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—¡Que quién es usted, estoy diciendo!

— Permita que me presente, soy el intérprete de una personalidad extranjera que reside en este apartamento — dijo el llamado Koróviev, dando un taconazo con una bota rojiza y sucia.

Nikanor Ivánovich abrió la boca de asombro. La presencia allí de un extranjero y de su intérprete no era para menos. Pidió al intérprete que explicara su situación, lo que éste hizo gustosísimo. El director del Varietés, Stepan Bogdánovich Lijodéyev, había tenido la amabilidad de invitar al artista extranjero, señor Voland, a que residiera en su casa durante los días que estuviera en Moscú para actuar, una semana aproximadamente. Sobre esto, Lijodéyev había escrito a Nikanor Ivánovich el día anterior pidiéndole que inscribiera al extranjero en el registro provisional, mientras él, Lijodéyev, estuviera en Yalta.

— Pues no me ha escrito nada — dijo el presidente sorprendido.

— Mire en su cartera, Nikanor Ivánovich — propuso Koróviev con dulzura.

Encogiéndose de hombros, Nikanor Ivánovich abrió la cartera y descubrió la carta de Lijodéyev.

—¿Pero cómo es posible que lo olvidara? — balbuceaba Nikanor Ivánovich, completamente desconcertado.

—¡Eso pasa a menudo, Nikanor Ivánovich! — cotorreaba Koróviev—. Una distracción, un despiste, agotamiento, tensión alta, querido Nikanor Ivánovich. Sí, eso es cosa corriente. Yo soy más despistado que nadie. Ya le contaré cosas de mi vida otro día, cuando tomemos una copa, le aseguro que se partirá de risa.

—¿Y cuándo se va Lijodéyev a Yalta?

—¡Si ya se ha ido! — gritaba el intérprete—, ¡ya está en camino! ¡El diablo sabrá por dónde anda ahora! — y agitó los brazos como si fuera un molino de viento.

Nikanor Ivánovich quería ver al extranjero personalmente, pero recibió una rotunda negativa:

— Imposible — dijo el intérprete—. Está ocupadísimo. Amaestrando al gato. Eso sí, si usted quiere puedo enseñarle el gato.

Nikanor Ivánovich se negó. Y el intérprete le hizo una propuesta inesperada: teniendo en cuenta que al extranjero no le gustaba en absoluto vivir en hoteles y estaba acostumbrado a vivir a sus anchas, ¿no podría la comunidad de vecinos alquilarle todo el piso, incluyendo las habitaciones del difunto, durante una semana, es decir, el tiempo que permaneciera en Moscú, cumpliendo su misión?

— Al difunto seguro que le da igual — susurraba Koróviev—, porque no me negará, Nikanor Ivánovich, que el piso ya no lo necesita para nada.

Nikanor Ivánovich estaba algo desconcertado. Alegó que los extranjeros tenían que vivir en el Metropol, no en casas particulares.

— Sí, sí, claro, pero es que éste es muy caprichoso — decía Koróviev en voz baja—, ¡no quiere! No le gustan los hoteles. Estoy de los «inturistas» hasta aquí —se quejaba en tono confidencial señalándose con un dedo el cuello nudoso—. ¡Me tienen harto! Cuando vienen, o se dedican a espiar, como unos hijos de perra, o me dan la lata con sus caprichos: esto está mal, lo otro también. Y para su Comité es un auténtico negocio. El dinero no es problema para él — Koróviev se volvió y le susurró al presidente al oído—: ¡Es millonario!

La proposición era realmente práctica. Esto era innegable. Era una proposición seria, desde luego, pero había algo terriblemente informal en el modo de hablar del individuo, en su modo de vestir y en los ridículos impertinentes que no servían para nada. Al presidente todo esto le producía una desconfianza angustiosa, pero, a pesar de todo, decidió admitir la proposición. La realidad, no declarada, era que la comunidad de vecinos tenía un déficit bastante respetable. Cuando llegara el otoño tenían que comprar petróleo para la calefacción, pero nadie sabía de dónde podrían sacar el dinero necesario. El «inturista» les ayudaría a salir del paso. Nikanor Ivánovich era un hombre práctico y prudente. Antes de decidir le dijo al intérprete que tenía que consultarlo con la Oficina de Turismo Extranjero.

