— No, estaba sentado en un banco cerca de allí.
—¿Está usted seguro de que no se había acercado al torniquete en el momento que Berlioz caía bajo el tranvía?
— Sí. Estoy seguro. No se había acercado. Estaba sentado.
Éstas fueron las últimas preguntas del juez. Después de hacerlas, se levantó, estrechó la mano de Ivánushka, deseándole que se mejorase lo antes posible, y expresó la esperanza de poder leer sus poemas muy pronto.
— No — contestó Iván en voz baja—, no volveré a escribir poemas.
El juez sonrió con amabilidad, afirmando su convencimiento de que el poeta se encontraba en un estado de depresión, pero que pronto saldría de ella.
— No — replicó Iván, sin detenerse en el juez, mirando alo lejos, al cielo que se apagaba—, no se me pasará nunca. Mis poemas eran malos, ahora lo he comprendido.
El juez de Instrucción dejó a Ivánushka. Había recibido una información bastante importante. Siguiendo el hilo de los acontecimientos desde el final hasta el principio, había logrado, por fin, llegar al punto de partida de todos los sucesos. Al juez no le cabía duda de que todo había empezado con el crimen en «Los Estanques». Claro está que ni Ivánushka ni el tipo de los cuadros habían empujado al tranvía al pobre presidente de MASSOLIT; se podría decir que físicamente nadie había contribuido al atropello. Pero el juez estaba seguro de que Berlioz cayó (o se arrojó) al tranvía bajo los efectos de hipnosis.
Sí, habían recogido bastante material y se sabía a quién y dónde había que pescar. Lo malo era que no había modo de pescar a nadie.
Hay que repetir que no cabía la menor duda de que el tres veces maldito piso número 50 estuviera habitado. Cogían el teléfono de vez en cuando y contestaba una voz crujiente o una gangosa; otras veces abrían la ventana e incluso se oía la música de un gramófono. Estuvieron en el piso a distintas horas del día. Dieron una pasada con una red, examinando hasta el último rincón. En la casa, que estaba bajo vigilancia desde hacía tiempo, se vigilaba no sólo la puerta principal, sino también la entrada de servicio. Es más, había centinelas en el tejado junto a las chimeneas. Sin embargo, cuando iban al piso no encontraban absolutamente a nadie. El piso número 50 estaba haciendo de las suyas y no había manera de evitarlo.
Así estaban las cosas hasta la noche del viernes al sábado. A las doce en punto el barón Maigel, vestido de etiqueta y con zapatos de charol, se dirigió con aire majestuoso al piso número 50 en calidad de invitado. Se oyó cómo le dejaron entrar. A los diez minutos entraron en el piso sin llamar, pero no encontraron a los inquilinos, y lo que fue realmente una sorpresa, es que tampoco quedaba ni rastro del barón Maigel.
Como decíamos, esta situación duró hasta el amanecer del sábado. Entonces aparecieron otros datos muy interesantes. En el aeropuerto de Moscú aterrizó un avión de pasajeros de seis plazas, procedente de Crimea. Entre otros, descendió un viajero de aspecto extraño. Era un ciudadano joven, sucio y con barba de tres días; los ojos colorados y asustados, sin equipaje y vestido de una manera bastante original. Llevaba un gorro de piel de cordero, una capa de fieltro por encima de la camisa de dormir y unas zapatillas azules, relucientes y por lo visto recién compradas. En cuanto bajó de la escalera del avión se le acercaron. Estaban esperándole, y al poco tiempo el inolvidable director del Varietés, Stepán Bogdánovich Lijodéyev, compareció ante la Instrucción. Añadió algunos nuevos datos. Se supo que Voland penetró en el Varietés haciéndose pasar por artista, hipnotizando a Stiopa Lijodéyev, y luego se las arregló para enviar a Stiopa al quinto infierno fuera de Moscú. En resumen: se había acumulado cantidad de datos, pero esto no implicaba ninguna esperanza; al contrario, la situación empeoró porque se hizo evidente que se trataba de una persona que se valía de trucos, tales como los que tuvo que sufrir Stepán Bogdánovich, y eso quería decir que no iba a ser nada fácil pescarlo. A propósito, Lijodéyev fue recluido en una celda bien segura, a petición propia. Ante la Instrucción compareció también Varenuja, que había sido detenido en su propio piso, al que había regresado después de una misteriosa ausencia de dos días.
