Luego desfiló por allí un gran número de personas, Nikolái Ivánovich entre ellas, detenido exclusivamente por la estupidez de su celosa esposa, que al amanecer comunicó a las milicias que su marido había desaparecido. Nikolái Ivánovich no sorprendió demasiado a la Instrucción al dejar sobre la mesa el burlesco certificado diciendo que había pasado la noche en el Baile de Satanás. Nikolái Ivánovich se apartó un poco de la realidad al contar cómo había llevado volando a la criada de Margarita Nikoláyevna, desnuda, a bañarse en el río en el quinto infierno y cómo, antes de eso, había aparecido en la ventana la misma Margarita Nikoláyevna, también desnuda. No vio la necesidad de señalar cómo se había presentado en el dormitorio con la combinación en la mano. Según su relato, Natasha salió volando por la ventana, lo montó y le llevó fuera de Moscú…
— Cediendo a la coacción me vi obligado a obedecer — contaba Nikolái Ivánovich, y acabó su historia solicitando que no se dijera nada de aquello a su esposa. Así se le prometió.
Las declaraciones de Nikolái Ivánovich hicieron posible constatar que Margarita Nikoláyevna, igual que su criada Natasha, había desaparecido sin dejar huella. Se tomaron las medidas oportunas para encontrarlas.
Así, pues, aquella mañana del sábado se distinguió porque la investigación no cesó ni un momento. Mientras tanto, en la ciudad nacían y se expandían rumores completamente inverosímiles, en los que una parte ínfima de verdad se decoraba con abundantes mentiras. Se decía que en el Varietés había habido una sesión de magia y que después los dos mil espectadores habían salido a la calle tal como les había parido su madre; que en la calle Sadóvaya se había descubierto una tipografía de papeles de tipo mágico; que una pandilla había raptado a cinco directores del campo del espectáculo, pero que las milicias la habían encontrado inmediatamente, y muchas cosas más, que no merece la pena contar.
Se aproximaba la hora de comer y en el lugar donde se llevaba a cabo la Instrucción sonó el teléfono. Comunicaban de la Sadóvaya que el maldito piso había dado señales de vida. Dijeron que se habían abierto las ventanas desde dentro, que se oía cantar y tocar el piano y que habían visto, sentado en la ventana, a un gato negro que disfrutaba del sol.
Eran cerca de las cuatro de una tarde calurosa. Un grupo grande de hombres vestidos de paisano se bajaron de tres coches antes de llegar a la casa número 302 bis de la calle Sadóvaya. El grupo se dividió en dos más pequeños, y uno de ellos se dirigió por el patio directamente al sexto portal, mientras que el otro abrió una portezuela que corrientemente estaba condenada y entró por la escalera de servicio. Los dos grupos subían al piso número 50 por distintas escaleras.
Mientras tanto, Asaselo y Koróviev —éste sin frac, con su traje de diario— estaban en el comedor terminando el desayuno. Voland, como de costumbre, estaba en el dormitorio; nadie sabía dónde estaba el gato. Pero a juzgar por el ruido de cacerolas que venía de la cocina, Popota debía de estar precisamente allí haciendo el ganso, como siempre.
—¿Qué son esos pasos en la escalera? — preguntó Koróviev, jugando con la cucharilla en la taza de café.
— Es que vienen a detenernos — contestó Asaselo, y se tomó una copita de coñac.
— Ah… Bueno, bueno… — dijo Koróviev.
Los que subían las escaleras ya se encontraban en el descansillo del tercer piso. Dos fontaneros hurgaban en el fuelle de la calefacción. Los hombres cambiaron expresivas miradas con los fontaneros.
— Todos están en casa — susurró uno de los fontaneros,
dando martillazos en un tubo.
Entonces el que iba delante sacó sin más una pistola «Mauser» negra, y el que iba a su lado unas ganzúas. Hay que explicar que los que se dirigían al piso número 50 iban perfectamente equipados. Dos de ellos llevaban en los bolsillos unas redes de seda fina, que se desenvolvían con facilidad. Otro tenía un lazo y otro máscaras de gasa y ampollas de cloroformo.
