Voland levantó la espada. La piel de la cabeza tomó un color oscuro, se encogió, empezó a caer a trozos, desaparecieron los ojos y Margarita pudo ver en la fuente una calavera amarillenta sobre un pie de oro, con ojos de esmeralda y dientes de perlas. La calavera tenía una tapa con bisagras. Se abrió.
— Ahora mismo, messere — dijo Koróviev ante la mirada interrogante de Voland—, ahora mismo aparecerá ante sus ojos. Oigo en este silencio sepulcral el chirriar de sus zapatos de charol y el sonido de la copa, que ha dejado en la mesa después de beber champaña por última vez en su vida.
Aquí está.
Alguien entraba en la sala, dirigiéndose a Voland. No se distinguía físicamente del resto de los invitados, excepto en una cosa: éste se tambaleaba de emoción, cosa que se notaba desde lejos. En sus mejillas ardían unas manchas rojas y sus ojos expresaban un verdadero pánico. El invitado estaba perplejo. Era naturaclass="underline" le había sorprendido todo, especial-mente el traje de Voland.
Pero fue recibido con todos los honores.
—¡Ah, mi querido barón Maigel! — se dirigió Voland al invitado con una sonrisa cariñosa. Al interpelado parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas—. Tengo el gusto de presentarles — dijo Voland a los invitados— al respetable barón Maigel, funcionario de la Comisión de Espectáculos y encargado de acompañar a los extranjeros por 1 os monumentos históricos de Moscú.
Margarita contuvo la respiración, porque le había conocido. Se había encontrado con él varias veces en los teatros y restaurantes de Moscú. «Pero — pensó Margarita— ¿éste también ha muerto?» Se aclaró todo en seguida:
— El entrañable barón — siguió Voland con una sonrisa alegre— fue tan amable que al enterarse de mi llegada a Moscú me telefoneó inmediatamente, proponiendo su ayuda como experto en lugares interesantes de la ciudad. Como es natural, he sentido una gran satisfacción al poder invitarlo.
Margarita vio que Asaselo pasaba a Koróviev la fuente con la calavera.
— Por cierto, barón — dijo Voland en tono íntimo, bajando la voz—, corren rumores sobre su extraordinario afán de saber. Dicen que ese afán, unido a su locuacidad no menos desarrollada, está empezando a llamar la atención general. Las malas lenguas ya han pronunciado la palabra espía y confidente. Más aún: hay ciertas opiniones de que todo esto le va a llevar a un final muy triste antes de un mes. Y precisamente para evitarle esa espera angustiosa, hemos decidido venir en su ayuda, aprovechando la circunstancia de que usted se haya invitado a mi fiesta con el fin de pescar todo lo que vea y oiga.
El barón se puso todavía más pálido que Abadonna, que era por naturaleza de una palidez excepcional; después sucedió algo extraño. Abadonna se colocó junto al barón y se quitó las gafas un instante. Y algo como de fuego brilló en las manos de Asaselo, se oyó un ruido parecido a una palmada, el barón empezó a perder pie y de su pecho brotó un chorro de sangre roja, cubriendo la camisa almidonada y el chaleco. Koróviev puso el cáliz bajo el chorro y se lo ofreció lleno a Voland. Mientras tanto, el cuerpo exánime del barón yacía en el suelo.
—¡A su salud, señores! — dijo Voland, y, levantando el cáliz, se lo llevó a los labios.
Se produjo la metamorfosis. Desaparecieron la camisa zurcida y las zapatillas usadas. Voland vestía de negro y llevaba una espada de acero en la cadera. Se acercó rápidamente a Margarita, le ofreció el cáliz y le dijo en tono imperativo:
—¡Bebe!
Margarita sintió un fuerte mareo, se tambaleó, pero el cáliz estaba ya junto a sus labios; unas voces, no sabía de quién, le susurraron al oído:
— No tenga miedo, majestad… No tema, majestad, que hace mucho que la sangre empapa la tierra. Y allí donde se ha vertido, crecen racimos de uvas.
