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Los faroles de la Brónnaya estaban encendidos y sobre «Los Estanques» brillaba una luna dorada. Y así, a la luz de la luna, siempre ilusoria, le pareció que lo que el hombre llevaba bajo el brazo, no era un bastón, sino una espada.

El «metomentodo» ex chantre estaba precisamente en el mismo sitio donde había estado hacía muy poco Iván Nikoláyevich. Se había colocado en la nariz unos impertinentes del todo innecesarios a los que le faltaba un cristal y que tenían el otro partido. Ahora, el ciudadano de los cuadros, tenía un aspecto todavía más repulsivo que cuando indicara a Berlioz el camino hacia la vía.

Iván, con el corazón encogido, se acercó al profesor y comprendió, mirándole de frente, que su cara no traslucía el menor indicio de locura.

Ni antes ni ahora.

—¡Confiese de una vez! ¿Quién es usted? — preguntó con voz sorda.

El extranjero frunció el entrecejo, miró al poeta como si le viera por primera vez y contestó con hostilidad:

— No comprender… Hablar… Ruso…

— Es que no entiende — se metió el chantre desde el banco, aunque nadie le había pedido que explicara las palabras del forastero.

—¡No disimule! — dijo Iván Nikoláyevich amenazador, y tuvo una sensación de frío en el estómago—, le he oído hablar ruso perfectamente. Ni es usted alemán, ni profesor. ¡Usted lo que es es un asesino y un espía! ¡Entregúeme sus documentos! — gritó furioso.

El misterioso profesor torció con desprecio la boca — ya de por sí bastante torcida— y se encogió de hombros.

—¡Ciudadano! — intervino de nuevo el detestable chantre—, ¿No ve que está poniendo nervioso al turista? ¡Ya le pedirán cuentas!

Y el sospechoso profesor, con un gesto arrogante, le volvió la espalda y se alejó. Iván se encontró desarmado y se dirigió muy exaltado al chantre:

—¡Oiga, por favor! ¡Ayúdeme a detener a ese delincuente! ¡Tiene usted el deber de hacerlo!

El chantre, animándose sobremanera e incorporándose de un salto, gritó:

—¿Qué delincuente? ¿Dónde está? ¿Un delincuente extranjero? — Le bailaban los ojillos de alegría—. ¿Era ése? Pues si es un delincuente, lo primero es ponerse a gritar «socorro». O si no, se larga. ¡Venga! vamos a gritar a la vez — y abrió el hocico.

El desconcertado Iván, haciendo caso al chantre burlón gritó «¡socorro»! pero el otro no dijo nada. Le había tomado el pelo.

El grito solitario y ronco de Iván no dio un resultado positivo. Dos damiselas saltaron hacia un lado y el poeta pudo oír con claridad: «Borracho».

—¿De modo que te pones de su parte? — gritó Iván furibundo—. ¿Te vas a reír de mí? ¡Déjame pasar!

Iván se lanzó a la derecha y el chantre también; Iván a la izquierda y el canalla también.

— Pero, ¿qué? ¿te atraviesas a propósito? — gritó Iván enfurecido—, ¡te voy a entregar a las milicias!

Trató de asir al granuja por la manga, pero no cogió más que aire, como si al chantre se le hubiera tragado la tierra.

Iván se quedó con la boca abierta de asombro, miró en derredor y vio a lo lejos al odioso desconocido que se encontraba ya junto a la salida a la travesía del Patriarca, y además no estaba solo. El más que sospechoso chantre tuvo tiempo de alcanzar al profesor. Pero eso no era todo. Había un tercero en el grupo: un gato surgido de no se sabe dónde. El gato era enorme, como un cebón, negro como el hollín o como un grajo, y con un bigote desafiante como el de los militares de caballería. Los tres se dirigían hacia la calle y el gato andaba sobre las patas traseras.

Iván se precipitó tras los maleantes, aunque en seguida comprendió que iba a ser muy difícil darles alcance.

Los tres pasaron la travesía en un momento y salieron a la calle Spiridónovka. Iván aligeraba el paso, pero a pesar de ello, la distancia entre él y sus perseguidos no se acortaba. Antes de que el poeta tuviera tiempo de reaccionar se encontró, después de abandonar aquella tranquila calle, en la plaza Nikitskaya, donde su situación empeoró. Había bastante aglomeración y además, la pandilla de granujas decidió utilizar el truco preferido por los bandidos: huir a la desbandada.

