rana.
— Pero, ¿crees que estás en una caseta de feria? — preguntó Voland, fingiendo severidad—. ¡Debajo de la cama no había ninguna rana! ¡Deja esos trucos baratos para el Varietés! ¡Si no sales ahora mismo te damos por vencido, maldito desertor!
—¡De ningún modo, messere! — vociferó el gato, y al instante salió de debajo de la cama con el caballo en la pata.
— Le presento a… — empezó Voland, pero se interrumpió—. ¡No puedo soportar a este payaso! ¡Mire en lo que se ha convertido debajo de la cama!