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El demente soltó una carcajada tan ruidosa que de los tilos escapó volando un gorrión.

— Decididamente esto se pone interesante — decía el profesor temblando de risa—. Vaya, vaya, resulta que para ustedes no existe nada de nada — dejó de reírse y como suele suceder en los enfermos mentales, cambió de humor repentinamente; gritó irritado—: Conque no existe, ¿eh?

— Tranquilícese, por favor, tranquilícese — balbuceaba Berlioz, temiendo exasperarle—. Por favor, espéreme aquí un minuto con el camarada Desamparado mientras voy a hacer una llamada ahí a la vuelta. Y luego le acompañamos donde usted quiera; como no conoce la ciudad…

Hay que reconocer que el plan de Berlioz era acertado: lo primero era encontrar un teléfono público y comunicar inmediatamente a la Sección de Extranjeros algo parecido a que el consejero recién llegado estaba en «Los Estanques» en un estado evidentemente anormal. Y habría que tomar las debidas precauciones, porque todo aquello era una cosa disparatada y bastante desagradable.

—¿Quiere llamar? Muy bien, pues llame… — dijo con tristeza el enfermo, y suplicó exaltado—: Pero, por favor antes de que se vaya, créame, el diablo existe. Es lo único que le pido. Escúcheme bien; existe una séptima prueba que es la más convincente de todas. Ahora mismo se les va a presentar.

— Sí, sí, naturalmente — asentía Berlioz muy cariñoso y guiñándole el ojo al pobre poeta, que no le veía la gracia a quedarse vigilando al demente, se dirigió hacia la salida de «Los Estanques», que está en la esquina de la calle Brónnaya y la Yermoláyevski.

El profesor se sosegó y pareció volver a la normalidad.

—¡Mijaíl Alexándrovich! — gritó a espaldas de Berlioz.

El jefe de redacción se volvió, sacudido por un estremecimiento, y pensó para tranquilizarse que su nombre y su patronímico también podía haberlos sacado de algún periódico.

Poniendo las manos a manera de altavoz, el profesor volvió a gritar:

— Con su permiso voy a decir que pongan un telegrama a su tío de Kíev.

Berlioz no pudo evitar otra sacudida. ¿De dónde sabría el loco lo del tío de Kíev? Porque por un periódico no, desde luego. ¿Y si Desamparado tuviera razón? ¿Y si los documentos son falsos? ¡Qué sujeto más extraño!… ¡Al teléfono, hay que telefonear rápidamente! Lo aclararán en seguida.

Berlioz, sin escuchar nada más, echó a correr.

En aquel momento, y junto a la salida de la calle Brónnaya, se levantó de un banco y salió a su encuentro el mismo ciudadano que surgiera del calor abrasador. Pero ahora ya no era de aire, sino normal, de carne y hueso y, a la luz del crepúsculo, Berlioz divisó con claridad que su pequeño bigote era como dos plumas de gallina, los ojos diminutos, irónicos y abotargados. El pantaloncito de cuadros tan corto que se le veían unos calcetines blancos y sucios.

Mijail Alexándrovich retrocedió, pero le calmó la idea de que podía ser una simple coincidencia y que, fuera lo que fuera, no era momento de pensarlo.

—¿Busca el torniquete? — inquirió el tipo de los cuadros con voz cascada—. Por aquí, por favor. Siga derecho, que llegará donde va. ¿Y no me daría algo por la ayudita para echar un trago? ¡Está más averiao el ex chantre!…

Y se quitó la gorra de un golpe, haciendo muchos visajes.

Berlioz, sin escuchar al pedigüeño y remilgado chantre, corrió al torniquete y lo agarró con la mano. Lo hizo girar y ya estaba dispuesto a pasar sobre la vía, cuando una luz roja y blanca le cegó los ojos; se había encendido la señaclass="underline" «¡Cuidado con el tranvía!».

El tranvía apareció inmediatamente, girando por la línea recién construida de la calle Yermoláyevski a la Brónnaya. De pronto, al volver y salir en línea recta, se encendió dentro la luz eléctrica; el tranvía dio un tremendo alarido y aceleró la marcha.

El prudente Berlioz, aunque estaba fuera de peligro, decidió volver a protegerse detrás de la barra; cogió el torniquete y dio un paso atrás. Se le escurrió la mano y soltó la barra. Se le resbaló un pie hacia la vía deslizándose por los adoquines como si fueran de hielo; con el otro levantado, el traspiés le derrumbó sobre las vías.

