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— Archibaldo Archibáldovich, ¿me da una copita de vodka?

El pirata puso cara de pena y le susurró:

— Ya comprendo…, ahora mismo — e hizo una seña al camarero.

Un cuarto de hora más tarde Riujin estaba encorvado sobre una copa, bebiendo una tras otra, completamente solo. Comprendía, y se resignaba a ello, que su vida ya no tenía arreglo; lo único que podía hacer era olvidar.

El poeta había perdido la noche, mientras los demás estaban de juerga, y ahora comprendía que no podía hacerla volver. Bastaba levantar la cabeza, de la lamparita hacia el cielo, para darse cuenta de que la noche había terminado irremediablemente. Los camareros, con mucha prisa, tiraban al suelo los manteles de las mesas. Los gatos que rondaban la terraza tenían aspecto mañanero. Era irrevocable. Al poeta se le echaba el día encima.

7. UN APARTAMENTO MISTERIOSO

Si alguien le hubiera dicho a Stiopa esta mañana: «Stiopa, levántate ahora mismo o te fusilarán», seguro que habría respondido con voz muy lánguida y apenas perceptible: «Podéis fusilarme o hacer lo que queráis de mí, porque no me levanto».

Y no ya levantarse, ni siquiera abrir los ojos podría. Se le ocurría que al abrirlos se encendería un relámpago y su cabeza estallaría en pedacitos. Una pesada campana repetía monótona en su cabeza, y entre el globo del ojo y el párpado cerrado le bailaban unas manchas marrones con cenefas rabiosamente verdes. Y por si esto fuera poco sentía unas náuseas que parecían estar relacionadas con el machacante ritmo de un gramófono.

Trataba de recordar. La noche anterior le parecía haber estado… ¿dónde? no lo sabía; ¡sí! tenía una servilleta en la mano, intentaba besar a una señora; al día siguiente la iba a ver, le anunciaba. Ella se negaba diciendo: «No, no vaya. No estaré en casa», y él insistía: «Pues voy a ir de todos modos». Era lo único que le venía a la memoria.

Stiopa no sabía quién era la señora, ni qué hora era, ni qué día, ni el mes, y lo que era todavía peor: no tenía la menor idea de dónde se encontraba. Esto último, sobre todo, había que aclararlo en seguida. Despegó el párpado del ojo izquierdo. Descubrió un reflejo opaco en la oscuridad, por fin reconoció el espejo y se dio cuenta que estaba echado boca abajo en su propia cama, es decir, en la cama que fue de la joyera, en el dormitorio. Una punzada aguda en la cabeza le obligó a cerrar los ojos.

Pero expliquémonos: Stiopa Lijodéyev, director del teatro Varietés, se despertó por la mañana en el piso que compartía con el difunto Berlioz, en una casa grande, de seis pisos, situada en la calle Sadóvaya.

Tenemos que decir que este piso número 50 tenía desde hacía tiempo una reputación que podemos llamar, si no mala, sí extraña. Dos años atrás había pertenecido a la viuda del joyero De Fugere, Ana Frántsevna De Fugere, respetable señora de cincuenta años, muy emprendedora, que alquilaba tres habitaciones de las cinco que poseía; uno de los inquilinos parece que se llamaba Belomut, el otro había perdido su apellido.

Un domingo se presentó en el piso un miliciano, hizo salir al vestíbulo al segundo inquilino (cuyo apellido desconocemos) y dijo que tenía que ir a la comisaría un minuto para firmar algo. El inquilino ordenó a Anfisa, la fiel anciana servidora de Ana Frántsevna, que si le llamaban por teléfono, dijera que volvería a los diez minutos, y se fue con el correcto miliciano de guantes blancos. Pero no sólo no volvió a los diez minutos, sino que no volvió nunca más. Lo sorprendente es que, por lo visto, el miliciano desapareció con él.

