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Tal era su reflejo en el cristal, pero de pronto descubrió junto a él a un desconocido vestido de negro con una boina del mismo color.

Stiopa se sentó en la cama y se puso a mirar al extraño desorbitando, en lo que era posible, sus ojos cargados. El desconocido rompió el silencio y dijo con un tono de voz bajo y profundo, y con acento extranjero:

— Buenos días, entrañable Stepán Bogdánovich.

Hubo una pausa y luego, haciendo un esfuerzo enorme, Stiopa pronunció:

—¿Desea usted algo? — y se quedó sorprendido por lo irreconocible de su propia voz.

Había dicho «desea» con voz de tiple, «usted» con voz de bajo y no fue capaz de articular «algo».

El desconocido sonrió amistosamente, sacó un reloj grande de oro, con un triángulo de diamantes en la tapa, que sonó once veces.

— Son las once. Hace una hora que estoy esperando a que despierte, porque usted me citó a las diez. Y aquí estoy.

Stiopa encontró sus pantalones sobre una silla que había junto a la cama y dijo, medio en susurro:

— Perdón… — se los puso y preguntó con voz ronca—: Dígame su nombre, por favor.

Hablaba con dificultad. A cada palabra que pronunciaba parecía que se le clavaba una aguja en el cerebro, produciéndole un espantoso dolor.

—¡Vaya! ¿Se ha olvidado de mi nombre? — y el desconocido se rió.

— Usted perdone — articuló Stiopa, pensando que la resaca se le presentaba con un nuevo síntoma. Le pareció que el suelo junto a la cama se había hundido y que inmediatamente se iría de cabeza al infierno.

— Querido Stepán Bogdánovich — habló el visitante sonriendo con aire perspicaz—, una aspirina no le servirá para nada. Siga el viejo y sabio consejo de que hay que curar con lo mismo que produjo el mal. Lo único que le hará volver a la vida es un par de copas de vodka con algo caliente y picante.

Stiopa, que era un hombre astuto, comprendió, a pesar de su situación, que ya que le había encontrado en tal estado, tenía que confesarlo todo.

— Le hablaré con sinceridad — empezó moviendo la lengua con mucho esfuerzo—. Es que ayer…

—¡No me diga más! — cortó el visitante, y corrió su sillón hacia un lado.

Con los ojos desmesuradamente abiertos, Stiopa vio que en la pequeña mesita había una bandeja con pan blanco cortado en trozos, caviar negro en un plato, setas blancas en vinagre, una cacerola tapada y la panzuda licorera de la joyera llena de vodka. Y lo que más le sorprendió fue que la licorera estaba empañada de frío. Pero esto era fácil de entender, puesto que estaba dentro de un cubo lleno de hielo. En resumen, estaba todo perfectamente servido.

El desconocido, para evitar que el asombro de Stiopa tomase desmesuradas proporciones, le sirvió medio vaso de vodka con rapidez.

—¿Y usted? — pió Stiopa.

— Con mucho gusto.

Stiopa se llevó la copa a los labios con mano temblorosa y el desconocido se bebió la suya de un trago. Stiopa saboreó, masticando, un trozo de caviar.

— Y ¿usted no come nada?

— Se lo agradezco, pero nunca como mientras bebo — respondió el desconocido llenando las copas de nuevo.

Destaparon la cacerola, que resultó contener salchichas con salsa de tomate.

Poco a poco la molesta nubecilla verde que Stiopa sentía ante sus ojos empezó a disiparse. Podía articular palabras y, lo que era mucho más importante, empezaba a recordar. Todo había sucedido en Sjodnia, en la casa de campo del autor de sketches Jústov, a donde le había llevado el mismo Jústov en un taxi. Le vino a la memoria cómo habían cogido el taxi junto al Metropol. Estaba con ellos un actor (¿o no era actor?) con un gramófono en un maletín. Sí, sí, fue precisamente en la casa de campo. Además recordaba que los perros aullaban al oír el gramófono. Pero la señora a la que Stiopa quería besar permanecía en la oscuridad de su memoria. El diablo sabrá quién era. Parece ser que trabajaba en la radio o puede que no…

Desde luego, el día anterior empezaba a aclararse, pero Stiopa estaba mucho más interesado en el presente, sobre todo en la aparición del desconocido en su dormitorio, y además toda aquella comida y el vodka. Esto sí que le gustaría saber de dónde venía.

— Bueno, supongo que ya habrá recordado mi nombre.

Pero Stiopa sonrió avergonzado.

—¡Pero, hombre! me parece que bebió oportó después del vodka. ¡Eso no se debe hacer nunca!

