El susurro «el diablo» se oía en las colas de las lecherías, tranvías, tien-das, pisos, cocinas, trenes de destino próximo y lejano, estaciones y apeaderos, casas de campo y playas.
La gente más instruida y culta, como es lógico, no participaba en los comentarios sobre el diablo que había visitado la ciudad, sino que se reía de ellos y trataba de hacer entrar en razón a los narradores. Pero ahí estaban los hechos y no era posible ignorarlos sin dar alguna explicación. Alguien había estado en la capital. Las cenizas que quedaron de Griboyédov lo demostraron con demasiada evidencia. Y había muchas más cosas. La gente culta se puso del lado de la Instrucción Judiciaclass="underline" todo había sido obra de una pandilla de hipnotizadores y ventrílocuos que eran verdaderos artistas.
Se habían tomado urgentes y enérgicas medidas para la captura de la banda, en Moscú y en sus afueras, pero, desgraciadamente, no dieron ningún resultado. El que se decía Voland y todos sus compañeros habían desaparecido de Moscú y no se manifestaban de ninguna manera. Como es natural, se extendió la sospecha de que se habían escapado al extranjero, pero tampoco se hicieron ver allí.
La investigación de este asunto duró mucho tiempo. Realmente, era tremendo. Aparte de los cuatro edificios quemados y los cientos de personas que se volvieron locas, hubo muertos. Podemos hablar con seguridad de dos: Berlioz y el desafortunado funcionario de la oficina de guías para extranjeros, el ex barón Maigel. Ellos sí que estaban muertos. Los huesos carbonizados del segundo fueron encontrados en el apartamento número 50 de la calle Sadóvaya después de que se apagara el incendio. Sí, hubo víctimas y estas víctimas justificaban una investigación. Hubo víctimas incluso después de la desaparición de Voland, y que fueron, aunque sea penoso reconocerlo, los gatos negros.
Unos cien animales, fieles, leales y útiles al hombre, fueron fusilados y exterminados por otros medios en distintos puntos del país. En varias ciudades más de una docena de gatos, y algunos bastantes mutilados, fueron entregados a las milicias. Así, en Armavir, uno de estos inocentes animales fue conducido por un ciudadano a las milicias con las patas delanteras atadas.
El ciudadano acechó al gato en el momento en que el animal con aire furtivo (¿qué se le va a hacer, si los gatos siempre tienen ese aire? No es porque sean viciosos, sino porque tienen miedo de que algún ser más fuerte que ellos, un perro o un hombre, les haga daño o les perjudique. Las dos cosas son muy fáciles de hacer, pero les aseguro que esto no hon-ra a nadie, ¡absolutamente a nadie!), sí, como decía, con aire furtivo el gato se disponía a esconderse entre unas hojas.
Avalanzándose sobre el gato y quitándose la corbata para atarlo, el ciudadano murmuraba con voz venenosa y amenazadora:
—¡Ah! ¿Conque ha venido a vernos a Armavir, señor hipnotizador? ¡Pues aquí nadie le tiene miedo! ¡Y no se haga el mudo! ¡Ya sabemos qué clase de bicho es usted!
El ciudadano llevó al pobre animal a las milicias, arrastrándole por sus patas delanteras, atadas con una corbata verde, con ligeros puntapiés consiguiendo que anduviese sobre las patas de atrás.
—¡Deje de hacer el tonto! — gritaba el ciudadano, acompañado por unos chiquillos que silbaban—. ¡No va a conseguir nada! ¡Haga el favor de an-dar como es debido!
El gato negro ponía en blanco sus ojos de mártir. La naturaleza le había privado del don de la palabra y no podía demostrar su inocencia. El pobre animal debe su salvación a las milicias, en primer lugar, y luego, a su dueña, una respetable anciana viuda. En cuanto el gato estuvo en presencia de las milicias, se comprobó que el ciudadano despedía un fuerte olor a alcohol, lo que hizo dudar inmediatamente de sus declaraciones.
Mientras tanto, la viejecita, que supo por sus vecinos que su gato había sido detenido, corrió a las milicias y llegó a tiempo. Habló del gato con las consideraciones más favorables, explicó que hacía cinco años que le conocía, que desde que era pequeño respondía de él como de sí misma; demostró que nunca había sido culpado de nada malo y que nunca estuvo en Moscú. Había nacido en Armavir, allí creció y aprendió a cazar ratones.
