Su entrada no estaba registrada en ningún sitio. Nadie había visto su pasaporte, documentos o contrato y nadie, absolutamente nadie, sabía nada de él. El jefe de la Sección de Programación de la Comisión de Espectáculos, Kitáitsev, juraba y perjuraba que el desaparecido Stiopa Lijodéyev no le había mandado para su aprobación ningún programa de actuación del tal Voland y que tampoco le había comunicado su llegada. Por lo tanto, Kitáitsev ni sabía, ni podía comprender cómo pudo permitir Lijodéyev semejante actuación en el Varietés. Cuando le dijeron que Arcadio Apolónovich había visto personalmente al mago en el escenario, Kitáitsev se limitaba a alzar los brazos y levantar los ojos al cielo. Se podía asegurar, porque se veía en sus ojos, que era limpio como el agua de un manantial.
Y de Prójor Petróvich, presidente de la Comisión Central de Espectáculos…
Por cierto, regresó a su traje en seguida después de la llegada de los milicianos al despacho, con la consiguiente alegría de Ana Richárdovna y el asombro de las milicias que habían acudido para nada.
Es curioso también que al volver a su despacho, dentro del traje gris a rayas, Prójor Petróvich aprobara todas las disposiciones que había hecho el traje durante su corta ausencia.
Y como decía, el mismo Prójor Petróvich tampoco sabía nada acerca de ningún Voland.
Resultaba completamente increíble: miles de espectadores, todo el personal del Varietés, un hombre tan responsable como Arcadio Apolónovich Sempleyárov, habían visto al mago y a sus malditos ayudantes, y ahora no había modo alguno de localizarlos. No era posible que se los hubiera tragado la tierra o, como decían algunos, que no hubieran estado nunca en Moscú. Si admitieran lo primero, no quedaba la menor duda de que la tierra también se había tragado a toda la dirección del Varietés. Si era cierto lo segundo, entonces resultaba que la administración del desdichado teatro, después de organizar un escándalo inaudito (acuérdense de la ventana rota en el despacho y de la actitud del perro Asderrombo), había desaparecido de Moscú sin dejar rastro.
Hay que reconocer los méritos del jefe de la Instrucción Judicial. El desaparecido Rimski fue encontrado con una rapidez sorprendente. Bastó confrontar la actitud de Asderrombo en la parada de taxis junto al cine, con algunos datos de tiempo, como la hora en que acabó la sesión y cuándo pudo desaparecer Rimski, para que inmediatamente fuera enviado un telegrama a Leningrado. Al cabo de una hora llegó la respuesta. Era la tarde del viernes. Rimski había sido descubierto en la habitación 412, en el cuarto piso del hotel Astoria, junto a la habitación donde se alojaba el encargado del repertorio de un teatro moscovita; en esa suite, en la que, como todos sabemos, hay muebles de un tono gris azulado con dorados y un cuarto de baño espléndido.
Rimski, encontrado en el armario ropero de la habitación del hotel, fue interrogado en el mismo Leningrado. A Moscú llegó un telegrama comunicando que el director de finanzas Rimski se encontraba en un estado de completa irresponsabilidad, que no daba o no quería dar ninguna respuesta coherente y que pedía únicamente que le escondieran en un cuarto blindado y pusieran guardia armada. Llegó un telegrama de Moscú con la orden de que Rimski fuera escoltado hasta la capital, y el viernes por la noche, Rimski, acompañado, emprendió el viaje en tren.
También en la tarde del viernes tuvieron noticias de Lijodéyev. Habían pedido informes por telegrama a todas las ciudades. Se recibió respuesta de Yalta; Lijodéyev había estado allí, pero ya había salido en avión para Moscú.
Del que no apareció ni siquiera una pista fue de Varenuja. El administrador del teatro, al que conocía absolutamente todo el mundo en Moscú, había desaparecido como si se le hubiera tragado la tierra.
