— Ya sé que la habrá —respondió Pilatos—, no me has sorprendido con tus palabras. Naturalmente, ¿querrás matarme a mí?
— No conseguiría matarte — contestó Leví con una sonrisa, enseñando los dientes—, no soy tan tonto como para pensar en eso. Pero voy a matar a Judas de Kerioth y dedicaré a ello el resto de mi vida.
Los ojos del procurador se llenaron de placer y, haciendo un gesto con el dedo, para que Leví Mateo se acercara, le dijo:
— Eso ya no puedes hacerlo, no te molestes. Esta noche ya han matado a Judas.
Leví dio un salto, apartándose de la mesa, y mirando alrededor con los ojos enloquecidos, gritó:
—¿Quién lo ha hecho?
— No seas celoso — sonrió Pilatos, y se frotó las manos—, me temo que tenía otros admiradores aparte de ti.
—¿Quién lo ha hecho? — repitió Leví en un susurro.
Pilatos le contestó:
— Lo he hecho yo.
Leví abrió la boca y se quedó mirando al procurador, que dijo en voz baja:
— Desde luego, no ha sido mucho, pero lo hice yo — y añadió—: bueno, y ahora ¿aceptarás algo?
Leví se quedó pensativo, se ablandó y dijo:
— Ordena que me den un trozo de pergamino limpio.
Pasó una hora. Leví ya no estaba en el palacio. Sólo el ruido suave de los pasos de los centinelas en el jardín interrumpía el silencio del amanecer. La luna palidecía, y en el otro extremo del cielo apareció la mancha blanca de una estrella. Hacía tiempo que se habían apagado los candiles. El procurador estaba acostado. Dormía con una mano bajo la mejilla y respiraba silenciosamente. A su lado dormía Bangá.
Así recibió el amanecer del quince del mes Nisán el quinto procurador de Judea, Poncio Pilatos.
27. EL FINAL DEL PISO NÚMERO 50
Cuando Margarita llegó a las últimas líneas del capítulo «… Así recibió el amanecer del quince del mes Nisán el quinto procurador de Judea, Poncio Pilatos», llegó la mañana.
Desde las ramas de los salgueros y tilos llegaba la conversación matinal, animada y alegre, de los gorriones.
Margarita se levantó del sillón, se estiró y sólo entonces sintió que le dolía todo el cuerpo y que tenía sueño.
Es curioso, pero el alma de Margarita estaba tranquila. No tenía las ideas desordenadas, no le había trastornado la noche, pasada de una manera tan extraordinaria. No le preocupaba la idea de haber asistido al Baile de Satanás, ni el milagro de que el maestro estuviera de nuevo con ella; tampoco la novela, reaparecida de entre las cenizas, ni que él se encontrara en el piso de donde habían echado al soplón Mogarich. En resumen: el encuentro con Voland no le había producido ningún trastorno psíquico. Todo era así, porque así tenía que ser.
Entró en el otro cuarto, se convenció de que el maestro dormía un sueño tranquilo y profundo, apagó la luz de la mesa, innecesaria ya, y se acostó en un diván que había enfrente, cubierto con una vieja sábana rota. Se durmió en seguida y esta vez no soñó nada. Las dos habitaciones del sótano estaban en silencio, también la pequeña casa y la perdida callecita.
Pero mientras tanto, es decir, al amanecer del sábado, toda una planta de una organización moscovita estaba en vela. La luz de las ventanas que daban a un patio asfaltado, que todas las mañanas limpiaban unos coches especiales con cepillos, se mezclaba con la luz del sol naciente.
La Instrucción Judicial encargada del caso Voland ocupaba una planta entera, y las lámparas estaban encendidas en diez despachos.
En realidad el caso era ya evidente como tal, desde el día anterior — el viernes—, cuando el Varietés tuvo que cerrarse como consecuencia de la desaparición del Consejo de Administración y otros escándalos ocurridos la víspera, durante la famosa sesión de magia negra. Y lo que sucedía era que continuamente, sin interrupción, llegaba mas y más material de investigación a este departamento de guardia.
