— Bien — dijo Pilatos en voz baja—, ¿cómo están los ánimos en la ciudad?
Instintivamente volvió los ojos hacia abajo, allí donde terminaban de arder columnatas y tejados planos, dorados por los últimos rayos del sol, detrás de las terrazas del jardín.
— Me parece, procurador — respondió el huésped—, que ahora no hay razón para preocuparse.
— Entonces, ¿se puede estar seguro de que no hay peligro de disturbios?
— Se puede estar seguro — respondió el huésped mirando al procurador con simpatía— de una sola cosa en el mundo: del poder del gran César.
—¡Qué los dioses le den una vida muy larga! — se unió Pilatos—, ¡y una paz completa! — estuvo callado un rato y luego siguió—: ¿Cree usted que se puede marchar el ejército?
— Me parece que la cohorte de la legión Fulminante se puede marchar — contestó el huésped y añadió—: Estaría bien que desfilara por la ciudad como despedida.
— Buena idea — aprobó el procurador—. Pasado mañana dejaré que se vaya y me iré yo también, y le juro por el festín de los doce dioses, le juro por los lares, ¡que daría mucho por poder hacerlo hoy mismo!
—¿Al procurador no le gusta Jershalaím? — preguntó el hombre amablemente.
—¡Por favor! — exclamó el procurador, sonriendo—. En la tierra no hay otro lugar más desesperante. No hablo ya del clima, me enfermo cada vez que vengo aquí. Eso es lo de menos… ¡Pero las fiestas!… ¡Los magos, hechiceros, brujos, estas manadas de peregrinos!… ¡Fanáticos, son unos fanáticos! ¿Y qué me dice del Mesías que de pronto se les ocurrió esperar este año? Se está expuesto a presenciar matanza tras matanza… Tener que trasladar a los soldados constantemente, leyendo denuncias y quejas, la mitad de las cuales van dirigidas contra uno mismo. Reconozca que es aburrido. Oh, ¡si no fuera por el servicio del emperador!
— Sí, las fiestas aquí son difíciles — asintió el huésped.
— Deseo con toda mi alma que terminen lo antes posible — añadió Pilatos con energía—. Por fin podré volver a Cesárea. No sé si me creerá, pero esta construcción de pesadilla de Herodes — el procurador hizo un gesto con la mano hacia la columnata, dejando claro que hablaba del palacio— ¡me está volviendo loco! No puedo dormir. ¡El mundo no conoce otra arquitectura tan extraña como ésta!… Bueno, volvamos a nuestros asuntos. Ante todo, ¿no le preocupa ese maldito Bar-Rabbán?
Entonces el huésped dirigió una de sus miradas especiales a la mejilla del procurador. Pero éste miraba al infinito con expresión aburrida, la cara arrugada de asco, observando aquella parte de la ciudad que estaba a sus pies, apagándose en el anochecer. También se apagó la mirada del huésped y se bajaron sus párpados.
— Es de suponer que Bar sea ahora tan inofensivo como un cordero — dijo el huésped y su cara redonda se cubrió de arrugas—, le resultaría difícil manifestarse.
—¿Es demasiado conocido?
— El procurador, como siempre, comprende el problema hasta el fon-do.
— En todo caso — dijo el procurador y levantó su dedo largo, con una piedra negra de sortija—, es necesario…
—¡Oh! el procurador puede estar seguro de que mientras yo esté en Judea, Bar no podrá dar un paso sin que le sigan.
— Así estoy tranquilo. En realidad, como siempre que usted se encuentra aquí.
—¡El procurador es demasiado benévolo!
— Y ahora le ruego que me informe sobre la ejecución — dijo el procurador.
—¿Y qué le interesa al procurador en particular?
—¿No hubo por parte de la masa intentos de expresar su indignación? Claro está, que esto es lo más importante.
— No hubo ninguno — contestó el huésped.
— Muy bien. ¿Se cercioró usted mismo de que habían muerto?
— El procurador puede estar seguro de ello.
— Dígame… ¿les dieron la bebida antes de colgarlos en los postes?
— Sí. Pero él — el huésped cerró los ojos— se negó a tomarla.
