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— Como usted diga — dijo el gato—; si sostiene que el baile no tiene ninguna importancia, estoy dispuesto a opinar lo mismo.

—¡Oye, tú! —dijo Voland.

— Es una broma — respondió el gato con humildad—, además, voy a decir que frían a los tigres.

— Los tigres no se comen — replicó Guela.

—¿Usted cree? Pues escúcheme — dijo el gato, y, entornando los ojos de gusto, contó cómo durante diecinueve días estuvo errando por un desierto y lo único que comía era carne de tigre. Todos escucharon con mucha atención la interesante narración, y, cuando Popota terminó, exclamaron a coro:

—¡Mentira!

— Y lo mejor de esta historia es — dijo Voland— que es mentira desde la primera palabra a la última.

—¿Ah, sí? ¿Conque es mentira? — exclamó el gato, y todos esperaban que iba a protestar, pero él dijo con voz sorda—: Ya nos juzgará la historia.

— Dígame, por favor — se dirigió Margarita a Asaselo, reanimada con el vodka—, ¿no es verdad que usted le pegó un tiro al ex barón?

— Naturalmente — contestó Asaselo—. ¿Cómo no iba a hacerlo? Había que pegarle un tiro, era necesario.

—¡Me asusté tanto! — exclamó Margarita—. ¡Fue tan inesperado!

— No era nada inesperado — replicó Asaselo, pero Koróviev se echó las manos a la cabeza:

—¿Cómo no se iba a asustar? ¡Si a mí me temblaron las piernas! ¡Paf! ¡Ras! ¡Y el barón al suelo!

— Por poco me da un ataque de nervios — añadió el gato, relamiendo una cuchara con caviar.

— Hay una cosa que no llego a entender — dijo Margarita, y las luces temblorosas se reflejaban en sus ojos—: ¿No se oían afuera los ruidos y la música del baile?

— Claro que no, majestad — explicó Koróviev—; hay que hacerlo de tal manera que no se oiga. Hay que tener mucho cuidado.

— Sí, sí… Es que el hombre de la escalera…, cuando pasamos Asaselo y yo… y el otro junto al portal…, me parece que estaba vigilando el piso…

—¡Cierto! — gritó Koróviev—. ¡Es cierto, querida Margarita! ¡Ha confirmado mis sospechas! Sí, estaban vigilando nuestro piso. Primero pensé que era un sabio distraído o un enamorado sufriendo en la escalera. ¡Pero no! ¡Algo me hizo dudar! ¡Sí, estaban vigilando el piso! ¡Y el otro, el del portal, también! — ¿Y si vienen a detenernos? — preguntó Margarita. — Pues claro que vendrán, mi encantadora reina, ¡cómo no! — contestó Koróviev. Me dice el corazón que vendrán. No ahora, claro está, pero eso no faltará. Aunque me temo que no habrá nada interesante.

—¡Cómo me puse cuando se cayó el barón! — dijo Margarita, que, por lo visto, seguía pensando en el asesinato que había visto por primera vez en su vida—. ¿Seguramente usted tira muy bien?

— Pues no lo hago mal — respondió Asaselo.

—¿Y a cuántos pasos? — Margarita hizo una pregunta poco clara.

— Depende de dónde se tire — respondió Asaselo razonable—; una cosa es dar con un martillo en la ventana del crítico Latunski y otra cosa darle en el corazón.

—¡En el corazón! — exclamó Margarita, apretándose el suyo—. ¡En el corazón! — repitió con voz sorda.

—¿Quién es ese crítico Latunski? — preguntó Voland, mirando fijamente a Margarita.

Asaselo, Koróviev y Popota bajaron la vista avergonzados y Margarita respondió sonrosándose:

— Es un crítico. Hoy he destruido su piso.

—¡Vamos! ¿Y por qué?

— Messere — explicó Margarita—, ha causado la ruina de un maestro.

—¿Por qué tuvo que tomarse esa molestia usted misma? — preguntó Voland.

—¿Me permite, messere? — exclamó contento el gato, levantándose de un salto.

