El corazón del maestro se llenó de amarga ternura, y, sin saber por qué, se echó a llorar escondiendo la cara en el pelo de Margarita. Ella lloraba y seguía hablando y sus dedos acariciaban las sienes del maestro.
— Estos hilos… Delante de mis ojos esta cabeza se está cubriendo de nieve… ¡Mi cabeza, que tanto ha sufrido! ¡Mira qué ojos tienes! ¡llenos de desierto…; y tus hombros, teniendo que soportar ese peso…, te han desfigurado, desfigurado!… — las palabras de Margarita se hacían incoherentes, se estremecía del llanto.
El maestro se enjugó los ojos, levantó a Margarita de las rodillas, se incorporó él también y dijo con firmeza:
—¡Basta! Me has hecho avergonzarme. Nunca me permitiré la cobardía, ni volveré a hablar de esto, puedes estar segura. Sé que los dos somos víctimas de una enfermedad mental, a lo mejor te la he transmitido yo… Muy bien, la llevaremos los dos.
Margarita acercó los labios al oído del maestro y susurró:
—¡Te juro por tu vida, te juro por el hijo del astrólogo, tan bien logrado por tu intuición, que todo irá bien!
— Bueno, bueno — contestó el maestro, y añadió, echándose a reír—: Claro, cuando a uno le han robado todo, como a nosotros, ¡trata de buscar salvación en una fuerza extraterrestre! Muy bien, estoy dispuesto a bus-carla en eso.
— Así, así me gusta; eres el de antes, te ríes — contestaba Margarita—; vete al diablo con tus frases complicadas. Extraterrestre o no, ¿qué importa? ¡Tengo hambre! — y llevó al maestro de la mano hacia la mesa.
— No estoy seguro de que esta comida no se hunda o no salga volando por la ventana — decía él, sosegado.
— Ya verás como no vuela.
En ese mismo instante en la ventana se oyó una voz nasaclass="underline"
— La paz esté con vosotros.
El maestro se estremeció, y Margarita, acostumbrada ya a todo lo extraordinario, exclamó:
—¡Si es Asaselo! ¡Ay! ¡Qué estupendo! — y corrió hacia la puerta, susurrando al maestro:
—¡Ya ves, no nos dejan!
— Por lo menos, ciérrate la capa — gritó el maestro.
— Si es igual — contestó Margarita desde el pasillo.
Asaselo ya estaba haciendo reverencias. Saludaba al maestro, le brillaba su ojo extraño. Margarita decía:
—¡Qué alegría! ¡En mi vida he tenido una alegría tan grande! Perdone que esté desnuda, Asaselo, por favor.
Asaselo le dijo que no se preocupara y aseguró que había visto no sólo a mujeres desnudas, sino que incluso las había visto sin piel. Dejó en un rincón, junto a la chimenea, un paquete envuelto en una tela de brocado oscuro y se sentó a la mesa.
Margarita sirvió coñac a Asaselo y él lo tomó con gusto. El maestro, sin quitarle ojo, se daba pellizcos en la mano por debajo de la mesa. Pero los pellizcos no ayudaban. Asaselo no se disipaba en el aire y, a decir verdad, no había ninguna necesidad de que lo hiciera. No había nada tremendo en el pequeño hombre pelirrojo aparte del ojo con la nube, pero eso puede ocurrir sin magia alguna, y también su ropa era algo extraña: una capa o una sotana; pero esto, pensándolo bien, se encuentra a veces. El coñac lo tomaba como es debido, apurando la copa hasta el final y sin comer nada. Este coñac le produjo al maestro un zumbido en la cabeza y se puso a pensar:
«No, Margarita tiene razón… Claro que éste es un mensajero del diablo. Si yo mismo estuve anteanoche convenciendo a Iván que él se había encontrado en “Los Estanques” al mismo Satanás, ahora me asusto de esta idea y empiezo a hablar de hipnotizadores y alucinaciones… ¡Qué hipnosis, ni qué nada!»
Se fijó en Asaselo y se convenció de que en sus ojos había algo forzado, como una idea sin expresar. «No es una simple visita, seguro que trae algún recado», pensaba el maestro.
No se equivocaba en su sospecha. Asaselo, después de beberse la terce-ra copa de coñac, que no le hacía ningún efecto, dijo:
—¡Demonio, qué sótano más acogedor! Pero yo me pregunto: ¿qué se puede hacer en este sótano?