A pesar de la promesa hecha a Asaselo de no volver a mentir, Varenuja empezó su relato con una mentira precisamente. Pero por esto no se le debe juzgar severamente, porque Asaselo le prohibió mentir y decir groserías por teléfono, y ahora el administrador hablaba sin la ayuda de este aparato. Iván Savélievich declaró con mirada vaga que se emborrachó la tarde del jueves, mientras estaba solo en su despacho del Varietés, luego fue ¿adónde? no se acordaba; en otro sitio estuvo bebiendo starka,[18] ¿dónde? no se acordaba; se quedó después junto a una valla, ¿dónde? tampoco se acordaba. Sólo después de advertirle que con su estúpida y absurda actitud interrumpía el trabajo de la Instrucción Judicial en un caso importante y que, naturalmente, tendría que dar cuenta de ello, Varenuja balbució, sollozando, con voz temblona y mirando alrededor, que mentía porque tenía miedo, temía la venganza de la pandilla de Voland; que ya había estado en sus manos y por eso pedía, rogaba y deseaba ardientemente que se le recluyera en una celda blindada.
—¡Cuernos! ¡Qué perra han cogido con la cámara blindada! — gruñó uno de los encargados de la Instrucción.
— Les han asustado mucho esos canallas — dijo el juez, que había estado con Ivánushka.
Tranquilizaron como pudieron a Varenuja, le dijeron que le protegerían sin necesidad de celda y entonces se descubrió que no había bebido starka debajo de una valla, sino que le habían pegado dos tipos: uno pelirrojo, con un colmillo que le sobresalía de la boca, y otro regordete…
—¿Parecido a un gato?
— Sí, sí —susurró el administrador, muerto de miedo, sin parar de mirar a su alrededor. Siguió contando con detalle cómo había pasado cerca de dos días en el piso número 50 en calidad de vampiro informador, que por poco había causado la muerte del director de finanzas Rimski…
En ese mismo momento, en el tren de Leningrado llegaba Rimski.
Pero este viejo de pelo blanco, desquiciado, temblando de miedo, en el que apenas se podía reconocer al director de finanzas, no quería decir la verdad de ningún modo y se mantuvo muy firme. Rimski aseguraba que no había visto de noche en su despacho a la tal Guela, ni tampoco a Varenuja, que simplemente se había encontrado mal y en su inconsciencia había marchado a Leningrado. Ni que decir tiene que el director de finanzas terminó sus declaraciones solicitando que le recluyeran en una celda blindada.
Anushka fue detenida cuando trataba de largarle un billete de diez dólares a la cajera de una tienda de Arbat. Lo que contó Anushka sobre los hombres que salían volando por la ventana de la casa de la Sadóvaya, y sobre la herradura que, según decía, había recogido para llevársela a las milicias, fue escuchado con mucha atención.
—¿La herradura era realmente de oro con brillantes? — preguntaban a Anushka.
—¡No sabré yo cómo son los brillantes! — contestaba.
—¿Pero le dio billetes de diez rublos?
—¡No sabré yo cómo son los billetes de diez rublos! — contestaba Anushka.
—¿Y cómo entonces se convirtieron en dólares?
—¡Qué se yo, qué dólares ni que nada, no vi ningunos dólares! — contestaba Anushka con voz aguda—. ¡Estoy en mi derecho! ¡Me dieron un premio y con eso compro percal! — y siguió diciendo incongruencias: que ella no respondía por la administración de una casa que había instalado en el quinto piso al diablo, que no le dejaba vivir.
El juez le hizo un gesto con la pluma para que se callara, porque estaban ya todos bastante hartos de ella; le firmó un pase de salida en un papelito verde, y con la consiguiente alegría de los allí presentes, Anushka desapareció.