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— Sí —dijo Margarita con voz sorda, sonriendo al mismo tiempo a dos hombres que se habían inclinado para besarle la mano y la rodilla.

— Bueno, como decía — susurraba Koróviev, arreglándoselas para gritar al mismo tiempo—. ¡Duque! ¿Una copa de champaña? Encantado… Pues bien, la señora Tofana se daba cuenta de la situación de esas pobres mujeres y les vendía vinos frascos con un líquido. La mujer echaba el líquido en la sopa del esposo, él se la comía, le daba las gracias por sus atenciones y se sentía perfectamente. Sí, pero a las pocas horas empezaba a tener una sed tremenda, luego se acostaba y al día siguiente la bella napolitana, que había preparado la sopa a su esposo, estaba tan libre como el viento en primavera.

—¿Y qué tiene en el pie? — preguntaba Margarita sin cansarse de alargar su mano a los invitados que habían adelantado a la señora Tofana—, ¿qué es eso verde que lleva en el cuello? ¿Es que lo tiene arrugado?

— Encantado, príncipe — gritaba Koróviev, susurrando al mismo tiempo a Margarita—; tiene un cuello precioso, pero le pasó una cosa muy desagradable en la cárcel. En el pie lleva un cepo y la cinta es por lo siguiente: cuando se enteraron de que quinientos esposos mal elegidos habían abandonado Nápoles y Palermo para siempre, los carceleros, en un arrebato, ahogaron a la señora Tofana.

— Qué felicidad, mi encantadora reina, haber tenido el honor… — murmuraba Tofana con aire monjil, intentando ponerse de rodillas; pero el cepo se lo impedía. Koróviev y Popota le ayudaron a levantarse.

Por la escalera subía ahora un verdadero torrente. Margarita dejó de ver lo que ocurría en la entrada. Levantaba y bajaba la mano mecánicamente y sonreía a todos los invitados con la misma sonrisa. Llenaba el aire un ruido monótono y de las salas de baile, abandonadas por Margarita, llegaba la música como el sonido del mar.

—Ésa es una mujer muy aburrida — Koróviev hablaba alto, sabiendo que nadie le iba a oír en medio del ruido de voces—; le encantan los bailes y sueña con poder protestar por su pañuelo.

Margarita dio con aquella de quien hablaba Koróviev. Era una mujer de unos veinte años, con una figura extraordinaria, pero tenía los ojos inquietos e insistentes.

—¿Qué pañuelo? — preguntó Margarita.

— Hace ya treinta años que un ayuda de cámara — explicó Koróviev— se encarga de dejarle en su mesilla todas las noches un pañuelo. Se despierta y el pañuelo está allí. Lo quema en una estufa, lo tira al río, pero en vano.

—¿Y qué pañuelo es ése? — susurraba Margarita, levantando y bajando la mano.

— Es un pañuelo con un ribete azul. Es que cuando estuvo sirviendo en un café, el dueño la llamó un día al almacén y a los nueve meses tuvo un hijo; se lo llevó al bosque y le metió el pañuelo en la boca. Luego lo enterró. En el juicio declaró que no tenía con qué alimentar al hijo.

—¿Y dónde está el dueño del café? —preguntó Margarita.

— Majestad — rechinó de pronto el gato desde abajo—, permítame que le haga una pregunta: ¿qué tiene que ver el dueño del café? ¡Él no ahogó en el bosque a ningún niño!

Sin dejar de sonreír y de saludar con la mano derecha Margarita agarró la oreja de Popota con la mano izquierda, clavándole sus uñas afiladas. Susurró:

— Granuja, si te permites otra vez intervenir en la conversación…

Popota pegó un grito que desentonaba con el ambiente de la fiesta y contestó:

— Majestad…, que se me va a hinchar la oreja… ¿Para qué estropear el baile con una oreja hinchada? Hablaba desde el punto de vista jurídico… Me callo, puede considerarme un pez y no un gato, ¡pero suelte mi oreja!

Margarita soltó la oreja.

Los ojos insistentes y sombríos estaban ya ante Margarita.

— Me siento feliz, señora reina, de haber sido invitada al Gran Baile del Plenilunio de Primavera.

— Me alegro de verla — contestó Margarita—, me alegro mucho. ¿Le gusta el champaña?

— Pero ¿qué hace, majestad? — gritó Koróviev con voz desesperada, pero apenas audible—. ¡Se va a formar un atasco!

