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Sólo quedaba dictárselo al secretario.

Las alas de la golondrina resoplaron sobre la cabeza del hegémono, el pájaro se lanzó hacia la fuente y salió volando. El procurador levantó la mirada hacia el preso y vio que un remolino de polvo se había levantado a su lado.

—¿Eso es todo sobre él? — preguntó Pilatos al secretario.

— No, desgraciadamente — dijo el secretario, alargando al

—¿Qué más? — preguntó Pilatos frunciendo el entrecejo.

Al leer lo que acababa de recibir cambió su expresión. Fue la sangre que afluyó a la cara y al cuello, o fue algo más, pero su piel perdió el matiz amarillento, se puso oscura y los ojos parecieron hundírsele en las cuencas.

Seguramente era cosa de la sangre que le golpeaba las sienes, pero el procurador sintió que se le turbaba la vista. Le pareció que la cabeza del preso se borraba y en su lugar aparecía otra. Una cabeza calva que tenía una corona de oro, de dientes separados. En la frente, una llaga redonda, cubierta de pomada, le quemaba la piel. Una boca hundida, sin dientes, con el labio inferior colgando. Le pareció a Pilatos que se borraban las columnas rosas del balcón y los tejados de Jershalaím, que se veían abajo, detrás del parque, y que todo se cubría del verde espeso de los jardines de Caprea. También le sucedió algo extraño con el oído: percibió el ruido lejano y amenazador de las trompetas y una voz nasal que estiraba con arrogancia las palabras: «La ley sobre el insulto de la majestad…».

Atravesaron su mente una serie de ideas breves, incoherentes y extrañas: «¡Perdido!». Luego: «¡Perdidos!». Y otra completamente absurda, sobre la inmortalidad; y aquella inmortalidad le producía una angustia tremenda.

Pilatos hizo un esfuerzo, se desembarazó de aquella visión, volvió con la vista al balcón y de nuevo se enfrentó con los ojos del preso.

— Oye, Ga-Nozri — habló el procurador mirando a Joshuá de manera extraña: su cara era cruel, pero sus ojos expresaban inquietud—, ¿has dicho algo sobre el gran César? ¡Contesta! ¿Has dicho? ¿O… no… lo has dicho? — Pilatos estiró la palabra «no» algo más de lo que se suele hacer en un juicio, e intentó transmitir con la mirada una idea a Joshuá.

— Es fácil y agradable decir la verdad — contestó el preso.

— No quiero saber — contestó Pilatos con una voz ahogada y dura— si te resulta agradable o no decir la verdad. Tendrás que decirla. Pero cuando la digas, piensa bien cada palabra, si no deseas la muerte, que sería dolorosa.

Nadie sabe qué le ocurrió al procurador de Judea, pero se permitió levantar la mano como protegiéndose del sol, y por debajo de la mano, como si fuera un escudo, dirigió al preso una mirada insinuante.

— Bien — decía—, contéstame: ¿conoces a un tal Judas de Kerioth y qué le has dicho, si es que le has dicho algo, sobre el César?

— Fue así —explicó el preso con disposición—: Anteanoche conocí junto al templo a un joven que dijo ser Judas, de la ciudad de Kerioth. Me invitó a su casa en la Ciudad Baja, y me convidó…

—¿Un buen hombre? — preguntó Pilatos, y un fuego diabólico brilló en sus ojos.

— Es un hombre muy bueno y curioso — afirmó el preso—. Manifestó un gran interés hacia mis ideas y me recibió muy amablemente…

— Encendió los candiles… — dijo el procurador entre dientes, imitando el tono del preso, mientras sus ojos brillaban.

— Sí —siguió Joshuá, algo sorprendido por lo bien informado que estaba el procurador—; solicitó mi opinión sobre el poder político. Esta cuestión le interesaba especialmente.

— Entonces, ¿qué dijiste? — preguntó Pilatos—. ¿O me vas a contestar que has olvidado tus palabras? — pero el tono de Pilatos no expresaba ya esperanza alguna.

— Dije, entre otras cosas — contaba el preso—, que cualquier poder es un acto de violencia contra el hombre y que llegará un día en el que no existirá ni el poder de los césares ni ningún otro. El hombre formará parte del reino de la verdad y la justicia, donde no es necesario ningún poder. — ¡Sigue!

