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— Bien, bien.

— Entonces, como digo, salí corriendo con él en el pecho.

El reloj dio las dos.

—¡Huy! — exclamó Iván, y se levantó del sofá—. Son las dos, y yo aquí, perdiendo el tiempo con vosotros. Por favor, ¿dónde hay un teléfono?

— Déjenle pasar al teléfono — ordenó el médico a los enfermeros.

Mientras Iván cogía el auricular, la mujer preguntó a Riujin por lo bajo:

—¿Está casado?

— Soltero — respondió Riujin asustado.

—¿Es miembro del Sindicato?

— Sí.

— Oiga, ¿las milicias? — gritó Iván en el auricular—. ¿Milicias? Camarada, que manden cinco motocicletas y ametralladoras para detener a un profesor extranjero. ¿Cómo? Vengan a buscarme, yo iré con ustedes… Habla el poeta Desamparado desde la casa de locos… ¿Qué dirección es ésta? preguntó al médico, tapando el micrófono con la mano, y luego gritó de nuevo por el teléfono—: ¡Oiga! ¡Dígame!… ¡Qué canallada! — vociferó Iván arrojando el auricular contra la pared. Luego se volvió hacia el médico, y tendiéndole la mano se despidió secamente y se dispuso a marcharse.

—¡Pero, oiga! ¿Dónde piensa ir así? —intervino el médico, mirándole a los ojos—. En plena noche, vestido de ese modo… Usted no está bien, debe quedarse con nosotros.

—¡Déjenme pasar! — dijo Iván a los enfermeros que le cerraban el paso hacia la puerta—. ¿Me dejan pasar o no? — gritó con voz terrible.

Riujin empezó a temblar y la mujer apretó un botón de la mesa; en su superficie de cristal apareció una cajita brillante y una ampolla cerrada.

— Ah, sí, ¿eh? — preguntó Iván, mirando alrededor con ojos salvajes de hombre acosado—. ¡Ya veréis!… ¡Adiós! — y se tiró de cabeza a la ventana, tapada con una cortina.

Se oyó un golpe bastante fuerte, pero el cristal detrás de la cortina no cedió, ni siquiera se rajó, y al cabo de un momento Iván Nikoláyevich se debatía entre los bríos de los enfermeros y trataba de morderles, gritando:

—¡Mira qué cristalitos se han agenciado! ¡Suelta! ¡Suelta!

En las manos del médico brilló una jeringuilla; la mujer, con un solo movimiento, descosió la manga de la camisa y le sujetó por un brazo, en un despliegue de fuerza poco femenino. La atmósfera se impregnó de éter.

Iván se desvaneció en bríos de los cuatro enfermeros y el médico aprovechó la ocasión para introducirle la aguja en el brazo. Así le tuvieron varios segundos y después le soltaron sobre el sofá.

—¡Bandidos! — gritó Iván dando un salto, pero le volvieron a sentar en el sofá.

En cuanto le soltaron se incorporó de nuevo y esta vez se sentó él mismo. Permaneció callado; miraba alrededor sintiéndose acorralado; bostezó y luego sonrió con amargura.

— Conque me habéis encerrado — dijo bostezando otra vez. Se tumbó, dejó caer la cabeza sobre una almohada, metió el puño debajo, como un niño, y con voz soñolienta, sin rencor ya, añadió—: Está bien…, ya lo pagaréis; yo os he prevenido; allá vosotros… A mí lo que realmente me interesa ahora es Poncio Pilatos… Pilatos… — y cerró los ojos.

— Al baño, solo en la 117, con un guardián — ordenó el médico, poniéndose las gafas. Riujin se estremeció de nuevo. Se abrieron silenciosamente las puertas blancas y apareció un pasillo con luces nocturnas color azul. Por el pasillo traían una camilla sobre ruedas de goma. Tendieron en ella a Iván dormido y desaparecieron; las puertas se cerraron detrás de él.

— Doctor — preguntó Riujin, conmovido, en voz baja—, ¿está realmente enfermo?

— Desde luego — respondió el médico.

—¿Y qué tiene? — preguntó tímidamente Riujin.

El médico le miró con aire cansino y contestó indolente:

— Alteración motriz y del habla…, interpretaciones delirantes… Parece un caso difícil. Tenemos que suponer que sea esquizofrenia y además alcoholismo…

De todo lo que dijo el médico, Riujin entendió tan sólo que lo de Iván Nikoláyevich era algo serio. Y preguntó con un suspiro:

—¿Y por qué hablará de ese consejero?

— Seguramente vio a alguien que ha impresionado su perturbada imaginación. O puede que sea sencillamente una alucinación.

Unos minutos después el camión llevaba a Riujin a Moscú. Estaba amaneciendo, y la luz de los faroles de la carretera era innecesaria y molesta. El conductor, enfurecido por la noche en blanco, iba a toda marcha y el camión resbalaba en las curvas.