El chantre se escabulló subiendo ligero a un autobús que pasaba por la plaza de Arbat. Al perder de vista a uno de los del grupo, Iván concentró su atención en el gato; el extraño animal se había acercado al estribo del tranvía «A» que estaba en la parada, había empujado con insolencia a una mujer que dio un grito, agarrándose a la barandilla e incluso tratando de alargarle a la cobradora una moneda de diez kopeks a través de la ventanilla abierta por el calor.

El comportamiento del gato impresionó de tal manera a Iván que se quedó inmóvil junto a la tienda de comestibles de la esquina. Pero aún le impresionó más la actitud de la cobradora, que al darse cuenta de que el gato se metía en el tranvía, temblando de rabia, gritó:

—¡Los gatos no pueden subir! ¡Que no se puede entrar con gatos! ¡Zape! ¡O te bajas o llamo a las milicias!

Pero a la cobradora, como a los pasajeros, les pasó inadvertido lo esencialmente asombroso, porque, al fin y al cabo, lo de menos era que un gato subiera al tranvía, pero es que este gato ¡había intentado pagar!

El gato resultó ser no sólo un animal solvente, sino también muy disciplinado. Al primer bufido de la cobradora interrumpió su discusión descolgándose del estribo para irse a sentar en la parada, mientras se frotaba los bigotes con la moneda. Pero cuando la cobradora tiró de la cuerda y el tranvía se puso en marcha, el gato hizo lo mismo que hubiera hecho cualquiera en el caso de haber sido expulsado de un tranvía y que tiene necesariamente que viajar en él. Dejó pasar los tres vagones del tranvía, saltó al borde del último, se aferró con una pata a una de las gomas que colgaban de la trasera y así pudo hacer su viaje, ahorrándose además diez kopeks.

Iván, puesta toda su atención en el repelente gato, estuvo a punto de perder de vista al más importante de sus tres perseguidos: el profesor. Por suerte, éste no había tenido tiempo de escabullirse. Iván descubrió la boina gris a través de la muchedumbre, al principio de la Bolshaya Nikítskaya o de la calle de Hertzen. En un instante llegó hasta allí. Pero la suerte no le acompañaba. El poeta aligeraba el paso o corría empujando a los transeúntes, pero no conseguía disminuir la distancia que le separaba del profesor ni un centímetro.

A pesar de su disgusto, Iván no dejaba de admirarse de la rapidez tan extraordinaria con que se desarrollaba la persecución. Apenas transcurridos veinte segundos, Iván Nikoláyevich se encontró deslumhrado por las luces de la plaza Arbat. Unos segundos más y estaba en una callejuela oscura de aceras desiguales; se dio un trompazo y se hirió una rodilla. Otra calzada iluminada, después la calle de Kropotkin y luego otra y otra y por fin, una bocacalle triste y desagradable con luz escasa, donde Iván perdió de vista definitivamente al que tanto le interesaba alcanzar. El profesor había desaparecido.

Iván Nikoláyevich estaba confundido, pero se le ocurrió de repente que el profesor tenía que encontrarse en la casa número 13, seguramente en el apartamento 47.

Irrumpió en el portal, subió volando hasta el segundo piso, fue derecho al apartamento y llamó impaciente. No le hicieron esperar mucho. Una niña de unos cinco años abrió la puerta y, sin preguntar nada, desapareció en el interior.

El vestíbulo era enorme, estaba descuidadísimo, iluminado por una minúscula bombilla, débil y polvorienta, que colgaba de un techo negro de mugre. Colgada de un clavo en la pared, una bicicleta sin neumáticos; en el suelo, un baúl enorme, forrado de hierro. En un estante, sobre un perchero, un gorro de invierno con sus largas orejeras colgando. A través de una puerta, un receptor transmitía la voz sonora y exaltada de un hombre que clamaba algo en verso.

Iván Nikoláyevich, sin sentirse turbado por su extraña situación, se dirigió hacia el pasillo directamente, guiado por esta reflexión: «Se habrá escondido en el baño». El pasillo estaba a oscuras. Chocó varias veces con las paredes hasta que vio una tenue y estrecha franja de luz bajo una puerta, encontró a tientas el picaporte y dio un ligero tirón. Saltó el cerrojo e Iván se encontró precisamente en el baño, pensando que había tenido suerte.