Margarita, sin abrir los ojos, dio un sorbo, una corriente dulce le subió por las venas y sintió un timbre en sus oídos. Le pareció que cantaban gallos con voces ensordecedoras y que en algún sitio interpretaban una marcha. La multitud de invitados empezó a cambiar de aspecto: los hombres de frac y las mujeres se convirtieron en cadáveres. La putrefacción inundó la sala ante los ojos de Margarita y flotó un olor a sepultura. Se derrumbaron las columnas, se apagaron las luces y desaparecieron las fuentes, las camelias y los tulipanes. Y todo quedó como antes: el modesto salón de la joyera y la puerta entreabierta que dejaba ver una franja de luz. Margarita entró por esa puerta.
24. LA LIBERACIÓN DEL MAESTRO
En el dormitorio de Voland todo estaba como antes del baile. Voland, en camisa, estaba sentado en la cama, pero ahora Guela no le frotaba la pierna, sino que ponía la mesa del ajedrez para la cena. Koróviev y Asaselo, ya sin el frac, se sentaron a la mesa, y junto a ellos, natural-mente, se colocó el gato, que no quiso despojarse de su corbata, aunque la corbata era ya un trapo sucio. Margarita, tambaleándose, se acercó a la mesa y se apoyó en ella. Voland la llamó con un gesto, como lo hiciera antes, y le pidió que se sentara:
— Bueno, ¿la marearon mucho? — preguntó Voland.
—¡Oh! no, messere — apenas se oyó la respuesta de Margarita.
— Noblesse oblige — indicó el gato, y le sirvió a Margarita un
líquido transparente en un vaso pequeño.
—¿Es vodka? — preguntó Margarita con voz débil.
El gato, indignado, dio un respingo en la silla.
— Por favor, majestad — dijo ofendido—, ¿cree usted que yo sería capaz de servir a una dama una copa de vodka? ¡Eso es alcohol puro! Margarita sonrió e intentó apartar el vaso. — Beba sin miedo — dijo Voland, y Margarita cogió el vaso inmediatamente.
— Siéntate, Guela — ordenó Voland, y explicó a Margarita—: La noche de plenilunio es una noche de fiesta, y siempre ceno en compañía de mis favoritos y de mis criados. Bien, ¿cómo se encuentra? ¿Cómo ha resultado esta fiesta tan agotadora?
—¡Estupenda! — cotilleó Koróviev—. ¡Todos han quedado encantados, enamorados, aplastados! ¡Qué tacto, qué habilidad, qué encanto y qué charme!
Voland levantó la copa sin decir una palabra y brindó con Margarita. Ella bebió resignada, pensando que sería el fin. Pero no ocurrió nada malo. Un calor vivo le recorrió el vientre, algo le golpeó suavemente en la nuca, le volvieron las fuerzas, como después de un sueño profundo y tonificador, y sintió además un hambre canina. Al acordarse de que no había comido desde la mañana anterior, sintió todavía más hambre… Atacó el caviar con avidez.
Popota cortó una rodaja de piña, le puso sal y pimienta, se la tomó y después se zampó una copa de vodka con tanta desenvoltura que todos aplaudieron.
Cuando Margarita se bebió la segunda copa, las velas de los candela-bros dieron más luz y en la chimenea ardió el fuego con más fuerza. Margarita no tenía la sensación de haber bebido. Mordiendo la carne con sus dientes blancos, saboreaba el jugo, pero sin dejar de mirar a Popota, que untaba de mostaza una ostra.
— Lo que te falta es ponerle un poco de uva encima — dijo Guela en voz baja, dándole un codazo al gato.
— Le ruego que no me dé lecciones — contestó el gato—, ¡con la cantidad de mesas que he recorrido!
— Ah, pero qué gusto de estar cenando así, en familia, junto al fuego… — rechinaba la voz de Koróviev.
— No, Fagot — replicaba el gato—, el baile también tiene su encanto, su importancia.
— No tiene nada de eso, ni encanto ni importancia — replicó Voland—. Además, los rugidos de los tigres del bar y de aquellos osos absurdos por poco me dan dolor de cabeza.