La puerta principal del piso número 50 fue abierta en un segundo y todos se encontraron en el vestíbulo; el portazo de la puerta de la cocina indicó que el segundo grupo había llegado al mismo tiempo por la entrada de servicio.
Esta vez el éxito, aunque no fuera definitivo, era evidente. Los hombres se repartieron inmediatamente por todas las habitaciones, y aunque no encontraron a nadie, en el comedor recién abandonado descubrieron los restos del desayuno, y en el salón, sobre el estante de la chimenea, junto a un jarrón de cristal, un enorme gato negro. Tenía en sus patas un hornillo de petróleo.
Los hombres se quedaron bastante rato contemplando al gato en silencio absoluto.
— Hum…, pues es verdad, está estupendo… — susurró uno de ellos.
— No molesto, no toco a nadie, estoy arreglando el hornillo — dijo el gato, mirándoles con ojeriza—, y también creo es mi deber advertirles que el gato es un animal antiguo e intocable.
— Qué trabajo más limpio — murmuró uno, y otro dijo en voz alta y clara:
— Por favor, gato intocable y ventrílocuo, ¡venga acá!
La red se abrió y voló en el aire, pero ante el asombro de los presentes, al que la tiró le falló la puntería y no cazó más que el jarrón, que se rompió inmediatamente con estrépito.
—¡Bis! — vociferó el gato—. ¡Hurra! — y poniendo el hornillo a un lado, sacó por detrás de la espalda una «Browning». Apuntó seguidamente al que estaba más cerca, pero antes de que el gato tuviera tiempo de disparar, en las manos del hombre explotó el fuego y, al mismo tiempo del disparo de la «Mauser», el gato dio en el suelo, dejando caer su pistola y tirando el hornillo.
—Éste es el fin — dijo el gato con voz débil, tumbado en una lánguida postura en un charco de sangre—, apártense de mí un segundo, quiero despedirme de la tierra. Oh, mi amigo
Asaselo — gimió el gato desangrándose—, ¿dónde estás? — el gato levantó sus ojos desvanecidos hacia la puerta del comedor—. No acudiste en mi ayuda en el momento de un combate desigual; abandonaste al pobre Popota, prefiriendo una copa de coñac (muy bueno, eso sí). Pues bien, que mi muerte caiga sobre tu conciencia, y yo, en mi testamento, te dejo mi «Browning»…
— La red…, la red… — se oyó una voz nerviosa alrededor del gato, pero la red, el diablo sabrá por qué, se enganchó en el bolsillo de alguien y no quiso salir.
— Lo único que puede salvar a un gato mortalmente herido — pronunció el gato— es un trago de gasolina — y aprovechando el momento de confusión, se pegó al orificio del hornillo y dio varios tragos. Inmediatamente se cortó la sangre que chorreaba por debajo de la pata izquierda delantera. El gato se puso en pie de un salto, vivo y lleno de energía, agarró el hornillo bajo el brazo, voló a la chimenea y de allí, rompiendo el empapelado, subió por la pared. A los dos segundos estaba muy alto, encaramado en una galería metálica.
Varias manos agarraron la cortina y la arrancaron con la galería; el sol llenó la habitación, que estaba a media luz. Pero ni el gato, repuesto por una pillería, ni el hornillo cayeron abajo. El gato, sin separarse del hornillo, se las arregló para saltar a la araña que colgaba en el centro de la habitación.
—¡Una escalera! — gritaron abajo.
— Les desafío — chilló el gato, columpiándose por encima de sus cabezas en la araña. De nuevo apareció en sus patas la pistola y colocó el hornillo entre dos brazos de la araña. Volando como un péndulo, apuntó a los que estaban abajo y abrió fuego. Un estruendo sacudió la casa. Cayeron trozos de cristal de la araña, aparecieron estrellas de grietas en el espejo de la chimenea, llovió el polvo de estuco; por el suelo saltaron cartuchos usados, explotaron los cristales de las ventanas y el hornillo atravesado empezó a escupir gasolina.