Anfisa, que era muy beata, o mejor dicho supersticiosa, explicó sin rodeos a la disgustada Ana Frántsevna que se trataba de un maleficio, que sabía perfectamente quién se había llevado al huésped y al miliciano y que no quería decirlo porque era de noche.

Pero, como todos sabemos, cuando un maleficio aparece, ya no hay modo de contenerlo. Según tengo entendido, el segundo huésped desapareció el lunes, y el miércoles le tocó el turno a Belomut, aunque de manera diferente. Como era costumbre, aquella mañana se presentó un coche para llevarle al trabajo. Y se lo llevó, pero nunca lo trajo de vuelta y nunca más volvió a aparecer el coche.

La pena y el horror que sentía madame Belomut son indescriptibles, pero no fue por mucho tiempo. Aquella misma noche, cuando Ana Frántsevna y Anfisa volvieron de la casa de campo a la que se habían marchado urgentemente — nadie sabe por qué—, se encontraron con que la ciudadana Belomut ya no estaba en su piso. Y eso no era todo: habían sellado las puertas de las dos habitaciones que ocupara el matrimonio Belomut.

Pasaron dos días. Al tercero, Ana Frántsevna, agotada por el insomnio, volvió a marcharse a su casa de campo… Ni que decir tiene que tampoco volvió.

Anfisa se quedó sola y estuvo llorando hasta la una y pico. Luego se acostó. No sabemos qué pudo pasarle, pero contaban los vecinos que en el piso número cincuenta se estuvieron oyendo golpes durante toda la noche y que hasta la mañana siguiente hubo luz en las ventanas. Al otro día se supo que Anfisa también había desaparecido.

Circulaban muchas historias sobre los desaparecidos del piso maldito; se decía, por ejemplo, que la delgada y beata Anfisa llevaba un saquito de ante en su pecho hundido, con veinticinco brillantes bastante grandes que pertenecían a Ana Frántsevna. Se decía también que en la leñera de la casa, a la que se fuera Ana Frántsevna con tanta urgencia, se descubrieron inmensos tesoros, brillantes y monedas de oro, acuñadas en los tiempos del zar. Y otras cosas por el estilo. Claro, no podemos asegurar que sea verdad porque no lo sabemos con certeza…

El caso es que, a pesar de todo, el piso sólo estuvo vacío y sellado durante una semana, y después se instalaron en él el difunto Berlioz con su esposa y Stiopa con la suya. Naturalmente, los nuevos inquilinos del condenado apartamento también fueron protagonistas del diablo sabe qué manejos. En el primer mes de su estancia allí desaparecieron las dos esposas, pero ellas sí dejaron rastro. Contaban que alguien había visto a la esposa de Berlioz en Járkov, con un coreógrafo, y la mujer de Stiopa apareció en la calle Bozhedomka, donde, según decían, el director de Varietés, sirviéndose de numerosas amistades, se las había arreglado para encontrarle habitación, pero con la condición de que no se le ocurriera volver por la Sadóvaya…

Como decíamos, Stiopa se quejaba de dolor. Iba a llamar a Grunia, su criada, y pedirle una aspirina, pero pensó que sería inútil hacerlo, porque Grunia no tendría ninguna aspirina. Trató de pedir auxilio a Berlioz y le llamó entre gemidos: «¡Misha! ¡Misha!», pero, como ustedes comprenderán, no obtuvo respuesta alguna. En la casa reinaba un silencio completo.

Al mover los dedos de los pies, Stiopa descubrió que tenía los calcetines puestos; pasó la mano temblorosa por la cadera para averiguar si también tenía los pantalones, pero no pudo comprobarlo. Por fin, dándose cuenta de que estaba abandonado y solo, de que nadie le podía ayudar, decidió levantarse, aunque para ello tuviera que hacer un esfuerzo sobrehumano.

Abrió los ojos con dificultad y vio su propia imagen en el espejo: un hombre con el pelo revuelto, la cara abotargada y la barba negra, los ojos hinchados; llevaba una camisa sucia con cuello y corbata, calzoncillos y calcetines.