— Lo mismo digo yo — dijo el maestro riéndose.
—¿Qué pasa, Asaselo? Me siento intranquila — preguntó Margarita.
—¡Por favor! — exclamó Asaselo—. No pensaba inquietarla lo más mínimo. ¡Ah, sí! por poco se me olvida… Messere les manda recuerdos y me ha pedido que le invite de su parte a dar un pequeño paseo, si desea usted venir, naturalmente… ¿Qué me dice?
Margarita le dio una patada al maestro por debajo de la mesa.
— Con mucho gusto — dijo el maestro, examinando a Asaselo. Éste siguió hablando:
— Esperamos que Margarita Nikoláyevna nos acompañe.
—¡Pues cómo no! — dijo Margarita, y su pie pasó de nuevo por el del maestro.
—¡Qué fantástico! — exclamó Asaselo—. ¡Así me gusta! ¡A la primera! ¡No como en el jardín Alexándrovski!
—¡Por favor, Asaselo, no me lo recuerde! Era tan tonta… Aunque me parece que no se me debe juzgar con mucha severidad: ¡una no se encuentra todos los días con el diablo!
— Claro — afirmó Asaselo—, si fuera todos los días, ¡qué agradable!
— A mí también me gusta la velocidad — decía Margarita excitada—, me gustan la velocidad y la desnudez… Como el disparo de una «Mauser», ¡si supieras cómo dispara! — exclamó Margarita volviéndose hacia el maestro—. Una carta debajo de la almohada y atraviesa cualquier figura… — el coñac empezaba a subírsele a la cabeza y le ardían los ojos.
—¡Ay, me había olvidado de otra cosa! — gritó Asaselo, dándose una palmada en la frente—. ¡Con tantas cosas que tengo que hacer! Messere les manda un regalo — se dirigió al maestro—: una botella de vino. Y por cierto, es el mismo vino que bebió el procurador de Judea: vino de Falerno.
Como era de esperar, esto tan exótico llamó la atención del maestro y Margarita. Asaselo sacó de un fúnebre brocado un jarrón cubierto de moho. Olieron el vino, llenaron las copas, miraron a través la luz de la ventana, que empezaba a oscurecerse antes de la tormenta.
—¡A la salud de Voland! — exclamó Margarita, levantando su copa.
Los tres acercaron los labios a la copa y tomaron un trago. En el mismo instante el cielo que anunciaba la tormenta empezó a oscurecerse en los ojos del maestro y comprendió que era el fin. Llegó a ver cómo Margarita, con una palidez de muerta, extendía los brazos hacia él con gesto indefenso, su cabeza dio contra la mesa y empezó a deslizarse al suelo. El maestro tuvo tiempo de gritar:
—¡La has envenenado! — agarró un cuchillo, pero su mano sin fuerzas resbaló del mantel; todo lo que le rodeaba se tiñó de negro y desapareció. Se cayó de espaldas, y al caerse se abrió la sien con la tabla del escritorio.
Cuando los envenenados yacían inmóviles, Asaselo empezó a actuar. Primero saltó por la ventana y en un segundo se encontró en el palacete de Margarita Nikoláyevna. Asaselo, siempre preciso y cumplidor, quería comprobar si todo había salido bien. Todo estaba en orden. Asaselo vio cómo una mujer con aire sombrío, que estaba esperando la vuelta de su marido, salió de su dormitorio. De pronto palideció, y llevándose la mano al pecho, gritó desolada:
— Natasha… Alguien que me ayude…
Y cayó en el suelo del salón sin llegar al despacho.
— Muy bien — dijo Asaselo. Un segundo después volvía junto a los dos amantes derribados. Margarita estaba con la cara escondida en la alfombra. Con sus manos de hierro, Asaselo la volvió hacia sí como a una muñeca y la miró fijamente. Ante sus ojos se transformaba la cara de la envenenada. A la luz del crepúsculo de la tormenta se veía cómo habían desaparecido su estrabismo pasajero de bruja, la dureza y crueldad de los rasgos. Su rostro se hizo suave y dulce, desapareció el gesto fiero, y Margarita adquirió una expresión femenina de sufrimiento. Entonces Asaselo le abrió la boca y le echó varias gotas del mismo vino con el que la había envenenado. Margarita suspiró, empezó a incorporarse sin la ayuda de Asaselo, se sonrió y preguntó con voz débiclass="underline"