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El gato, lleno de polvo, sosteniéndose sobre sus patas traseras, hacía reverencias a Margarita. Le había surgido en el cuello una pajarita blanca de frac y, colgados sobre el pecho con un cordón de cuero, unos prismáti cos nacarados, de señora. Y tenía los bigotes empolvados de purpurina.

—¿Pero qué es esto? — exclamó Voland—. ¿A qué viene la purpurina? ¿Y para qué diablos quieres el lazo si no llevas pantalones?

— Los gatos no usan pantalones, messere — respondió muy digno el gato. ¿No querrá que me ponga botas? El gato con botas existe sólo en los cuentos, messere. ¿Pero ha visto usted alguna vez que alguien vaya a un baile sin corbata? ¡No estoy dispuesto a hacer el ridículo y arriesgarme a que me echen del baile! Cada uno se arregla como puede. Lo dicho también se refiere a los prismáticos, messere.

—¿Y el bigote?

— No comprendo — replicó el gato secamente—. Asaselo y Koróviev, al afeitarse, se han puesto polvos blancos. ¿Es que son mejores que los de purpurina? Me he empolvado el bigote, nada más. Otra cosa sería si me hubiera afeitado. Un gato afeitado es algo realmente inadmisible, estoy dispuesto a afirmarlo así tantas veces como sea necesario. Aunque tengo la impresión — le tembló la voz, estaba ofendido— de que todos esos reparos que me están poniendo no son casuales, ni mucho menos, y de que estoy ante un problema serio: me expongo a no ir al baile. ¿No es así, messere?

Y el gato, furioso por ofensa tal, pareció que iba a explotar de un momento a otro.

—¡Ah, bandido! — exclamó Voland moviendo la cabeza. — ; siempre que su juego está en peligro empieza a hablar como un sacamuelas, como el último charlatán en un puente. Siéntate inmediatamente y déjate de astucias verbales.

— Me sentaré —contestó sentándose el gato—, pero no tengo más remedio que replicar a su última observación. Mis palabras de ninguna manera representan una astucia verbal, como usted ha dicho en presencia de la dama, sino una cadena de perfectos silogismos, que serían apreciados en su verdadero valor por Sexto Empírico, Marciano Capela y, a lo mejor, por el propio Aristóteles.

— Jaque al rey — dijo Voland.

— Muy bien, muy bien — respondió el gato, y se quedó mirando el tablero de ajedrez a través de sus prismáticos.

— Como decía — Voland se dirigió a Margarita—, le presento a mi séquito, donna. Este que hace el tonto es el gato Hipopótamo. A Asaselo y a Koróviev ya los conoce. Le recomiendo a mi criada Guela: es rápida, comprensiva y no existe favor que ella no pueda hacer.

La bella Guela sonrió, volviendo hacia Margarita sus ojos verdosos, sin dejar de ponerle la pomada a Voland en la rodilla.

— Eso es todo — terminó Voland, y contrajo la cara, porque Guela le había hecho demasiada presión en la rodilla—. Como verá, la sociedad es pequeña, variada y sin pretensiones — dejó de hablar y empezó a girar el globo, hecho de tal manera que los mares azules se movían y el casquete de nieve sobre los polos parecía un auténtico gorro de nieve y de hielo.

Entretanto, en el tablero de ajedrez reinaba una gran confusión. El rey del manto blanco andaba por su casilla alzando los brazos de desesperación. Tres peones blancos con alabardas miraban desconcertados al alfil que movía su espada indicando hacia delante, donde había dos jinetes negros de Voland, montados en unos caballos excitados que rascaban la tierra.

Margarita estaba admirada. Le sorprendía que las figuras estuvieran vivas.

El gato, apartando los prismáticos de sus ojos, dio un leve empujón al rey en la espalda. Éste, desesperado, se tapó la cara con las manos.

— Mal asunto, querido Popota — dijo Koróviev con voz venenosa.

— La situación es difícil, pero no como para perder las esperanzas — contestó Popota—; es más: estoy seguro de la victoria. Lo que hace falta es analizar bien la situación.

Pero el análisis resultó algo extraño: empezó a hacer muecas y a guiñar el ojo a su rey.

