Pero el tiroteo no duró mucho rato y poco a poco fue disminuyendo. Resultó ser inofensivo para el gato y para sus perseguidores. Nadie resultó muerto, ni siquiera herido. Todos, incluyendo al gato, estaban ilesos. Uno de los hombres, para convencerse definitivamente, soltó cinco balazos en la cabeza del dichoso animal, a lo que el gato respondió alegre-mente disparando todo el cargador, y lo mismo, no pasó nada. El gato se columpiaba en la araña cada vez con menos impulso, soplando en el cañón de su pistola y escupiendo en su pata.
En la cara de los que estaban abajo, en completo silencio, se dibujaba una expresión de total asombro. Era el único caso, o uno entre pocos, de un tiroteo ineficaz. Podían suponer que la «Browning» del gato era de juguete, pero no se podía decir lo mismo de las «Mauser» de la brigada. Y la primera herida del gato, no quedaba la menor duda, había sido simplemente un truco, un simulacro indecente, lo mismo que la bebida de gasolina.
Intentaron pescar al gato de nuevo. Echaron el lazo que se enganchó en una de las velas, y la araña se vino abajo. Su caída pareció sacudir todo el edificio, pero no tuvo otro efecto.
Cayó una lluvia de cristales y el gato voló por el aire y se instaló cerca del techo en la parte superior del marco dorado del espejo de la chimenea. No tenía la menor intención de escaparse; al contrario, como se encontraba relativamente fuera de peligro, empezó otro discurso:
— No puedo comprender — decía desde arriba— las razones de este tratotan violento…
Pero fue interrumpido al principio de su discurso por una voz baja y profunda que no se sabía de dónde provenía:
—¿Qué ocurre en esta casa? No me dejan trabajar…
Otra voz, desagradable y gangosa, respondió:
— Pues claro, es Popota, ¡porras!
Y otra, tintineante, dijo:
—¡Messere! Es sábado. Se pone el sol. Ya es hora.
— Ustedes perdonen, pero no puedo seguir la conversación — dijo el gato desde el espejo—. Ya es hora — y tiró su pistola, rompiendo dos cristales de la ventana. Luego salpicó el suelo con gasolina, que ardió sin que nadie la encendiera, produciendo una ola de fuego que subió hasta el techo.
Todo empezó a arder con una rapidez nunca vista, cosa que no suele suceder ni cuando se trata de gasolina. Humearon los papeles de las pa-redes, ardió la cortina tirada en el suelo, y empezaron a carbonizarse los marcos de las ventanas rotas. El gato se encogió, maulló, saltó del espejo a la repisa de la ventana y desapareció con su hornillo. Fuera se oyeron disparos.
Un hombre, sentado en la escalera metálica de incendios, a la altura de las ventanas de la joyera, disparó al gato cuando éste volaba de una ventana a otra, dirigiéndose al tubo de desagüe de la esquina.
Por este tubo el gato se encaramó al tejado. Allí también, sin efecto alguno desgraciadamente, le dispararon los guardias, que vigilaban las chimeneas, y el gato se esfumó a la luz del sol poniente que bañaba toda la ciudad.
A todo esto en el piso se encendió el parquet bajo los pies de la brigada, y entre las llamas, en el mismo sitio que estuvo echado el gato fingiendo una grave herida, apareció, espesándose más y más, el cadáver del barón Maigel, con la barbilla subida y los ojos de cristal. No hubo posibilidad de sacarlo de allí.
Saltando por los humeantes recuadros del parquet, dándose palmadas en los hombros y el pecho que echaban humo, los que estaban en el salón retrocedían al dormitorio y al vestíbulo. Los que se encontraban en el comedor y en el dormitorio corrieron por el pasillo. También llegaron los de la cocina, metiéndose en el vestíbulo. El salón ya estaba en llamas, lleno de humo. Alguien tuvo tiempo de marcar el número de los bomberos y gritó en el aparato:
— Sadóvaya, 302 bis.
Era imposible quedarse por más tiempo. El fuego saltó al vestíbulo; se hizo difícil respirar.
