Por fin, el sueño se apoderó del hegémono cuando era casi medianoche. El procurador bostezó, se desabrochó y se quitó la toga; se liberó del cinturón que llevaba sobre la camisa, con un cuchillo ancho, de acero, envainado, y lo dejó en el sillón junto al lecho; luego se quitó las sandalias y se tumbó.
Bangá escaló en seguida el triclinio y se acostó junto a él, cabeza con cabeza, y el procurador, pasándole una mano al perro por el cuello, cerró los ojos. Sólo entonces durmió el perro.
El lecho estaba en la oscuridad, guardado de la luna por una columna, pero de los peldaños de la entrada hasta la cama se extendía un haz de luna. Cuando el procurador perdió el contacto con la realidad que le rodeaba, empezó a andar por el camino de luz, hacia la luna.
Se echó a reír feliz por lo extraordinario que todo resultaba en el cami-no azul y transparente. Le acompañaban Bangá y el filósofo errante. Dis cutían de algo importante y complicado y ninguno de los dos era capaz de convencer al otro. No estaban de acuerdo en nada, lo que hacía que la discusión fuera interminable, pero mucho más interesante. Por supuesto, la ejecución no había sido más que un malentendido, el filósofo que inventara aquella absurda teoría de que todos los hombres eran buenos estaba a su lado, luego estaba vivo. Y, naturalmente, daba horror pensar que se podía ejecutar a un hombre así. ¡No hubo tal ejecución! ¡No la hubo! Ahí radicaba el encanto del viaje hacia arriba, subiendo a la luna.
Tenía mucho tiempo por delante, la tormenta no empezaría hasta la noche, y la cobardía, sin duda alguna, era uno de los mayores defectos del hombre. Así decía Joshuá Ga-Nozri. No, filósofo, no estoy de acuerdo. ¡Es el mayor defecto!
El que hoy era procurador de Judea, el antiguo tribuno de la legión, no fue cobarde, por ejemplo, cuando a los furiosos germanos les faltó poco para devorar al gigante Matarratas, en el Valle de las Doncellas. Pero, ¡por favor, filósofo! ¿cómo puede pensar usted, que es inteligente, que el procurador de Judea iba a perder su puesto por un hombre que ha cometido un delito contra el César?
— Sí, sí… —gemía y sollozaba Pilatos en sueños.
Claro que lo perdería. Por la mañana no lo hubiera hecho así; pero, ahora, por la noche, después de haberlo meditado bien, estaba dispuesto a ello. Haría lo que fuera necesario para librar de la ejecución al médico demente y soñador que no era culpable de nada.
— Así siempre estaremos juntos — decía el harapiento filósofo, el vagabundo, que no se sabía por qué había aparecido en el camino del jinete de la Lanza de Oro— ¡cuando salga uno, saldrá el otro! ¡Cuando se acuerden de mí, te recordarán a ti! A mí, hijo de padres desconocidos y a ti, hijo del rey astrólogo y de la hermosa Pila, hija de un molinero.
— Sí, por favor, no me olvides. Recuérdame a mí, al hijo del astrólogo pedía Pilatos. Y como viera el consentimiento del mendigo de En-Sarid, que asentía con la cabeza, caminando a su lado, el cruel procurador de Judea reía y lloraba de alegría, en sueños.
Esto era muy bonito, pero hizo que el despertar del procurador fuera angustioso. Bangá lanzó un gruñido a la luna y el camino resbaladizo, como untado de aceite, se hundió bajo el procurador. Abrió los ojos, recordó que la ejecución había existido, y después, con gesto acostumbrado, agarró el collar de Bangá. Buscó la luna con sus ojos enfermos y la vio, plateada, que se había desplazado. Un resplandor desagradable y alarmante interrumpía la luz de la luna y jugaba en el balcón ante sus propios ojos.
En las manos del centurión Matarratas ardía una antorcha despidiendo hollín. El hombre miraba con miedo y enfado al animal agazapado para saltar.