Y ahora la Instrucción encargada de este extraño caso, que tenía un matiz claramente diabólico, con una mezcla de trucos hipnóticos y crímenes evidentes como agravante, tenía que ligar todos los sucesos diver-sos y enredados que habían ocurrido en distintas partes de Moscú.
El primero en visitar aquella planta en vela, reluciente de electricidad, fue Arcadio Apolónovich Sempleyárov, presidente de la Comisión de Acústica de Espectáculos.
El viernes después de comer, en su piso del Puente Kámeni, sonó el teléfono, y una voz de hombre pidió que avisaran a Arcadio Apolónovich. Su esposa contestó con hostilidad que Arcadio Apolónovich se encontraba mal, que se había acostado y no podía hablar por teléfono. Pero no tuvo más remedio que hacerlo. Cuando la esposa de Sempleyárov preguntó quién deseaba hablarle, le contestaron con pocas palabras.
— Ahora…, ahora mismo, espere un segundo… — balbuceó la arrogante esposa del presidente de la Comisión Acústica, y, como una bala, corrió al dormitorio para levantar a Arcadio Apolónovich del lecho, en el que yacía atormentado por el recuerdo de la sesión del día anterior y el escándalo que acompañó la expulsión de la sobrina de Sarátov.
Arcadio Apolónovich no tardó un segundo, tampoco un minuto, sino un cuarto de minuto en llegar al aparato, con un pie descalzo y en paños menores. Pronunció con voz entrecortada:
— Sí, soy yo… Dígame…
Su esposa olvidó todos los repugnantes atentados contra la fidelidad que se habían descubierto en la conducta del pobre Arcadio Apolónovich. Asomaba su cara asustada por la puerta del pasillo y agitaba en el aire la otra zapatilla diciendo:
— Ponte la zapatilla, que te vas a enfriar — pero Arcadio Apolónovich la rechazaba con el pie descalzo, ponía ojos furiosos y seguía murmurando por teléfono:
— Sí, sí…, cómo no…, ya comprendo; ahora mismo voy…
Arcadio Apolónovich pasó toda la tarde en el lugar donde se llevaba la investigación.
La conversación fue muy penosa, desagradable, porque tuvo que con-tar con toda franqueza no sólo lo referente a la repugnante sesión y la pelea en el palco, sino que también, de paso, se vio obligado a hablar de Militsa Andréyevna Pokobatko, la de la calle Yelójovskaya, de la sobrina de Sarátov y de muchas cosas, y el hablar de ello causó a Arcadio Apolónovich unos sufrimientos inenarrables.
Desde luego, las declaraciones de Arcadio Apolónovich significaron un considerable avance en la investigación, puesto que se trataba de un intelectual, un hombre culto que había sido testigo presencial — un testigo digno y cualificado— de la indignante sesión. Describió a la perfección al misterioso mago del antifaz y a los dos truhanes que tenía por ayudantes y recordó inmediatamente que el apellido del nigromante era Voland.
La confrontación de las declaraciones de Arcadio Apolónovich con las de otros testigos, entre los que había varias señoras, víctimas de la sesión (la señora de la ropa interior violeta, que sorprendiera a Rimski, y tantas otras, por desgracia), y la del ordenanza Kárpov, al que había enviado al piso número 50 de la Sadóvaya fue la clave para orientar la búsqueda del responsable de aquellos extraños sucesos.
Visitaron más de una vez el piso número 50. Y no se conformaron con examinarlo minuciosamente, sino que además comprobaron las paredes a base de golpes, controlaron los tiros de la chimenea y buscaron escondites. Pero todas estas medidas no condujeron a nada y no se pudo encontrar a nadie en la casa, aunque era evidente que alguien tenía que haber, en contra de la opinión de todas aquellas personas que, por ra-zones diversas, estaban obligadas a saber todo lo relacionado con los artistas extranjeros que llegaban a Moscú, y que afirmaban con seguridad y categóricamente que no había y no podía haber en la ciudad ningún nigromante llamado Voland.