Se tragó el bosque, dejándolo atrás; el río se iba a un lado y delante del camión corría toda una avalancha de objetos: vallas y puestos de vigilancia, leña apilada, postes enormes y unos mástiles, y en los mástiles extraños carretes, montones de guijarros, la tierra surcada por canales; en una palabra, se notaba que Moscú estaba allí mismo, tras un viraje, y que en seguida lo tendrían encima, rodeándoles.

Riujin sufría el traqueteo y los vaivenes del camión, trataba de instalarse sobre un madero que se le escurría continuamente. Las toallas que Panteléi y el miliciano, que se habían marchado en un trolebús, arrojaron dentro del camión, resbalaban por la caja. Riujin hizo intención de recogerlas, pero reaccionó con enfado, les dio un puntapié y desvió la vista: «¡Al diablo con ellas! ¡Soy un primo por ocuparme tanto de este lío!».

Su estado de ánimo no podía ser peor. Era evidente que la breve estancia en la casa del dolor le había hecho una profunda impresión. Riujin trataba de encontrar lo que le estaba atormentando: ¿El corredor, con aquellas lámparas azules, clavado en la memoria? ¿El pensamiento de que lo peor que le podía pasar a uno era perder la razón? Sí, desde luego, también era esto, aunque sólo como una vaga sensación; había algo más, pero ¿qué?

Una ofensa. Las hirientes palabras que Desamparado le lanzara. Y lo peor no fueron las palabras en sí, sino que tenía toda la razón.

El poeta ya no miraba el paisaje; con la vista fija en el suelo sucio que se movía continuamente, murmuraba y lloriqueaba consumiéndose.

¡Los versos! Tenía treinta y dos años. Y después ¿qué? Seguiría escribiendo varios poemas al año. ¿Hasta que fuera viejo? Sí, hasta la vejez. ¿Pero qué le aportarían sus versos? ¿La gloria? «¡Qué tontería! No te engañes: la gloria no es para quien escribe versos malos, pero ¿por qué son malos?… Tiene razón, toda la razón», hablaba consigo mismo sin compasión alguna.

Intoxicado por aquel ataque de neurastenia, el poeta se tambaleó, el suelo dejó de moverse bajo sus pies. Levantó la cabeza y se dio cuenta de que hacía mucho rato que estaba en Moscú. Había amanecido, se veía una nube dorada y el camión estaba atascado en una larga hilera de coches a la vuelta de un bulevar. Casi allí mismo, encima de un pedestal, había un hombre metálico con la cabeza un poco inclinada que miraba indiferente el bulevar.[6]

Le invadieron unos extraños pensamientos. Se sentía enfermo. «Éste es un ejemplo de lo que es tener suerte — Riujin se incorporó en la caja del camión y levantó la mano amenazando a la figura de hierro fundido que no se metía con nadie—. Cualquier movimiento que hiciera, cualquier cosa que le ocurriera, de todo sacaba provecho, todo contribuyó a su fama. Pero, en realidad ¿qué ha hecho? No lo entiendo… ¿Habrá algo especial en esas palabras: “La tormenta y la niebla…”?.[7] ¡No lo entiendo! ¡Suerte es lo que tuvo! ¡Nada más que suerte!» — concluyó mordaz.

Riujin notó que el camión se movía bajo sus pies. «Fue el disparo de aquel oficial zarista que le atravesó la cadera y le aseguró la inmortalidad…».[8]

La hilera de automóviles se puso en marcha. Dos minutos más tarde el poeta, completamente enfermo, hasta envejecido, entraba en la ya desierta terraza de Griboyédov. En un rincón terminaban su velada un grupo de juerguistas. En el centro mantenía la atención un conocido suyo, animador y presentador de revistas, que llevaba en la cabeza un gorrito oriental y sostenía en la mano una copa de vino «Abrau».

Archibaldo Archibáldovich recibió con mucha amabilidad a Riujin, que cargaba con las toallas, y en seguida le liberó de los dichosos trapos. Si Riujin no hubiera estado tan deshecho por la visita al sanatorio y el viaje en camión, habría experimentado una gran satisfacción contando lo sucedido y decorándolo con detalles inventados. Pero no estaba de humor. Riujin era poco observador, pero a pesar de ello y de la tortura del viaje en camión, comprendió, nada más mirar al pirata con atención, que aunque éste hubiera hecho algunas preguntas y exclamaciones tales como «¡Ay! ¡Ay!», no le preocupaba en absoluto lo que hubiera pasado a Desamparado. «Así me gusta. ¡Me alegro!», pensaba con humillante y furioso cinismo el poeta, y añadió interrumpiendo la historia de la esquizofrenia:

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6

Se refiere al monumento a Pushkin, que se encuentra en la plaza que lleva su nombre. (N. de la T.)

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7

Palabras con las que comienza una célebre poesía de Pushkin. (N. de la T.)

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8

Georges Dantés, monárquico francés que huyó de la Revolución de Julio y fue acogido por Nicolás I. Mató a Pushkin en un duelo en 1837. (N. de la T.)