— Me gusta… — dijo la mujer con voz suplicante, y de pronto empezó a repetir—: ¡Frida, Frida, Frida! ¡Me llamo Frida, oh, señora!

— Emborráchese esta noche, Frida, y no piense en nada. Frida extendió los brazos hacia Margarita, pero Koróviev y Popota la agarraron de las manos con destreza y pronto se perdió entre la multitud.

Una verdadera marea humana venía de abajo, como queriendo tomar por asalto la plazoleta en la que se encontraba Margarita. Los cuerpos desnudos de mujeres se mezclaban con los hombres en frac.

Margarita veía cuerpos blancos, morenos, color café y completamente negros. En los cabellos rojos, negros, castaños y rubios como el lino, brillaban despidiendo chispas las piedras preciosas. Parecía que alguien había rociado a los hombres con gotitas de luz; eran los relucientes gemelos de brillantes. Continuamente Margarita sentía el contacto de unos labios en su rodilla, a cada instante alargaba la mano para que se la besaran. Su cara se había convertido en una máscara inmóvil y sonriente.

— Encantado — decía Koróviev con voz monótona—, estamos encantados…, la reina está encantada…

— La reina está encantada — repetía con voz gangosa Asaselo.

—¡Encantado! — exclamaba el gato.

— La marquesa… — murmuraba Koróviev— ha envenenado a su padre, a dos hermanos y a dos hermanas, por la herencia… ¡La reina está encantada!… La señora Minkina… ¡Qué guapa está! Algo nerviosa. ¿Por qué tendría que quemarle la cara a su doncella con las tenazas de rizar el pelo? Es natural que la hubieran asesinado… ¡La reina está encantada!… Majestad, un momento de atención: el emperador Rodolfo, mago y alquimista… Otro alquimista ahorcado… ¡Ah, aquí está ella! ¡Qué prostíbulo tan estupendo tenía en Estrasburgo!… ¡Estamos encantados!… Una modista moscovita que todos queremos por su inagotable fantasía… Tenía una casa de modas y se inventó una cosa muy graciosa: hizo dos agujeritos redondos en la pared…

—¿Y las señoras no lo sabían?

— Lo sabían todas, majestad — contestó Koróviev—. ¡Encantado!… Este chico de veinte años, desde pequeño, había tenido extrañas inclinaciones, era un soñador. Una joven se enamoró de él y él la vendió a un prostíbulo…

Abajo afluía un río. Su manantial — la enorme chimenea-seguía alimentándolo. Así pasó una hora y luego otra. Margarita empezó a notar que la cadena le pesaba más.

Le pasaba algo extraño con la mano. Antes de levantarla Margarita hacía una mueca. Las curiosas observaciones de Koróviev dejaron de interesarla. Ya no distinguía las caras asiáticas, blancas o negras; el aire empezó a vibrar y a espesarse.

Un dolor agudo, como de una aguja, le atravesó la mano derecha. Apretando los dientes, apoyó el codo en la columna. Del salón llegaba un ruido, parecido al roce de unas alas en una pared; por lo visto, había una verdadera multitud bailando. Margarita tuvo la sensación de que incluso los suelos de mármol, de mosaicos y de cristal de aquella extraña estancia, vibraban rítmicamente.

Ni Cayo César Calígula, ni Mesalina llegaron a interesar a Margarita; tampoco ninguno de los reyes, duques, caballeros, suicidas, envenenadoras, ahorcados, alcahuetas, carceleros, tahúres, verdugos, delatores, traidores, dementes, detectives o corruptores.

Todos sus nombres se mezclaban en su cabeza, las caras se fundieron en una enorme torta y un solo rostro se le había fijado en la memoria, atormentándola; una cara cubierta por una barba color fuego, la cara de Maluta Skurátov.[17]

A Margarita se le doblaban las piernas, temía que iba a echarse a llorar de un momento a otro. Lo que más le molestaba era su rodilla derecha, la que le besaban. La tenía hinchada, con la piel azulada, a pesar de que Natasha había aparecido varias veces para frotarle la rodilla con una esponja empapada en algo aromático.

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17

G. L. Belski (?–1572), Apodado Maluta Skurátov, Famoso Por Su Crueldad, Fue Jefe De las fuerzas encargadas de la represión de los boyardos durante el reinado de Iván el Terrible. (N. de la T.)