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Un hombre con pinta de enfermo, extraño, pálido, con las barbas sin afeitar, con gorrito negro y bata, bajaba por la escalera con pasos inseguros. Le llevaba del brazo cuidadosamente, una señorita vestida con un hábito negro, eso le pareció a Anushka a oscuras. La señorita o estaba descalza o tenía unos zapatos transparentes, seguramente extranjeros, hechos tiras. Además ¡la señorita estaba desnuda! Sí, sí, ¡no llevaba nada bajo el hábito negro! «Pero ¡qué pisito!» Todo cantaba en el interior de Anushka al pensar en lo que diría a las vecinas al día siguiente.

Detrás de la señorita del traje extraño iba otra completamente desnuda, con un maletín en la mano, y junto al maletín merodeaba un enorme gato negro. Anushka por poco pegó un chillido, frotándose los ojos.

Cerraba la procesión un extranjero pequeñajo, cojo, con un ojo torcido, sin chaqueta, pero con un chaleco blanco de frac y corbata. Todo este grupo desfiló junto a Anushka y siguió bajando. Algo se cayó por el camino.

Al oír que los pasos cesaban, Anushka salió de su casa como una serpiente, dejó la zapa junto a la puerta, se echó al suelo y empezó a buscar. Algo pesado, envuelto en una servilleta, apareció en sus manos. Cuando abrió el paquete, a poco se le salen los ojos. Anushka se acercó la joya. En su mirada se encendió un fuego felino. Y un torbellino se formó en su cabeza: «¡No sé nada ni he visto nada!… ¿Al sobrino? ¿O lo sierro en trozos?… Las piedrecitas se pueden sacar y se llevan una por una: una a la Petrovka, otra a la Smolénskaya… ¡Ni sé nada, ni he visto nada!».

Se guardó su tesoro en los senos, agarró la zafra y ya se disponía a me-terse en su piso, aplazando el viaje a la ciudad, cuando creció ante sus ojos el tipo de la pechera blanca, sin chaqueta, y murmuró:

—¡Dame la herradura y la servilleta!

—¿Qué herradura ni qué servilleta? — preguntó Anushka haciéndose de nuevas con bastante arte—. No sé nada de ninguna servilleta. ¿Qué le pasa, ciudadano, está borracho?

El ciudadano, con unas manos duras y frías como el pasamanos de un autobús, sin decir nada más, le apretó el cuello de tal manera, que cortó todo acceso de aire a sus pulmones. La zafra cayó al suelo. Después de haberla tenido algún tiempo sin aire, el extranjero sin chaqueta apartó sus dedos del cuello de Anushka. Ella tragó un poco de aire y dijo con una sonrisa:

— Ah, ¿la herradura? ¡Ahora mismo! ¿Es suya? Es que la vi en la servilleta y la recogí, por si alguien se la llevaba, ya sabe usted qué cosas pasan…

Al recibir la herradura y la servilleta el hombre hizo varias reverencias, le estrechó enérgicamente la mano y, con acento extranjero, se lo agradeció con verdadero entusiasmo:

— Le estoy profundamente agradecido, madame. Esta herradura es un recuerdo muy querido para mí. Y permítame que por el favor de guardármela le dé doscientos rublos. — Sacó inmediatamente el dinero del bolsillo del chaleco y se lo entregó a Anushka.

Ella, con una sonrisa desmesurada, no hacía más que exclamar:

—¡Ay! ¡tantas gracias! Merci!Merci!

El espléndido extranjero bajó toda la escalera de una zancada, pero antes de largarse definitivamente, gritó desde abajo, sin ningún acento ya:

—¡Oye, tú! ¡Vieja asquerosa! ¡Cuando encuentres algo llévalo a las milicias y no te lo metas en el bolsillo!

Con un extraño zumbido y embarullada la cabeza por aquella serie de sucesos en la escalera, Anushka siguió gritando maquinalmente durante bastante rato:

— Merci!Merci!Merci!… —el extranjero hacía mucho que no estaba allí.