—¿Cuál de ellos? — preguntó Pilatos.
—¡Usted perdone, hegémono! — exclamó el huésped—, ¿no le he nombrado? ¡Ga-Nozri!
—¡Demente! — dijo Pilatos haciendo una extraña mueca. Empezó a temblarle una vena bajo su ojo izquierdo—. ¡Morir de quemaduras de sol!
¿Por qué rechazar lo que permite la ley? ¿Con qué palabra se negó?
— Dijo — respondió el hombre, cerrando los ojos de nuevo-que lo agradecía y no culpaba a nadie de su muerte.
—¿A quién? — preguntó con voz sorda.
— Eso no lo dijo, hegémono…
—¿No intentó predicar algo en presencia de los soldados?
— No, hegémono, esta vez no estuvo demasiado hablador. Lo único que dijo fue que entre todos los defectos del hombre, el que le parecía más grande era la cobardía.
—¿Por qué lo dijo? — el huésped oyó de repente una voz cascada.
— No quedó claro. Toda su actitud era extraña, como siempre.
—¿Qué era lo extraño?
— Intentaba mirar a los ojos de cada uno de los que le rodeaban y no dejaba de sonreír, desconcertado.
—¿Nada más?
— Nada más.
El procurador dio un golpe con el cáliz al servirse más vino. Lo bebió de un trago y dijo:
— El problema es el siguiente: aunque no podamos descubrir, por lo menos ahora, a sus admiradores o seguidores, no hay garantía de que no existan.
El huésped le escuchaba atentamente, con la cabeza baja.
— Por eso, para evitar toda clase de sorpresas — seguía el procurador— le ruego que se recojan los cuerpos de los tres ejecutados y que se entierren en secreto, para que no se vuelva a hablar de ellos.
— Está claro, hegémono — dijo el huésped, poniéndose de pie—: En vista de la dificultad y responsabilidad de la tarea, permita que me vaya en seguida.
— No, siéntese un momento — dijo Pilatos, deteniéndole con un gesto—, hay dos cosas más. En primer lugar, teniendo en cuenta sus enormes méritos en el delicado trabajo de jefe del servicio secreto del procurador de Judea, me veo en la obligación de hacerlo saber en Roma.
El huésped se sonrojó, se puso en pie e hizo una reverencia, diciendo:
— Sólo cumplo mi deber al servicio del emperador.
— Me gustaría pedirle una cosa — seguía el hegémono—, que si le propo
nen el traslado y el ascenso, que lo rechace y se quede aquí. No me gustaría tener que prescindir de usted de ningún modo. Podrán premiarle de otra manera.
— Es una gran satisfacción servir a sus órdenes, hegémono. — Me alegro mucho. Bien, la segunda cuestión. Se refiere a… este, como se llama… Judas de Kerioth. De nuevo el huésped miró al procurador de manera especial, aunque sólo por unos instantes. — Dicen — seguía el procurador bajando la voz—, que ha recibido dinero por haber acogido con tanta hospitalidad a ese loco. — Lo recibirá —corrigió por lo bajo el jefe del servicio secreto. — ¿Es grande la suma? — Eso nadie lo puede saber. — ¿Ni siquiera usted? — dijo el hegémono, elogiándole con su asombro. — Desgraciadamente, yo tampoco — respondió el huésped con serenidad. Lo único que sé es que va a recibir el dinero esta noche. Hoy le llama-ron al palacio de Caifás. — ¡Ah! ¡El avaro viejo de Kerioth! — dijo el procurador sonriendo—. ¿No es viejo? — El procurador nunca se equivoca, pero esta vez sí —respondió el hués ped con amabilidad—. El hombre de Kerioth es joven. — ¿Qué me dice? ¿Podría describirlo? ¿Es un fanático? — ¡Oh, no, procurador! — Bien, ¿algo más? — Es muy guapo. — ¿Qué más? ¿Tiene alguna pasión? — Es muy difícil conocer bien a todos los de esta enorme ciudad… — ¡No, no Afranio! No subestime sus méritos. — Tiene una pasión, procurador — el huésped hizo una pausa corta—: el dinero.