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— Este departamento es soberbio también — reconoció solemnemente Koróviev—, y el extranjero parece simpático — y señaló con aire benevolente la espalda color lila.

— No, Fagot, no — respondió Popota pensativo—, te equivocas, amigo mío: me parece que le falta algo en la cara a este gentleman lila.

La espalda color lila se estremeció, pero debió de ser una casualidad, porque ¿cómo podía entender el extranjero lo que decían en ruso Koróviev y su acompañante?

—¿Es… bien? — preguntaba severamente el comprador.

—¡Fenomenal! — contestaba el dependiente, hurgando con el cuchillo en la piel del salmón, con aire coqueto.

— Bueno gusta, malo no gusta — decía el extranjero exigente.

—¡Cómo no! — exclamaba el dependiente con entusiasmo

Nuestros amigos se alejaron del extranjero, del salmón y se acercaron al mostrador de la confitería.

— Hace calor — se dirigió Koróviev a una vendedora jovencita con los carrillos rojos, pero no obtuvo respuesta—. ¿A cuánto están las mandarinas? — le preguntó.

— A treinta kopeks el kilo — contestó la dependienta.

— Pobre bolsillo — dijo Koróviev suspirando—, ¡ay, ay! — se quedó pensativo, y luego invitó a su amigo—: come, Popota.

El gordo se colocó el hornillo bajo el brazo, agarró una mandarina, la de la cúspide de la pirámide, la devoró con la piel y todo y cogió otra.

Un pánico de muerte se apoderó de la vendedora.

—¡Está loco! — exclamó, perdiendo el color—. ¡Déme el cheque! ¡El cheque! — y dejó caer las pinzas de los caramelos.

— Guapa, cielo, cariño — decía Koróviev, recostándose sobre el mostrador y guiñando un ojo a la vendedora—, no llevamos divisas encima, ¿qué se le va a hacer? ¡Le juro que la próxima vez, no más tarde del lunes, le devolveremos todo con dinero limpio! Somos de aquí cerca, de la Sadóvaya, donde el incendio…

Popota iba ya por la tercera mandarina cuando metió la pata en la complicada construcción de barras de chocolate, sacó una de abajo, lo que hizo que todo se derrumbara, y se la tragó con la envoltura dorada.

Los dependientes de la sección de pescado se habían quedado de piedra, con los cuchillos en la mano. El extranjero vestido de color lila se volvió hacia los dos sujetos. Popota estaba equivocado: no es que le faltara algo en la cara, más bien al contrario, le colgaban los carrillos y tenía la mirada evasiva.

Con la cara completamente amarilla la vendedora gritó en plena congoja, y su voz se oyó en toda la tienda:

—¡Palósich! ¡Palósich!

Acudió en masa la gente del departamento de percales. Popota abandonó la tentadora confitería y metió la mano en un barril en el que se leía: «Arenques escogidos de Kerch»; sacó un par de arenques, se los tragó y escupió las colas.

—¡Palósich! — se repitió el grito desesperado. De la sección de pescado llegó el rugido de un vendedor con perilla:

—¡Parásito! ¿Qué estás haciendo?

Pável Iósifovich se apresuraba al campo de batalla. Era un hombre de buena presencia, con bata blanca de cirujano y un lápiz que le asomaba en un bolsillo. Seguramente Pável Iósifovich era un hombre de experiencia. Cuando vio a Popota con el tercer arenque en la boca hizo una rápida valoración, se hizo cargo de la situación en seguida y, sin entablar discusión alguna con los sinvergüenzas, ordenó, alargando los brazos hacia la calle:

—¡Silba!

Atravesando las puertas de luna, el portero salió corriendo hacia la esquina del mercado Smolenski e inició un silbido siniestro. La gente empezó a rodear a los bandidos. Entonces intervino Koróviev:

—¡Ciudadanos! — gritó con voz fina y temblorosa—. ¿Pero qué es esto? ¿Eh? ¡Permítanme que haga esta pregunta! Este pobre hombre — Koróviev aumentó el temblor de su voz y señaló a Popota, que inmediatamente puso una cara llorosa—, este pobre hombre está todo el día arreglando hornillos. Tiene hambre… ¿y de dónde quieren que saque divisas?

Pável Iósifovich, que solía ser tranquilo y sereno, al oír aquello, gritó con severidad:

—¡Oye tú, haz el favor de callarte! — y de nuevo estiró la mano hacia afuera, impaciente. Los trinos junto a la puerta sonaron con más alegría.

