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Pero no tuvo tanta como hubiera deseado. Envuelto en una atmósfera de calor húmedo y a la luz de los carbones que se consumían en el calentador, entrevio unos grandes barreños que colgaban de la pared y una bañera con unos horribles desconchones negros. Y en la bañera, de pie, una ciudadana desnuda, cubierta de espuma y con un estropajo en la mano, entornó sus ojos miopes, para mirar a Iván que acababa de irrumpir en el baño. Como la luz era tan mala, le confundió seguramente con alguien y dijo alegremente en voz baja:

—¡Kiriushka! ¡No seas fanfarrón! ¿Te has vuelto loco? ¡Fédor Ivánovich está a punto de volver! ¡Fuera de aquí! —Y salpicó a Iván con el estropajo.

La confusión era evidente y el culpable era, naturalmente, Iván Nikoláyevich. Pero no tenía intención de reconocerlo y exclamó en tono de reproche: «¡Qué frivolidad!», y en seguida, sin saber cómo ni por qué, se encontró en la cocina.

Estaba desierta, y en la lumbre, alineados en silencio, había cerca de una decena de hornillos de petróleo apagados. Un rayo de luna entraba por la ventana polvorienta, sucia desde hacía años, iluminando escasamente un rincón donde, entre polvo y telarañas, colgaba un icono olvidado. Detrás de la urna que guardaba el icono asomaban las puntas de dos velas de boda. Y debajo del icono había otro de papel, más pequeño, clavado en la pared con un alfiler.

Nadie sabe qué pasó por la imaginación de Iván, pero antes de salir corriendo por la escalera de servicio, se apoderó de una de las velas y del icono de papel; y con ellos en la mano abandonó el desconocido piso, murmurando algo entre dientes, azorado por el recuerdo de lo ocurrido en el baño y tratando de adivinar, inconscientemente, quién sería el descarado Kiriushka y si no le pertenecería el ridículo gorro de las orejeras.

De nuevo en la calle triste y desierta, el poeta buscó con la mirada al fugitivo, pero no había nadie. Iván se dijo muy seguro:

—¡Pues claro, está en el río Moskva! ¡Adelante!

Hubiera sido interesante preguntar a Iván Nikoláyevich por qué suponía que el profesor estaba precisamente en el río Moskva, y no en cualquier otro sitio, pero desgraciadamente no había nadie que pudiera preguntárselo. Aquella horrible calle estaba totalmente desierta.

Unos minutos después Iván Nikoláyevich se encontraba en los peldaños de granito de la escalinata del río.

Se quitó la ropa y la dejó al cuidado de un simpático barbudo que fumaba un cigarro, junto a una camisa blanca y rota y unas botas gastadas con los cordones desatados. Iván movió los brazos para refrescarse un poco y se tiró al agua como lo haría una golondrina. El agua estaba muy fría. Se le cortó la respiración, y por un momento, llegó a tener la sensación de que no podría salir a la superficie. Pero emergió resoplando, sofocado, con los ojos redondos de espanto, y nadó en aquel agua que olía a petróleo, entre el zigzag de los haces de luz de los faroles de la orilla. Cuando el poeta, saltando los peldaños, llegó empapado al sitio donde dejara su ropa al cuidado del barbudo, se encontró con que ésta había desaparecido, y no sólo la ropa: tampoco había rastro alguno del barbudo mismo. En el lugar donde dejara el montón de sus prendas, había unos calzoncillos a rayas, la agujereada camisa, la vela, el icono y una caja de cerillas. Iván, enfurecido, amenazó impotente con el puño cerrado y se puso lo que había encontrado en lugar de su ropa.

Le llenaron de inquietud dos consideraciones; en primer lugar había perdido el carnet de MASSOLIT, del que no se separaba nunca, y además, ¿podría andar libremente por Moscú con aquella pinta? Realmente, en calzoncillos… Desde luego no era culpa suya, pero ¿quién sabe? Podría haber algún lío y a lo mejor lo detendrían.

Arrancó los botones del tobillo, con la esperanza de que así, los calzoncillos podrían pasar por pantalones de verano. Recogió el icono, la vela y las cerillas y echó a andar diciéndose a sí mismo: «¡A Griboyédov! ¡Seguro que está allí!».

