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— Pero ¿qué hago? — preguntó tímidamente.

—¡Así me gusta! — respondió Stravinski—. Esto ya es ponerse en razón. Déjeme contarle lo que le ha pasado. Ayer hubo alguien que provocó un disgusto, un temor, contándole una historia sobre Pilatos y alguna otra cosa. Y usted, sobreexcitado y nervioso, se puso a recorrer la ciudad hablando de Poncio Pilatos. Es lógico que le hayan tomado por loco. Lo único que puede salvarle es una cura de absoluto reposo. Lo que tiene que hacer, por tanto, es quedarse aquí.

—¡Pero si hay que pescarle en seguida! — gritó Iván suplicante.

— De acuerdo, pero ¿por qué lo tiene que hacer precisamente usted? Escriba un informe, relate sus sospechas y su denuncia contra esa persona. Se mandará su declaración a donde sea necesario, no es ningún problema. Y si, como usted cree, se trata de un delincuente, lo aclararán en seguida. Pero todo esto con la condición de no hacer un enorme esfuerzo cerebral, y, sobre todo, piense menos en Poncio Pilatos. ¡Si fuésemos acreer en todas las historias que se cuentan!

—¡Comprendido! — exclamó Iván en un arranque de decisión—. Solicito que se me dé lápiz y papel.

— Déle papel y un lápiz cortito — ordenó Stravinski a la gorda—. Pero le aconsejo que hoy no escriba nada.

—¿Cómo que no? ¡Hay que hacerlo hoy, precisamente hoy! — gritó Iván asustado.

— Bueno, pero sin esforzarse. Si no lo hace hoy, ya lo hará mañana.

—¡Se escapará!

— Eso no — aseguró Stravinski—, no irá a ningún sitio, se lo garantizo. Y recuerde que aquí le ayudarán en todo lo posble, sin eso no conseguirá nada. ¿Me oye? — preguntó Stravinski con aire significativo. Cogiéndole las manos a Iván Nikoláyevich y mirándole fijamente a los ojos, repitió varias veces, sin soltarle—: Aquí le vamos a ayudar. ¿Entiende? Le vamos a ayudar. Se sentirá mejor, es un sitio tranquilo, silencioso… Le vamos a ayudar…

De pronto, Iván Nikoláyevich bostezó y se suavizó su expresión.

— Sí, sí —dijo en voz baja.

— Muy bien — concluyó Stravinski, como de costumbre, y se levantó—; adiós. — Le estrechó la mano y ya a la salida dijo, volviéndose hacia el de la barbita—: Sí, pruebe el oxígeno y los baños.

Instantes después, Iván no tenía a nadie frente a él. El profesor y su séquito habían desaparecido. Más allá de la reja de la ventana, iluminado por un sol de mediodía, se veía el pinar revestido de alegre primavera y un poco más cerca brillaba el río.

9. COSAS DE KORÓVIEV

Nikanor Ivánovich Bosói, presidente de la Comunidad de Vecinos del inmueble número 302 bis, de la moscovita calle Sadóvaya — donde viviera el difunto Berlioz—, estaba bastante ocupado desde la noche anterior, es decir, desde la noche del miércoles al jueves.

Como ya sabemos, a medianoche se había presentado en su casa una comisión (en la que se encontraba Zheldibin), que lo despertó para comunicarle la muerte de Berlioz y para que les acompañara al apartamento número 50, donde fueron cuidadosamente sellados los manuscritos y objetos personales del difunto.

En el piso no encontraron ni a Grunia, la sirvienta, ni al frivolo Stepán Bogdánovich. Los de la comisión explicaron a Nikanor Ivánovich que se llevarían los apuntes y manuscritos del difunto para efectuar un análisis, y que la parte del piso que habitaba Berlioz, o sea, las tres habitaciones (despacho, cuarto de estar y comedor, que pertenecieron a la joyera), pasaría a disposición de la Comunidad de Vecinos. Los objetos personales tendrían que quedar depositados hasta que aparecieran los herederos.

La noticia de la muerte de Berlioz corrió por la casa a un ritmo sorprendente, y desde las siete de la mañana del jueves Bosói no dejó de recibir llamadas telefónicas y visitas de los aspirantes a la vivienda del difunto. A las dos horas, Nikanor Ivánovich había recibido ya treinta y dos solicitudes.