— Quieto, Bangá —dijo el procurador con voz enfermiza, y tosió. Continuó hablando, cubriéndose la cara con la mano—. ¡Ni una noche de luna tengo tranquilidad!… Oh, dioses… Usted, Marco, también tiene un mal puesto. Mutila a los soldados…
Marco miraba al procurador con gran sorpresa; éste se recobró. Para suavizar las innecesarias palabras que había dicho medio en sueños, el procurador añadió:
— No se ofenda, centurión. Le repito que mi situación es todavía peor. ¿Qué quería?
— Ha venido el jefe del servicio secreto.
— Que pase, que pase — ordenó el procurador, tosiendo para aclararse la voz y buscando las sandalias con los pies descalzos. El reflejo del fuego bailó en las columnas y las cáligas del centurión resonaron en el mosaico. El centurión salió al jardín.
— Ni con luna tengo tranquilidad — se dijo el procurador, y le rechinaron los dientes.
Ahora en lugar del centurión apareció en el balcón el hombre de la capucha.
— Quieto, Bangá —dijo el procurador en voz baja, y apretó con suavidad la nuca del perro.
Antes de decir nada, Afranio miró alrededor, como tenía por costumbre, y se fue a la sombra; cuando se convenció de que, además de Bangá, en el balcón no había nadie, empezó a hablar en voz baja.
— Procurador, solicito que me lleve a los tribunales. Usted tenía razón. No he sabido salvar a Judas de Kerioth, lo han matado. Solicito un juicio y la dimisión.
Afranio tuvo la sensación de que le estaban contemplando cuatro ojos: de perro y de lobo.
Sacó de debajo de su clámide una bolsa manchada de sangre, doblemente sellada.
— Este saco con dinero lo arrojaron los asesinos en casa del gran sacerdote. La mancha es de sangre de Judas de Kerioth.
—¿Cuánto dinero hay dentro? — preguntó Pilatos inclinándose sobre el saquito.
— Treinta tetradracmas.
El procurador se sonrió y dijo:
— Es poco.
Afranio estaba callado.
—¿Dónde está el cadáver?
— No lo sé —respondió con digna tranquilidad el hombre que nunca sé separaba de su capuchón—. Esta mañana iniciaremos la investigación.
El procurador se estremeció y dejó la correa de la sandalia que no conseguía abrochar.
—¿Está seguro de que ha muerto?
La respuesta que recibió el procurador fue muy seca:
— Procurador, trabajo en Judea desde hace quince años. Empecé con Valerio Grato. No necesito ver el cadáver de un hombre para saber que está muerto. Le comunico que al hombre que llamaban Judas de Kerioth lo han matado hace unas horas.
— Perdóneme, Afranio — contestó Pilatos—, todavía no estoy del todo despierto, y por eso lo dije. Duermo mal — el procurador sonrió—. En mis sueños siempre veo un rayo de luna. Fíjese, qué curioso, es como si yo estuviera paseando por ese rayo… Bien, me gustaría saber qué piensa de este asunto. ¿Dónde piensa buscarlo? Siéntese.
El jefe del servicio secreto hizo una reverencia, acercó el sillón al triclinio y se sentó, haciendo sonar su espada.
— Pienso buscarle por la almazara, en el Huerto de Gethsemaní.
— Bien, bien. ¿Y por qué allí precisamente?
— Hegémono, creo que a Judas lo han matado, no en la ciudad, pero tampoco lejos de aquí: en las afueras de Jershalaím.
— Le tengo por un gran experto en su oficio. No sé cómo irán las cosas en Roma, pero en las provincias no hay otro como usted. Pero explíqueme, ¿en qué se basa para creerlo así?
— No puedo admitir en absoluto — decía Afranio en voz baja—, que Judas cayera en manos de sospechosos dentro de la ciudad. No se puede matar a nadie en la calle sin ser descubierto, luego tienen que haber conseguido llevarle a algún escondite. Pero nuestro servicio ha hecho un registro en la Ciudad Baja, y de estar allí estoy seguro de que lo hubieran encontrado. No está en la ciudad, se lo garantizo. Y si le hubieran matado en algún otro lugar lejos de la ciudad, no hubieran podido llevar tan pronto el dinero al palacio. Le han matado cerca de la ciudad. Han sabido hacerle salir de Jershalaím.