En cuanto se escaparon por las ventanas rotas del piso encantado las primeras nubes de humo, en el patio se oyeron gritos enloquecidos:
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Un incendio!
En distintos pisos de la casa la gente empezó a gritar por teléfono:
—¡Sadóvaya! ¡Sadóvaya, 302 bis!
Mientras en la Sadóvaya se oían las alarmantes campanadas de los alargados coches rojos que corrían por Moscú a gran velocidad, encogiendo los corazones, la gente que se agitaba en el patio pudo ver cómo de las ventanas del quinto piso salieron volando, en medio de la humareda, tres siluetas oscuras, que parecían de hombre, y una silueta de mujer desnuda.
28. ÚLTIMAS ANDANZAS DE KORÓVIEV Y POPOTA
No podríamos asegurar si las siluetas aparecieron realmente o si fueron fruto del terror que se había apoderado de los inquilinos de la desafortunada casa. Si verdaderamente fueron ellos, nadie sabe a dónde se dirigieron, tampoco se separaron; pero un cuarto de hora después de que empezara el incendio en la Sadóvaya, junto a las puertas de luna del Torgsin[19] en el mercado Smolenski, apareció un ciudadano largo, con un traje a cuadros, acompañado de un gran gato negro.
Escurriéndose hábilmente entre los transeúntes, el ciudadano abrió la puerta de entrada de la tienda. Pero un portero enclenque, huesudo y con aire hostil, les cerró el paso, diciendo irritado:
—¡Con gato no se puede!
— Usted perdone — sonó la voz cascada del largo, que se llevó una mano nudosa a la oreja como si fuera sordo—, ¿con gatos, dice usted? ¿Y dónde está el gato?
Al portero se le salían los ojos de las órbitas. No era para menos: efectivamente, no había ningún gato. Por encima del hombro del ciudadano asomaba un tipo regordete que tenía cierto aire de gato y llevaba una gorra agujereada y un hornillo de petróleo en las manos.
Intentaba entrar en la tienda.
Algo le desagradó al portero misántropo en la pareja de visitantes.
— Aquí se compra sólo con divisas — articuló con voz ronca. Miraba irritado por debajo de las cejas pobladas y pardas, como carcomidas por la polilla.
— Querido — dijo el larguirucho, bollándole un ojo detrás de los impertinentes rotos—, ¿y cómo sabe usted que yo no las tengo? ¿Juzga por mi traje? ¡No lo haga nunca, queridísimo guarda! Puede meter la pata a base de bien. Lea otra vez la historia del famoso califa Harún-al-Rashid. Pero ahora, dejando la historia para mejor ocasión, quiero advertirle que voy
—¡Vaya tienda estupenda! ¡Una tienda pero que muy buena!
El público se volvió sorprendido, pero Koróviev tenía toda la razón:
En los estantes se veían montones de piezas de percal con estampados muy variados. Detrás se amontonaban muselinas, calicós y paños para frac. Se perdían en el infinito verdaderas pilas de cajas de zapatos y había varias ciudadanas sentadas en pequeños banquitos, con un pie en un zapato viejo y gastado y pisoteando la alfombra con el otro, dentro de un zapato nuevo y brillante. Del interior salían canciones y música de gramófono.
Pero Koróviev y Popota dejaron atrás todas estas maravillas y se encaminaron directamente a aquella parte de la tienda donde se unían las secciones gastronómica y de confitería. Allí había sitio de sobra.
Las ciudadanas con boinas y pañuelos no se amontonaban, como en la sección de percales.
Junto al mostrador, hablando con aire imperativo, había un hombre pequeño, completamente cuadrado, con la cara afeitada hasta parecer azul, con gafas de concha, sombrero nuevo sin arrugar y sin manchas de agua en la cinta, con un abrigo color lila y guantes naranja de cabritilla. Atendía al cliente un dependiente con bata blanca, limpia y gorrito azul.
Con un cuchillo muy afilado, que recordaba al que robara Leví Mateo, el dependiente limpiaba un salmón rosa, grasiento y lloroso, con la piel plateada, parecida a la de una serpiente.
19
Nombre de la asociación de proveedores en cuyos almacenes el comercio se efectúa exclusivamente con divisas.