— Por favor, le ruego que esto quede entre nosotros — dijo Stiopa confidencial.

—¡Por supuesto, no faltaría más! Pero no puedo responder por Jústov.

—¿Conoce a Jústov?

— Le vi ayer, de pasada, mientras estaba en su despacho, pero basta una mirada para darse cuenta de que es un sinvergüenza, farsante, acomodaticio y tiralevitas.

«¡Eso es!», pensó Stiopa, asombrado ante la merecida, precisa y lacónica definición de Jústov.

Sí, el día anterior empezaba a reconstruirse sobre sus fragmentos, pero el director de Varietés seguía preocupado; fuera como fuera, él no había visto en su despacho a este desconocido con boina negra.

— Soy Voland,[9] el profesor de magia negra — dijo el intruso con aplomo, y notando la difícil situación en la que se hallaba Stiopa, lo explicó todo ordenadamente.

Venía del extranjero y había llegado a Moscú el día anterior, presentándose de inmediato a Stiopa para proponerle su actuación en el Varietés. Stiopa había llamado al Comité de Espectáculos de la zona de Moscú y había arreglado el asunto (al llegar aquí Stiopa palideció y empezó a parpadear); luego le hizo a Voland un contrato para siete actuaciones (Stiopa abrió la boca) y le citó a las diez del día siguiente para ultimar detalles. Y por esto estaba allí. Al llegar a su casa le había recibido Grunia, quien le explicó que ella misma acababa de llegar porque no vivía allí; que Berlioz no estaba en casa y que, si el señor quería ver a Stepán Bogdánovich, pasara a su habitación, porque ella no se comprometía a despertarlo, y que luego, al ver el estado en que se hallaba Stepán, él mis-mo había mandado a Grunia a la tienda más próxima a comprar vodka y comida, y a la farmacia a buscar hielo y que entonces…

—¡Permítame que le pague, por favor! — lloriqueó Stiopa, buscando su cartera, muerto de vergüenza.

—¡Pero qué cosas tiene! — exclamó el artista, obligándole a zanjar así la cuestión.

Muy bien, el vodka y el aperitivo tengan una explicación; sin embargo, a Stiopa daba pena verle: decididamente, no se acordaba en absoluto de aquel contrato y podía jurar que no había visto a Voland el día anterior. A Jústov, sí, pero no a Voland.

—¿Me permite el contrato, por favor? — pidió Stiopa en voz baja.

— Desde luego.

Stiopa echó una ojeada al papel y se quedó de una pieza. Todo estaba perfecto: su propia firma desenvuelta y, escrita en diagonal, la autorización de Rimski, el director de finanzas, para entregar al artista Voland diez mil rublos a cuenta de los 35.000 que se le pagarían por las siete actuaciones. Más aún: allí mismo estaba el recibo de Voland por los 10.000 rublos ya cobrados.

«¿Pero esto qué es?», pensó el pobre Stiopa con una sensación de ma-reo. ¿No serían los primeros alarmantes síntomas de pérdida de la memoria? Era evidente que las muestras de asombro después de haber visto el contrato serían sencillamente indecentes. Pidió permiso a su invitado para ausentarse durante unos minutos y corrió, en calcetines, según estaba, al vestíbulo, donde se hallaba el teléfono, mientras gritaba en dirección a la cocina:

—¡Grunia!

No obtuvo respuesta alguna. Miró la puerta del despacho de Berlioz que daba a la cocina y, como suele decirse, se quedó petrificado. En la manivela, sujeto con una cuerda, había un enorme lacre.

«¡Caramba! — explotó en su cabeza—. Sólo me faltaba esto!» Y sus pensamientos empezaron a recorrer un camino de doble dirección, pero, como suele pasar en las catástrofes, en un solo sentido, y el diablo sabrá cuál. Sería difícil describir el lío que Stiopa tenía en la cabeza. Por un lado, la incongruencia del de la boina negra, el vodka frío y el increíble contrato, y por si eso no fuera bastante, ¡la puerta del despacho lacrada! Si se le contase a alguien que Berlioz había hecho un disparate, les aseguro que no lo creería. Pero el lacre allí estaba. En fin…

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9

Valand, uno de los nombres comunes del diablo en la lengua alemana. En las notas marginales del manuscrito de la novela El maestro y Margarita aparecen varios nombres propios del diablo, tales como Mefistófeles, Asmodeo, Lucifer, etc. Parece ser que Bulgákov eligió el de Valand (Voland) para evitar posibles asociaciones literarias. (N. de la T.)