— No hay remedio — seguía Koróviev.

—¡Ay! — exclamó Popota—. ¡Se han escapado Jos loros, ya lo decía yo!

Efectivamente, a lo lejos se oyó un ruido de alas. Koróviev y Asaselo salieron corriendo de la habitación.

—¡Estoy harto del jaleo que os traéis con el baile! — gruñó Voland sin apartar la mirada del globo.

En cuanto desaparecieron Koróviev y Asaselo, las muecas de Popota tomaron unas proporciones desmesuradas. Por fin, el rey blanco comprendió qué esperaban de él. Arrojó su manto y salió corriendo del tablero. El alfil se echó el manto del rey sobre los hombros y ocupó su casilla. Volvieron Koróviev y Asaselo.

— Como siempre es una mentira — dijo Asaselo mirando de reojo a Popota.

—¿Qué me dices? Pues me pareció oírlos — contestó el gato. — Bueno, esto dura demasiado — dijo Voland—. Jaque al rey. — Messere — respondió el gato con una preocupación fingida—, me parece que está muy cansado. ¡No hay jaque! — El rey está en la G-2 —repuso Voland sin mirar al tablero. — ¡Messere, qué horror! — aulló el gato poniendo cara de susto—, el rey no está en la G-2.

—¿Qué pasa? — preguntó Voland sorprendido, y miró al tablero, donde el alfil con el manto de rey volvía la cabeza tapándose la cara.

— Eres un granuja — dijo Voland pensativo. — ¡Messere! ¡De nuevo recurro a la lógica! — habló el gato, llevándose las patas al pecho—. Si un jugador anuncia jaque al rey y el rey no está en el tablero, el jaque no puede ser reconocido.

—¿Te rindes o no? — gritó Voland furioso.

— Permítame que lo piense — pidió el gato con docilidad. Apoyó los co-dos en la mesa, se tapó los oídos con las patas y se puso a pensar. Estuvo pensando mucho rato y, al fin, dijo—: me rindo.

— Que maten a este ser obstinado — susurró Asaselo.

— Me rindo — repitió el gato—, pero exciusivamente porque no puedo jugar en este ambiente de envidia e intrigas.

Se incorporó y las figuras de ajedrez se metieron en un cajón.

— Guela, ya es hora — dijo Voland, y Guela desapareció de la habitación—. Tengo un dolor de piernas y encima este baile…

— Permítame a mí —pidió Margarita en voz baja.

Voland la miró fijamente y le acercó su rodilla.

Una masa caliente como la lava le quemó las manos, pero Margarita, sin cambiar de expresión, empezó a friccionar la rodilla de Voland tratando de no hacerle daño.

— Mis favoritos dicen que tengo reúma — decía Voland sin apartar la mirada de Margarita—, pero tengo mis sospechas que es un recuerdo de una bruja encantadora que conocí en el año 1571 en el monte Brocken, en la Cátedra del Diablo.

—¿Será posible? — preguntó Margarita.

— No tiene ninguna importancia. Dentro de unos trescientos años no quedará nada. Me han recomendado muchas medicinas, pero prefiero las antiguas, las de mi abuela. ¡Qué hierbas tan sorprendentes me ha dejado mi abuela, esa vieja odiosa! A propósito, ¿usted no padece de nada? ¿A lo mejor tiene alguna pena, algo que la atormenta?

— No, messere, no tengo nada de eso — contestó la inteligente Margarita—; sobre todo ahora, estando con usted, me encuentro perfectamente.

— La sangre es una gran cosa — dijo Voland sin que viniera a cuento, y añadió—: veo que le interesa mi globo.

—¡Oh, sí! Nunca había visto cosa igual.

— Es algo realmente bueno. Le confieso que no me gustan las noticias por radio. Siempre las lanzan señoritas que pronuncian confusamente los nombres geográficos. Además, una de cada tres suele ser tartamuda, parece que las eligen a propósito. Mi globo es mucho más práctico, sobre todo para mí, que necesito conocer los acontecimientos al detalle. Por ejemplo, ¿ve usted ese trozo de tierra, bañado por el océano? Mire, se está incendiando. Es que ha empezado una guerra. Si se acerca más, verá los detalles.