Solicitudes que contenían súplicas, amenazas, líos, denuncias, promesas de hacer obra en la casa por propia cuenta, alusiones a estar viviendo en una estrechez insoportable; incluso referencias a la imposibilidad de continuar conviviendo con bandidos. Había también una descripción, impresionante por su fuerza plástica, del robo de unos ravioles, expresamente colocados en el bolsillo de una chaqueta; esto había sucedido en el apartamento número 31. Y también había dos promesas de acabar con la propia vida, de suicidarse, y una confesión de embarazo secreto.

Nikanor Ivánovich tenía que salir a menudo al vestíbulo de su piso. Le cogían por un brazo, le susurraban algo al oído y le prometían que no olvidarían la deuda.

Hasta la una de la tarde duró el suplicio. Entonces Nikanor Ivánovich trató sencillamente de escapar, para lo que salió de su casa en dirección a la oficina que estaba situada junto a la verja del inmueble. Pero el asedio no cesó y también tuvo que huir de allí. Aunque con bastante dificultad, consiguió despistar a los que le perseguían entrando por el patio asfaltado, y por fin desapareció en el sexto portal, donde, en el quinto piso, se encontraba el maldito apartamento número 50.

Nikanor Ivánovich, que era algo grueso, tuvo que pararse en el descansillo de la escalera para recobrar la respiración. Después llamó al timbre de la puerta del apartamento, pero nadie abría. Irritado y gruñendo en voz baja, llamó una y otra vez, pero sin resultado. Harto de esperar, sacó del bolsillo un manojo de llaves que pertenecía a la administración, abrió la puerta con mano autoritaria y entró en la casa.

—¡Oye, muchacha! — gritó Nikanor Ivánovich una vez en el vestíbulo, que estaba semi a oscuras—. ¡Grunia, o como te llames! ¿Dónde estás?

Nikanor Ivánovich sacó de la cartera una cinta métrica, quitó el lacre de la puerta del despacho y dio un paso hacia adentro. Sí, un paso sí que lo dio, pero no llegó a dar más, porque el asombro le detuvo en la puerta; hasta se estremeció.

Sentado junto a la mesa del difunto estaba un ciudadano largo y flaco, con una chaqueta a cuadros, gorrita de jockey e impertinentes; en una palabra: nuestro amigo de siempre.

—¿Quién es usted, ciudadano? — preguntó Nikanor Ivánovich asustado. — ¡Vaya! ¡Nikanor Ivánovich! — gritó el inesperado ocupante, con voz aguda y tintineante, y levantándose de un salto saludó al presidente con un respetuoso y forzado apretón de manos. A Nikanor Ivánovich no le calmó aquel saludo lo más mínimo.

— Perdone — habló con cierta sospecha—. ¿Quién es usted? ¿Es usted una personalidad oficial?

—¡Ay, Nikanor Ivánovich! — exclamó cordialmente el desconocido—. Personalidad oficial o no oficial, ¿qué más da? Todo es relativo. Depende del punto de vista desde el que se enfoque la cuestión. Sí, sí, depende de las circunstancias. Hoy puede que no sea una personalidad oficial, pero mañana, ¿quién sabe? puedo serlo perfectamente. También sucede al revés, ¡y tan a menudo, además!

Naturalmente, estos razonamientos no sirvieron para tranquilizar al presidente de la comunidad de vecinos, el cual, desconfiado por naturaleza, dedujo de las divagaciones del ciudadano que no era una personalidad oficial y que, probablemente, sería un don Nadie.

— Pero bueno, ¿quién es usted? ¿cómo se llama? — preguntó en tono severo, avanzando hacia el desconocido.

— Mi apellido — dijo el ciudadano, sin inmutarse lo más mínimo— digamos que es Koróviev. ¿Quiere tomar algo? Pero sin cumplidos, ¿eh?

—¡Oiga usted! — hablaba Nikanor Ivánovich con verdadera indignación—. ¿Pero qué es lo que dice? — es auténticamente desagradable, pero hay que reconocer que Nikanor Ivánovich era un tipo bastante basto—. Está prohibido entrar donde el difunto. ¿Qué hace usted aquí?

— Siéntese, Nikanor Ivánovich — decía sin el menor azoramiento el ciudadano. Y se puso a trajinar de aquí para allá, intentando acomodar al presidente en un sillón. Nikanor Ivánovich, completamente enfurecido, rechazó el sillón.