El gato fue devuelto a su dueña, aunque después de haber sufrido y experimentado lo que es la equivocación y la calumnia.
Además de los gatos, algunos hombres tuvieron ciertas complicaciones de poca importancia. Resultaron detenidos en un plazo muy breve: en Leningrado, el ciudadano Volmar, y Volper, en Sarátov; en Kíev y Járkov, tres Volodin; en Kazán, Voloj, y en Penza, lo que ya es realmente absurdo, el candidato a doctor en ciencias químicas Vetchinkévich. Era un hombre moreno y muy alto.
En distintos lugares fueron detenidos nueve Korovin, cuatro Korovkin y dos Karaváyev.
En la estación de Bélgorod sacaron atado del tren de Sebastopol a un ciudadano al que se le había ocurrido distraer a sus compañeros de viaje con juegos de manos.
En Yaroslav, a la hora de comer, apareció un ciudadano en un restaurante con un hornillo de petróleo que acababa de arreglar. Abandonando su puesto en el guardarropa, dos conserjes salieron corriendo seguidos de todos los empleados y clientes. Mientras tanto, a la cajera le había desaparecido toda la ganancia de un modo incomprensible.
Pasaron muchas cosas más, y sería imposible recordarlas.
Otra vez tenemos que ser justos con la Instrucción. Todo fue organizado no sólo para pescar a los delincuentes, sino también para explicar lo sucedido. No se puede negar que las explicaciones fueron razonables e irrefutables.
Representantes de la Instrucción y psiquiatras experimentados demostraron que los miembros de la banda de delincuentes eran, o al menos uno de ellos (las sospechas recaían principalmente sobre Koróviev), hipnotizadores con una fuerza nunca vista, que podían hacerse ver en otro lugar del que estaban realmente, en situaciones ficticias y tergiversadas. Además, podían, sin dificultad alguna, sugestionar a cualquiera que se encontraran convenciéndole de que algunas personas u objetos estaban donde no habían estado nunca, y al contrario, alejaban del campo visual los objetos o personas que realmente se encontraran allí.
Estas explicaciones esclarecían absolutamente todo, incluso lo que más preocupaba a los ciudadanos: la incomprensible invulnerabilidad del gato, que había sido el blanco de muchos tiros durante el intento de captura.
Naturalmente, nunca había habido ningún gato en la araña y nadie había pensado responder con tiros, todos dispararon al aire, mientras que Koróviev, convenciéndoles de que el gato estaba haciendo barbaridades, permanecía detrás de los que disparaban, haciendo muecas y regocijándose de su enorme poder de sugestión, utilizado con fines criminales. Él mismo, como era lógico, incendió el piso, vertiendo la gasolina.
Claro está, que Stiopa no había ido a Yalta (esto sería imposible hasta para Koróviev) y no había mandado ningún telegrama. Después de haberse desmayado en la casa de la joyera, asustado por el truco de Koróviev, que le había enseñado un gato con una seta en un tenedor, se quedó allí hasta el momento en que Koróviev, burlándose de él, le pusiera un sombrero de fieltro y le mandara al aeropuerto de Moscú, tras haber sugestionado a los representantes de la Instrucción Criminal de que Stiopa iba a salir del avión procedente de Sebastopol.
Y a pesar de que la Instrucción Criminal de Yalta aseguraba que había recibido al descalzo Stiopa y había enviado telegramas a Moscú, en el archivo no se encontró ni una copia de aquellos telegramas, lo que condujo a la conclusión, triste, pero indiscutible, de que la panda de hipnotizadores tenía la propiedad de sugestionar a distancias enormes y no sólo a individuos aislados, sino a grupos enteros de gente.
En estas condiciones, los delincuentes podían volver loco incluso a un hombre con una constitución psíquica de lo más fuerte. No vale la pena hablar de pequeñeces como la baraja en el bolsillo del hombre del patio de butacas, o los trajes de señora desaparecidos, o la boina que maullaba y cosas por el estilo. Todo esto lo puede hacer cualquier hipnotizador mediocre, en cualquier escenario, incluido el truco facilón de la cabeza del presentador. El gato que habla, ¡eso ya es una tontería! Para mostrar al público un gato de este tipo basta con dominar las bases del arte ventrílocuo y nadie podría dudar de que el arte de Koróviev iba mucho más allá de esas primicias.