— Anda, quédate ahí —rezongó Asaselo, poniéndose de pie—, ahora voy yo…

—¡No! — gritó Margarita—. ¡No, se lo ruego messere, no lo haga!

— Como usted quiera — contestó Voland y Asaselo volvió a sentarse.

—¿De qué estábamos hablando, mi querida reina Margot? — dijo Koróviev—. Ah, sí, el corazón… Da en el corazón — Koróviev señaló con un dedo largo hacia Asaselo—, donde quiera: en cualquier aurícula o ventrículo del corazón.

Margarita tardó en entender, y cuando lo hizo exclamó sorprendida:

—¡Pero si no se ven!

—¡Querida! — seguía Asaselo—. Eso es lo interesante, que estén ocultos. ¡Ahí está el quid del asunto! ¡En un objeto visible puede dar cualquiera!

Koróviev sacó de un cajón el siete de pique y se lo dio a Margarita, pidiéndole que marcara una de las figuras. Margarita marcó la del ángulo superior derecho. Guela escondió la carta bajo la almohada, gritando:

—¡Ya está!

Asaselo, que estaba sentado de espaldas a la almohada, sacó del bolsillo del pantalón una pistola negra automática, apoyó el cañón en su hom-bro y sin volverse hacia la cama disparó, asustando a Margarita, pero fue un susto entusiasta. Sacaron la carta de debajo de la almohada, estaba agujereada precisamente en la figura que Margarita marcara.

— No me gustaría encontrarme con usted cuando tenga la pistola en la mano — dijo Margarita, mirando con coquetería a Asaselo. Tenía verdadera debilidad por la gente que hacía algo a la perfección.

— Mi preciosa reina — habló Koróviev—, ¡no recomendaría a nadie que se lo encontrara, aunque no lleve pistola! Le doy mi palabra de honor de chantre y de solista de que nadie iría a felicitar al que se lo encontrara.

El gato, que había estado muy taciturno durante el experimento de la pistola, anunció de pronto:

— Me comprometo a batir el récord del siete.

Por toda contestación, Asaselo emitió un rugido ininteligible. Pero el gato se obstinó y exigió dos pistolas. Asaselo sacó otra pistola del bolsillo trasero del pantalón, y, torciendo la boca con desprecio, alargó las dos pistolas al gato fanfarrón.

Hicieron dos señales en la carta. El gato estuvo preparándose mucho tiempo de espaldas a la almohada. Margarita se tapó los oídos con las manos, mirando a una lechuza que dormitaba en la repisa de la chimenea. El gato disparó con las dos pistolas. Guela dio un grito, la lechuza muerta se cayó de la chimenea y se paró el reloj destrozado. Guela, con la mano ensangrentada, agarró al gato por la piel, éste la agarró por los pelos, y los dos, formando una bola, rodaron por el suelo. Una copa cayó de la mesa y se rompió.

—¡Que se lleven a esta loca! — gritaba el gato, defendiéndose de Guela, que se había montado encima de él. Separaron a los dos contrincantes, Koróviev sopló en el dedo de Guela, que se curó inmediatamente.

— No puedo disparar cuando me están atosigando — dijo el gato, tratando de pegarse un enorme mechón de pelo arrancado de la espalda.

— Apuesto a que lo ha hecho adrede — dijo Voland, sonriendo a Margarita—. Tira bastante bien.

El gato y Guela se reconciliaron, dándose un beso. Sacaron la carta de debajo de la almohada. La única señal atravesada era la de Asaselo.

— Imposible — afirmó el gato, mirando la carta al trasluz de las velas.

La alegre cena continuaba. Se corrían las velas de los candelabros, la chimenea expandía por la habitación oleadas de calor seco y oloroso. Después de cenar, Margarita se sentía inmersa en una sensación de bienestar. Miraba cómo las volutas de humo violeta del puro de Asaselo flotaban en dirección a la chimenea y el gato las cazaba con la punta de la espada. No tenía ningún deseo de marcharse, aunque, según sus cálculos, ya era tarde. En efecto, eran cerca de las seis de la mañana.

Aprovechando una pausa, Margarita se dirigió con voz tímida a Voland:

— Me parece que… ya es hora de marcharme…; es tarde…