Y, mientras tanto, hubo que ocuparse de otros sucesos que habían ocurrido en Moscú, fuera del teatro Varietés. Hubo que aclarar el extraordinario caso de los funcionarios que cantaban «Glorioso es el mar…» (por cierto, que el profesor Stravinski consiguió volverles a la normalidad al cabo de dos horas, a base de inyecciones intramusculares), también fue necesario esclarecer el asunto del extraño dinero que unas personas entregaban a otras, o a organizaciones, así como el de aquellos que habían sido víctimas de estos enredos.
Naturalmente, de todos los acontecimientos el más desagradable, el más escandaloso y el de peor solución era el del robo de la cabeza del difunto literato Berlioz, en pleno día desaparecida del ataúd, expuesta en un salón de Griboyédov.
La Instrucción estaba a cargo de doce personas que recogían, como con una aguja, los malditos puntos de aquel caso esparcido por todo Moscú.
Un miembro de la Instrucción Judicial se presentó en el sanatorio del profesor Stravinski solicitando la lista de los enfermos ingresados durante los últimos tres días. Localizaron así a Nikanor Ivánovich Bosói y al desafortunado presentador de la cabeza arrancada. Estos dos, sin embargo, no suscitaron mayor interés, pero se podía sacar como conclusión que los dos habían sido víctimas de la pandilla que encabezaba el misterioso mago. Quien le pareció realmente interesante al juez de Instrucción fue Iván Nikoláyevich Desamparado.
El viernes por la tarde se abrió la puerta de la habitación número 117, en la que se alojaba Iván, y entró un hombre joven, de cara redonda, tranquilo y delicado en su trato, que no tenía aspecto de juez de Instrucción, pero que era, sin embargo, uno de los mejores de Moscú. Vio en la cama a un hombre pálido y desmejorado, había en sus ojos indiferencia por cuanto le rodeaba, parecía contemplar algo que estaba muy lejos o quizá estuviera absorto en sus propios pensamientos. El juez de Instrucción, en tono bastante cariñoso, le dijo que estaba allí para hablar de lo acontecido en «Los Estanques del Patriarca».
Oh, ¡qué feliz se hubiera sentido Iván si el juez hubiera aparecido antes, en la noche del mismo miércoles al jueves, cuando Iván exigía con tanta pasión y violencia que escucharan su relato sobre lo sucedido en «Los Estanques del Patriarca»! Ahora ya se había realizado su sueño de ayudar a dar caza al consejero, no tenía que correr en busca de nadie; habían ido a verle precisamente para escuchar su narración sobre lo ocurrido en la tarde del miércoles.
Pero desgraciadamente Ivánushka había cambiado por completo durante los días que sucedieron al de la muerte de Berlioz. Estaba dispuesto a responder con amabilidad a todas las preguntas que le hiciera el juez de Instrucción, pero en su mirada y en su tono se notaba la indiferencia. Al poeta ya no le interesaba el asunto de Berlioz.
Antes de que llegara el juez, Ivánushka estaba acostado, dormía. Ante sus ojos se sucedían una serie de visiones. Veía una ciudad desconocida, incomprensible, inexistente, en la que había enormes bloques de mármol rodeados de columnatas, con un sol brillante sobre las terrazas, con la torre Antonia, negra, imponente, un palacio que se elevaba sobre la colina del oeste, hundido casi hasta el tejado en el verde de un jardín tropical, unas estatuas de bronce encendidas a la luz del sol poniente. Veía desfilar junto a las murallas de la antigua ciudad a las centurias romanas en sus corazas.
En su sueño aparecía frente a Iván un hombre inmóvil en un sillón, con la cara afeitada, amarillenta, de expresión nerviosa, con un manto blanco forrado de rojo, que miraba con odio hacia el jardín frondoso y ajeno. Veía Iván un monte desarbolado con los postes cruzados, vacíos.
Lo sucedido en «Los Estanques del Patriarca» ya no le interesaba.
— Dígame, Iván Nikoláyevich, ¿estaba usted lejos del torniquete cuando Berlioz cayó bajo el tranvía?
En los labios de Iván apareció una leve sonrisa de indiferencia.
— Estaba lejos.
—¿Y el tipo de la chaquetilla a cuadros estaba junto al torniquete?