Cayó boca arriba, golpeándose ligeramente la nuca. Aún tuvo tiempo de ver — no supo si a la izquierda o a la derecha— la áurea luna. Se volvió bruscamente, encogió las piernas y se encontró con el pañuelo rojo, la cara de horror, completamente blanca, de la conductora del tranvía que se le aproximaba inexorablemente. Berlioz no gritó, pero la calle estalló en chillidos de mujeres aterrorizadas.

La conductora tiró del freno eléctrico, el tranvía clavó el morro en los adoquines, dio un respingo y saltaron las ventanillas en medio de un estruendo de cristales rotos.

En la mente de Berlioz alguien lanzó un grito desesperado: «¿Será posible?». De nuevo y por última vez, apareció la luna, pero quebrándose ya en pedazos. Luego vino la oscuridad.

El tranvía cubrió a Berlioz. Algo oscuro y redondo saltó contra la reja del parque, resbaló después por la pequeña pendiente que separa aquél de la Avenida, para acabar rodando, brincando sobre los adoquines, a lo largo de la calzada.

Era la cabeza de Berlioz.

4. LA PERSECUCIÓN

Se calmaron los gritos histéricos de las mujeres, dejaron de sonar los silbatos de los milicianos; aparecieron dos ambulancias: una se llevó el cuerpo decapitado y la cabeza al depósito de cadáveres, la otra, a la hermosa conductora, herida por los cristales rotos. Los barrenderos, con delantales blancos, barrieron los restos de cristales y taparon con arena los charcos de sangre.

Iván Nikoláyevich se derrumbó en un banco antes de llegar al torniquete y allí se quedó. Trató de incorporarse varias veces, pero las piernas no le obedecían: sufría algo parecido a una parálisis.

El poeta había corrido hacia el torniquete cuando oyó el primer grito y vio la cabeza, dando saltitos por la calle. No pudo soportar lo que veía y cayó en el banco mareado. Se mordió una mano hasta hacerse sangre. Por supuesto, se había olvidado del demente, preocupándose sólo de entender lo ocurrido: ¿Cómo era posible? Acababa de hablar con Berlioz y en un instante… una cabeza.

Unos cuantos hombres, horrorizados, corrían por el bulevar y pasaban casi rozando al poeta, pero él no oía sus palabras. Dos mujeres se encontraron junto a él y una de ellas, de nariz afilada y cabeza descubierta, gritó a la otra por encima de la oreja del poeta:

— …¡Anushka, nuestra Anushka! ¡La de la calle Sadóvaya! Son cosas suyas… ¡Fíjate que compra aceite de girasol en la tienda y que al pasar por el torniquete va y se le rompe la botella! ¡Imagínate! toda la falda hecha una porquería y ella, ¡hala! venga decir palabrotas… ¡y ese pobrecito que se resbala y a la vía…!

De todo lo que gritó aquella mujer, el cerebro dañado de Iván Nikoláyevich sólo pudo retener una palabra: Anushka.

—¿Anushka?… ¡Anushka! — balbuceó el poeta mirando inquieto en derredor—, pero si…

A la palabra Anushka pudo añadir después otras cuantas: «Aceite de girasol» y luego, sin saber por qué, «Poncio Pilatos». Desechó a Pilatos y siguió ordenando la cadena que empezara con la palabra Anushka. Llegó en seguida al profesor.

«¿Pero, cómo…? Dijo que la reunión no tendría lugar porque Anushka había vertido el aceite. Y mira por dónde no habrá reunión. Bueno, todavía más: dijo exactamente que sería una mujer quien le cortara la cabeza y resulta que la que conducta el tranvía era una mujer. Pero bueno, ¿qué es esto?»

Estaba claro. No, no podía quedar la menor duda. El misterioso consejero sabía de antemano el hecho siniestro de la muerte de Berlioz. Dos ideas atravesaron el cerebro del poeta. La primera fue: «no tiene nada de loco, eso es una tontería», y la segunda: «¿no lo habrá tramado todo él mismo? Pero ¿cómo? ¡Ah! Esto no va a quedar así. Ya lo averiguaremos».

Haciendo un tremendo esfuerzo, Iván Nikoláyevich se incorporó lanzándose hacia donde estuviera hablando con el profesor. Felizmente aquél no se había ido.