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— Tres mil ciento once — añadió alguien desde un rincón.

— Ya ven — seguía Timonero—. ¿Qué se va a hacer? Es natural que hayan concedido los chalets a los que tienen más talento.

—¡A los generales! — irrumpió sin rodeos en la disputa Glujariov el guionista.

Beskúdnikov salió de la habitación fingiendo un bostezo.

— Tiene cinco habitaciones para él solo en Perelíguino — dijo a sus espaldas Glujariov.

— Y Lavróvich, seis — gritó Deniskin—. ¡Y el comedor de roble!

— Eso no nos interesa ahora — intervino Ababkov—, lo que importa es que ya son las once y media.

Se armó un gran alboroto; algo parecido a una rebelión se estaba tramando. Llamaron al odioso Perelíguino, se confundieron de chalet y dieron con el de Lavróvich; se enteraron de que Lavróvich se había ido al río y esto colmó su disgusto. Llamaron al azar a la Comisión de Bellas Letras, por la extensión 930 y como era de esperar, no había nadie.

—¡Podía haber llamado! — gritaban Deniskin, Glujariov y Kvant.

Oh, pero sus gritos eran injustos; Mijaíl Alexándrovich no podía llamar a nadie. Lejos, muy lejos de Griboyédov, en una sala enorme, iluminada con lámparas de miles de vatios, en tres mesas de zinc, estaba aquello que, hasta hacía muy poco, era Mijaíl Alexándrovich.

En la primera, el cuerpo descubierto, con sangre seca, un brazo fracturado y el tórax aplastado; en la segunda, la cabeza con los dientes de delante rotos, con unos ojos turbios que ya no se asustaban de la luz fuerte, y en la tercera un montón de trapos sucios.

Estaban junto al decapitado: un profesor de medicina legal, un especialista en anatomía patológica y su ayudante, representantes de la Instrucción Judicial y el vicepresidente de MASSOLIT, el literato Zheldibin, que tuvo que abandonar a su mujer enferma porque fue llamado urgentemente.

El coche fue a buscar a Zheldibin y le llevó en primer lugar, junto con los de la Instrucción Judicial (eso ocurrió cerca de media noche), a la casa del difunto, donde fueron lacrados todos sus papeles. Luego se dirigieron al depósito de cadáveres.

Y ahora, todos los que rodeaban los restos del difunto deliberaban sobre qué sería más conveniente, si coser la cabeza cortada al cuello, o si simplemente exponer el cuerpo en la sala de Griboyédov, tapando al difunto con un pañuelo negro hasta la barbilla.

Mijaíl Alexándrovich no podía telefonear a nadie; en vano se indignaban y gritaban Deniskin, Glujariov y Kvant con Beskúndnikov. A medianoche los doce literatos abandonaron el piso de arriba y bajaron al restaurante. Allí hablaron de nuevo de Mijaíl Alexándrovich y con palabras poco amables. Todas las mesas de fuera estaban ocupadas, como era lógico, y tuvieron que quedarse a cenar en los preciosos pero bochornosos salones.

También a medianoche en el primero de los salones algo sonó, retumbó, tembló y pareció desparramarse. Y casi al mismo tiempo una voz aguda de hombre gritó desaforadamente al compás de la música: «¡Aleluya!». Era el famoso jazz de Griboyédov que rompió a tocar. Entonces pareció que las caras sudorosas se iluminaron, revivieron los caballos pintados en el techo, se hizo más fuerte la luz de las lámparas y, como liberándose de una cadena, se inició el baile en los dos salones y luego en la terraza.

Glujariov se puso a bailar con la poetisa Tamara Medialuna; también bailaba Kvant; bailó Zhukópov el novelista con una actriz vestida de amarillo. Bailaban: Dragunski, Cherdakchi, el pequeño Deniskin con la gigantesca Timonero Georges; bailaba la bella arquitecta Seméikina-Gal, apretada con fuerza por un desconocido con pantalón blanco de hilo. Bailaban los miembros y amigos invitados, moscovitas y forasteros, el escritor Johannes de Kronshtadt, un tal Vitia Kúftik de Rostov, que parece que era director de escena, al que un herpes morado le cubría todo un carrillo; bailaban los representantes más destacados de la Subsección Poética de MASSOLIT, es decir, Babuino, Bogojulski, Sladki, Shpichkin y Adelfina Buzdiak; bailaban jóvenes de profesiones desconocidas con el pelo cortado a cepillo y las hombreras llenas de algodón; bailaba uno de bastante edad, con una barba en la que se había enredado un trozo de cebolla verde, y con él una joven mustia, casi devorada por la anemia, con un vestido arrugado de seda color naranja.