Tampoco estaba el coche en el patio. Asaselo le devolvió a Margarita el regalo de Voland, se despidió de ella, preguntándole si estaba cómoda. Guela le dio varios besos ruidosos, el gato le besó la mano y saludaron al maestro, que parecía exánime en un rincón del coche. Luego hicieron una señal al grajo, y se disiparon en el aire, sin molestarse en subir las escaleras. El grajo encendió las luces del coche y salió del patio, pasando junto a otro hombre profundamente dormido. Las luces del coche desaparecieron entre otras muchas de la ruidosa Sadóvaya, que nunca dormía.

Una hora después, en el sótano de una pequeña casa de Arbat, en la habitación pequeña, que estaba igual que antes de la terrible noche del otoño anterior, y junto a una mesa cubierta de terciopelo, con una lámpara y un florero de muguetes, estaba Margarita, llorando de felicidad y por todo lo que había sufrido. Tenía frente a ella el cuaderno, desfigurado por el fuego, y un montón de cuadernos intactos. La casa estaba en silencio. En el cuarto de al lado dormía el maestro profundamente, tapado con la bata del sanatorio. Su respiración era silenciosa y tranquila.

Harta ya de llorar, Margarita cogió un ejemplar que no había visto el fuego y buscó la parte que releía antes del encuentro con Asaselo bajo las murallas del Kremlin. No tenía sueño. Acariciaba el cuaderno como se acaricia a un gato favorito, le daba vueltas, lo miraba por todos los lados, se paraba en la primera página, luego abría el final. De pronto le atravesó la espantosa idea de que todo había sido arte de magia, que iban a desaparecer los cuadernos, que se encontraría en su dormitorio del palacete y al despertar iría a ahogarse al río. Pero éste fue el último pensamiento aterrorizado, el eco de sus largos días de sufrimiento. Nada desaparecía, el omnipotente Voland era realmente omnipotente, y siempre que quisiera podría estar así, pasando las hojas, estudiándolas, besándolas y releer la frase:

«La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador…»

25. CÓMO EL PROCURADOR INTENTÓ SALVAR A JUDAS DE KERIOTH

La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador. Desaparecieron los puentes colgantes que unían el templo y la terrible torre Antonia, descendió un abismo del cielo que cubrió los dioses alados del hipódromo, el Palacio Hasmoneo con sus aspilleras, bazares, caravanas, callejuelas, estanques… Desapareció Jershalaím, la gran ciudad, como si nunca hubiera existido. Todo se lo había tragado la oscuridad, y en Jershalaím y sus alrededores no quedaba ser viviente que no se hubiera asustado. Una extraña nube había llegado del mar al atardecer del día catorce del mes primaveral Nisán.

Cubrió con su panza el monte Calvario, donde los verdugos se apresuraban a matar a los condenados, se echó sobre el templo de Jershalaím, se arrastró en forma de espumosos torrentes desde el monte hasta cubrir la Ciudad Baja. Entraba por las ventanas, empujaba a las gentes de las torcidas callejuelas a sus casas. No tenía prisa en soltar el agua que llevaba acumulada, pero sí la luz. Cuando el vaho negro y humeante se deshacía en fuego, se alzaba de la oscuridad el bloque inmenso del templo, cubierto de escamas brillantes. Pero al instante se apagaba, y el templo volvía a sumergirse en un oscuro abismo. Aparecía y desaparecía, se hundía, y a cada hundimiento seguía un estruendo de catástrofe.

Temblorosos resplandores sacaban de la oscuridad al palacio de Hero-des el Grande, frente al templo, en el monte del Oeste. Impresionantes estatuas de oro, decapitadas, volaban levantando los brazos al cielo. Pero el fuego celestial se escondía y los pesados golpes de los truenos arrojaban a la oscuridad los ídolos dorados.

El chaparrón empezó de repente, cuando ya la tormenta se había con vertido en huracán. Allí, junto a un banco de mármol del jardín, donde a una hora próxima al mediodía estuvieran conversando el procurador y el gran sacerdote, un golpe semejante al de un disparo de cañón había roto un ciprés como si se tratara de un bastón. El balcón bajo las columnas se llenaba de rosas arrancadas, hojas de magnolio, pequeñas ramas y arena, mezcladas con el agua y el granizo. El huracán desgarraba el jardín.