Había empezado la vida nocturna de la ciudad. Pasaron algunos camiones, envueltos en nubes de polvo, y en las cajas, sobre sacos, iban unos hombres tumbados panza arriba. Todas las ventanas estaban abiertas. En cada una de ellas había una luz bajo una pantalla naranja, y de todas las ventanas, de todas las puertas, de todos los arcos, los tejados, las buhardillas, los sótanos y los patios, salía el ronco rugido de la polonesa de la ópera Eugenio Oneguin.

Los temores de Iván Nicoláyevich estaban justificados. Llamaba la atención y los transeúntes se volvían a mirarle. Decidió dejar las calles principales y seguir su camino por callejuelas, donde la gente es menos curiosa y hay menos probabilidades de que alguien se acerque a importunar a un hombre que va descalzo, con preguntas sobre sus calzoncillos, que se habían negado obstinadamente a parecer unos pantalones.

Y eso hizo. Iván se sumergió en la misteriosa red de callejuelas y bocacalles de Arbat. Emprendió la marcha pegado a las paredes, volviéndose a cada instante y mirando temeroso alrededor, escondiéndose en los portales de vez en cuando, evitando los pasos de peatones y las entradas suntuosas de los palacetes de las embajadas.

Y durante todo su difícil camino, sentía un insoportable malestar, producido por una orquesta omnipresente, que acompañaba el profundo bajo que cantaba su amor hacia Tatiana.

5. TODO OCURRIÓ EN GRIBOYÉDOV

Situado en los bulevares, al fondo de un jardín marchito, había un palacete antiguo de dos pisos, color crema, separado de la acera por una reja labrada de hierro fundido. Delante de la casa había una pequeña plazoleta asfaltada, que en invierno solía estar cubierta de un montón de nieve coronado por una pala hincada, y en verano, bajo un toldo de lona, se convertía en un espléndido anexo del restaurante.

El edificio se llamaba «Casa de Griboyédov» porque, según se decía, esta casa perteneció en otros tiempos a una tía del escritor Alexandr Serguéyevich Griboyédov.[4] Si fue o no de su propiedad es algo que no sabemos con certeza. Nos parece recordar que Griboyédov no tuvo ninguna tía propietaria. Pero el caso es que la casa se llamaba así. Y un moscovita bastante embustero llegaba a asegurar que en la sala ovalada y con columnas del segundo piso, el famoso escritor leía a aquella misma tía trozos de La desgracia de tener ingenio, y que la tía le escuchaba reclinándose en un sofá. Y a lo mejor era verdad, pero eso es lo de menos. Lo que importa es que la casa pertenecía precisamente a MASSOLIT, que presidía el pobre Mijaíl Alexándrovich Berlioz antes de su aparición en «Los Estanques del Patriarca».

En la actualidad nadie llamaba aquella casa «Casa de Griboyédov», porque los miembros de MASSOLIT se referían a ella como «Griboyédov» simplemente y el término se había hecho popular: «Ayer me pasé dos horas en Griboyédov» «¿Y qué tal?» «He conseguido que me concedan dos meses en Yalta» «¡Qué suerte tienes!» o bien: «Voy a ver a Berlioz, que recibe hoy de cuatro a cinco en Griboyédov», etc., etc….

MASSOLIT no podía haberse instalado en Griboyédov mejor y con más confort. Quien visitara Griboyédov por primera vez se encontraba de un modo involuntario con información destinada a los diversos grupos deportivos, así como con las fotografías en grupo o individuales de los miembros que componían MASSOLIT, que cubrían las paredes de la escalera que llevaba al primer piso.

En la puerta de la primera habitación de este piso había un letrero: «Sección pesca-veraneo» con un dibujo que representaba una carpa que había tragado el anzuelo.

En la puerta de la habitación número 2 estaba escrito algo no muy claro: «Inscripciones y plazas para un día de creación. Dirigirse a M. V. Podlózhanaya». En la puerta siguiente la inscripción era lacónica y completamente ininteligible: «Perelíguino». Luego el visitante casual de Griboyédov se mareaba entre los letreros que decoraban las puertas de nogal de la tía del gran escritor: «Para coger número en la cola para el papel, diríjase a Poklióvkina», «Caja», «Cuentas personales de los autores de sketches».

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A. S. Griboyédov (1795–1829), escritor y diplomático ruso, autor de la comedia La desgracia de tener ingenio. (N. de la T.)