Los camareros, chorreando sudor, llevaban jarras de cerveza empañadas por encima de las cabezas; gritaban con voces de odio, ya roncas: «Perdón, ciudadano…»; por un altavoz alguien daba órdenes: «Uno de Karski, dos de Zubrik, Fliaki gospodárskiye».[5] La voz aguda ya no cantaba, aullaba: «¡Aleluya!»; el estrépito de los platillos del jazz conseguía cubrir a veces el ruido de la vajilla que las camareras bajaban por una rampa a la cocina. En una palabra: el infierno.

Y a medianoche hubo una visión en ese infierno. En la terraza apareció un hombre hermoso, de ojos negros y barba en forma de puñal, vestido de frac, que echó una mirada regia sobre sus posesiones. Dicen las leyendas que en otros tiempos el tal caballero no llevaba frac sino un ancho cinto de cuero del que asomaban puños de pistolas; su pelo de color ala de cuervo estaba cubierto de seda encarnada, y en el mar Caribe navegaba bajo su mando un barco con una siniestra bandera negra cuya insignia era la cabeza de Adán.

Pero no, mienten las leyendas que quieren seducirnos. En el mundo no existe ningún mar Caribe, no hay intrépidos filibusteros navegando, y no les persiguen corbetas y no hay humo de cañones que se dispersa sobre las olas. No, nada de eso es cierto y nunca lo ha sido. Pero sí hay un tilo mustio, una reja de hierro fundido y un bulevar detrás de ella, un trozo de hielo se derrite en una copa, y unos ojos de buey, sangrientos, en la mesa de al lado… ¡Horror, horror…! ¡Oh, dioses, quiero envenenarme!…

Y de pronto, como por encima de las mesas, voló: «¡Berlioz!». Enmudeció el jazz, desparramándose como si hubiera recibido un puñetazo. «¿Qué? ¿Cómo dice?» «¡Berlioz!» Y todos se iban levantando de un salto.

Sí, estalló una ola de dolor al conocerse la terrible noticia sobre Mijaíl Alexándrovich. Alguien gritaba, en medio del alboroto, que era preciso, inmediatamente, allí mismo, redactar un telegrama colectivo y enviarlo en el acto.

¿Un telegrama? ¿Y a quién? ¿Y para qué mandarlo? diríamos. En realidad, ¿adónde mandarlo? ¿Y de qué serviría un telegrama al que está ahora con la nuca aplastada en las enguantadas manos del médico y con el cuello pinchado por la aguja torcida del profesor? Ha muerto. No necesita ningún telegrama. Todo ha terminado, no recarguemos el telégrafo.

Sí, sí, ha muerto… ¡Pero nosotros estamos vivos!

Era verdad, se había levantado una ola de dolor, se mantuvo un rato y empezó a descender. Algunos volvieron a sus mesas y, a hurtadillas primero, abiertamente después, se tomaron un trago de vodka con entremeses. Realmente, ¿se iban a desperdiciar los filetes volaille de pollo? ¿Se puede hacer algo por Mijaíl Alexándrovich? ¿Quedándonos con hambre? ¡Pero si nosotros estamos vivos!

Naturalmente, cerraron el piano y se fueron los del jazz; varios periodistas se marcharon a preparar las notas necrológicas. Se supo que Zheldibin había regresado del depósito ya. Se instaló arriba, en el despacho del difunto, y corrió la voz de que sería el sustituto de Berlioz. Zheldibin mandó llamar a los doce miembros de la dirección, que estaban en el restaurante; en el despacho de Berlioz se improvisó una reunión para discutir los apremiantes problemas de la decoración del salón de las columnas de Griboyédov, el transporte del cuerpo desde el depósito a dicho salón, la organización para el acceso de la gente a él y otros asuntos referentes a aquel penoso suceso.

El restaurante reanudó su habitual vida nocturna, y hubiera continua-do hasta el cierre, es decir, hasta las cuatro de la mañana, si no hubiese sido por un acontecimiento tan fuera de lo común, que sorprendió a los clientes del restaurante más que la muerte de Berlioz.

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5

Tipos de shashlik, plato caucasiano que consiste en trocitos de carne a la brasa. Fliaki gospodárskiye, plato polaco. (N. de la T.)