Pero Koróviev, sin dejarse cohibir lo más mínimo por la intervención del Pável Iósifovich, prosiguió:

—¿De dónde? — preguntó a todos los presentes—. ¡Está extenuado, tiene hambre y sed, tiene calor! Y el pobrecito prueba una mandarina. ¡Si no vale más de tres kopeks! Y ésos ya están silbando como ruiseñores de los bosques en primavera, molestando a las milicias, distrayéndoles de su trabajo. Pero éste ¡sí que puede! — y Koróviev señaló hacia el gordo color lila, que en seguida expresó inquietud en su rostro—. ¿Quién es? ¿Eh? ¿De dónde ha venido? ¿Para qué? Qué, ¿le echábamos de menos? ¿Acaso le hemos invitado? Claro — decía el ex chantre a grito pelado con sonrisa sarcástica—, como ven, lleva un traje lila muy elegante, está todo hinchado de salmón, está repleto de divisas. ¿Y uno de los nuestros, eh? ¡Qué amargura, qué amargura! — aulló Koróviev, como si estuviera en una boda a la antigua.[20]

Este discurso estúpido, falto de tacto y, por lo visto, pernicioso políticamente, hizo que Pável Iósifovich se estremeciera de indignación; pero, aunque parezca extraño, a juzgar por los ojos del público, había encontrado el apoyo de mucha gente. Cuando Popota, llevándose a los ojos una manga sucia, exclamó con aire trágico:

—¡Gracias, fiel amigo, has defendido a la víctima! — ocurrió un milagro.

Un viejecito silencioso y de lo más decente, vestido con modestia, pero limpio; un viejecito que estaba comprando tres pasteles de almendra en la confitería, se transformó repentinamente. Sus ojos despedían un fuego de lucha; se puso rojo, tiró el paquete del pastel al suelo y gritó con voz fina e infanticlass="underline"

—¡Es verdad! — agarró la bandeja, tirando los restos de la torre Eiffel de chocolate, destruida por Popota, y la agitó en el aire; con la mano izquierda quitó el sombrero del extranjero y con la derecha le atizó un golpe en la cabeza medio calva. Se oyó un ruido semejante al que hace una lámina de hierro al caer de un camión. El gordo se puso pálido, cayó de espaldas y se sentó en el barril de los arenques de Kerch, levantando un verdadero surtidor de salmuera. Entonces sucedió otro milagro. El tipo color lila gritó en ruso, al caerse en el barril, sin el menor asomo de acento extranjero:

—¡Me están matando! ¡Milicias! ¡Me están matando los bandidos! aprendió, por lo visto, el idioma hasta entonces desconocido, como resultado de la conmoción.

Se cortó el silbido del portero y entre el tumulto de emocionados compradores aparecieron, aproximándose, los cascos de dos milicianos. Pero el pérfido Popota, igual que se echa agua en el banco de un baño público, roció el mostrador de la confitería con la gasolina de su hornillo y ésta se encendió en seguida. El fuego se alzó y se extendió a lo largo del mostrador, comiéndose las bonitas cintas de papel en las cestas de fruta. Las dependientas corrieron pegando gritos, y en seguida se incendiaron las cortinas de lino de las ventanas y en el suelo ardió la gasolina.

El público, con locos alaridos, se echó hacia atrás en la confitería, aplastando a Pável Iósifovich, innecesario ya. De detrás del mostrador de la sección de pescados los vendedores salieron en fila india, con los afilados cuchillos en la mano, y se dirigieron corriendo hacia la salida de servicio.

Una vez que se hubo liberado del barril, el ciudadano color lila, cubierto por completo de grasa de arenque, pasó por encima del salmón del mostrador y siguió a los vendedores. Sonaron y cayeron los cristales de la puerta; la gente los rompía para salvarse. Los dos sinvergüenzas, Koróviev y el glotón de Popota, desaparecieron. ¿Por dónde? Nadie lo sabe. Más tarde, los testigos presenciales del incendio en el Torgsin contaban que los dos bandidos volaron hacia el techo y allí explotaron, como dos globos de niño. Claro, que fuera precisamente así, se puede poner en duda, pero como no lo sabemos seguro, no decimos nada.

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20

Alusión a una antigua costumbre rusa. En las bodas, los invitados solían gritar: «¡Amargo!», para que los novios «endulzaran» el vino dándose un beso. (N. de la T.)