— Después no dije nada — concluyó el preso—. Llegaron unos hombres, me ataron y me llevaron a la cárcel.

El secretario, tratando de no perder una palabra, escribía en el pergamino.

—¡En el mundo no hubo, no hay y no habrá nunca un poder más grande y mejor para el hombre que el poder del emperador Tiberio! — la voz cortada y enferma de Pilatos creció. El procurador miraba con odio al secretario y a la escolta.

—¡Y no serás tú, loco delirante, quien hable de él! — Pilatos gritó—: ¡Que se vaya la escolta del balcón! — Y añadió, volviéndose hacia el secretario—: ¡Déjame solo con el detenido, es un asunto de Estado!

La escolta levantó las lanzas, sonaron los pasos rítmicos de sus cáligas con herraduras, y salió al jardín; el secretario les siguió.

Durante unos instantes el silencio en el balcón se interrumpía sola-mente por la canción del agua en la fuente. Pilatos observaba cómo crecía el plato de agua, cómo rebosaban sus bordes, para derramarse en forma de charcos.

El primero en hablar fue el preso.

— Veo que algo malo ha sucedido porque yo hablara con ese joven de Kerioth. Tengo el presentimiento, hegémono, de que le va a suceder algún infortunio y siento lástima por él.

— Me parece — dijo el procurador con sonrisa extraña— que hay alguien por quien deberías sentir mucha más lástima que por Judas de Kerioth; ¡alguien que lo va a pasar mucho peor que Judas!… Entonces, Marco Matarratas, el verdugo frío y convencido, los hombres, que según veo — el procurador señaló la cara desfigurada de Joshuá— te han pegado por tus predicaciones, los bandidos Dismás y Gestas que mataron con sus secuaces a cuatro soldados, el sucio traidor Judas, ¿todos son buenos hombres?

— Sí —respondió el preso.

—¿Y llegará el reino de la verdad?

— Llegará, hegémono — contestó Joshuá convencido.

—¡No llegará nunca! — gritó de pronto Pilatos con una voz tan tremenda, que Joshuá se echó hacia atrás. Así gritaba Pilatos a sus soldados en el Valle de las Doncellas hacía muchos años: «¡Destrozadles! ¡Han cogido al Gigante Matarratas!». Alzó más su voz ronca de soldado y gritó para que le oyeran en el jardín:

—¡Delincuente! ¡Delincuente! — luego, en voz baja, preguntó—: Joshuá Ga-Nozri, ¿crees en algunos dioses?

— Hay un Dios — contestó Joshuá— y creo en Él.

— Entonces, ¡rézale! ¡Rézale todo lo que puedas! Aunque… — la voz de Pilatos se cortó— esto tampoco ayudará. ¿Tienes mujer? — preguntó angustiado, sin comprender lo que le ocurría.

— No; estoy solo.

— Odiosa ciudad… — murmuró el procurador; movió los hombros como si tuviera frío y se frotó las manos como lavándoselas—. Si te hubieran matado antes de tu encuentro con Judas de Kerioth hubiera sido mucho mejor.

—¿Por qué no me dejas libre, hegémono? — pidió de pronto el preso con ansiedad—. Me parece que quieren matarme.

Pilatos cambió de cara y miró a Joshuá con ojos irritados y enrojecidos.

—¿Tú crees, desdichado, que un procurador romano puede soltar a un hombre que dice las cosas que acabas de decir? ¡Oh, dioses! ¿O te imaginas que quiero encontrarme en tu lugar? ¡No comparto tus ideas! Escucha: si desde este momento pronuncias una sola palabra o te pones al habla con alguien, ¡guárdate de mí! Te lo repito: ¡guárdate!

—¡Hegémono…!

—¡A callar! — exclamó Pilatos, y con una mirada furiosa siguió a la golondrina que entró de nuevo en el balcón—. ¡Que vengan! — gritó.

Cuando el secretario y la escolta volvieron a su sitio, Pilatos anunció que aprobaba la sentencia de muerte del delincuente Joshuá Ga-Nozri, pronunciada por el Pequeño Sanedrín, y el secretario apuntó las palabras de Pilatos.