—¡De acuerdo! — exclamó Koróviev—, hay que consultarlo, naturalmente. Ahí hay un teléfono, aclárelo en seguida y ya sabe, que por dinero no tiene que preocuparse — decía llevándole hacia el vestíbulo donde se encontraba el teléfono—. ¡Nadie mejor que él para sacarle dinero! ¡Si viera el chalet que tiene en Niza! Cuando vaya al extranjero el verano que viene, no deje de visitarlo, ¡quedará usted maravillado!

La rapidez con que solucionaron el problema en la Oficina de Turistas sorprendió a Nikanor Ivánovich. No pusieron ninguna dificultad y, por lo visto, ya tenían idea de que el señor Voland pensaba quedarse en el piso de Lijodéyev.

—¡Estupendo! — gritaba Koróviev.

El presidente, sin reponerse aún de su asombro, declaró que la comunidad de vecinos estaba de acuerdo en alquilar al artista Voland el piso número cincuenta por la cantidad de… — Nikanor Ivánovich vaciló antes de contestar— quinientos rublos diarios.

Koróviev le hizo un guiño y, mirando furtivamente en dirección al dormitorio del que llegaba el rumor de los saltos del pesado gato, dijo con voz ronca:

— Eso serían unos tres mil quinientos a la semana, ¿no?

A Nikanor Ivánovich, que esperaba que el intérprete hubiera dicho algo así como: «pica usted alto, ¿eh? querido Nikanor Ivánovich», el asombro ya no le cabía en el cuerpo cuando aquél dijo:

—¡Pero hombre, si eso no es dinero! ¡Pida más, que se lo dará! ¡Pida cinco!

Nikanor Ivánovich, ya enteramente trastornado, se encontró sin saber cómo junto a la mesa del muerto, donde Koróviev, con bastante prontitud y habilidad, esbozó dos ejemplares de contrato. Se lanzó al dormitorio y volvió con los contratos firmados ya por el extranjero. El presidente puso también su firma.

Koróviev solicitó que le extendiera un recibo por cinco mil.

— Con letra, con letra, Nikanor Ivánovich… — y diciendo algo que parecía no venir a cuento — eine, zwei, drei— sacó cinco paquetes de billetes nuevos y se los tendió al presidente.

Y después, la operación de contar, amenizada por las bromas y refranes que decía Koróviev: «Quien guarda halla», «El ojo del amo engorda el caballo».

Una vez contado el dinero, Koróviev entregó al presidente el pasaporte del extranjero para su registro provisional. Nikanor Ivánovich guardó el contrato y el dinero en su cartera, e incapaz de contenerse pidió tímidamente un vale.

—¡Qué cosas tiene! — rugió Koróviev—. ¿Cuántos quiere? ¿Doce, quince?

El perplejo presidente explicó que necesitaba sólo dos, uno para él y otro para Pelagia Antónovna, su mujer.

Koróviev sacó inmediatamente una libreta y firmó un vale para dos en la primera fila. Le alargó el vale a Nikanor Ivánovich con la mano izquierda, mientras ponía con la derecha un crujiente y grueso paquete en la mano del presidente. Nikanor Ivánovich echó una mirada al paquete, se puso rojo y lo rechazó con la mano.

— No, no, por favor, eso no está permitido — murmuró él.

—¿Cómo que no? — le decía Koróviev, al oído—. Nosotros no lo hacemos, pero los extranjeros sí. Si no lo acepta se va a ofender, Nikanor Ivánovich, y eso no sería conveniente. ¡Ha hecho usted tanto!…

— Se castiga severamente — articuló el presidente en voz bajísima y mirando en derredor.

—¿Y dónde están los testigos? — le susurró en el otro oído Koróviev—. Dígame, ¿dónde están?

Y entonces, como más tarde explicaba el presidente, sucedió un milagro: ¡el paquete, solito, se metió en su cartera!

El presidente, medio mareado, alteradísimo, se encontró en la escalera. Tenía en la cabeza un tremendo remolino de ideas. Pasaban por su mente el chalet de Niza, el gato amaestrado, la idea de que verdaderamente no hubo testigos y que Pelagia Antónovna se pondría muy contenta con el vale. Eran sensaciones incoherentes, pero agradables. Pero algo le perturbaba en el fondo de su alma, algo parecido a unos pinchazos. Era su conciencia intranquila. Y, ya en la escalera, una idea repentina, como un golpe, le cruzó por la mente. ¿Cómo había entrado el intérprete en el despacho, si la puerta estaba lacrada? ¿Y por qué no se lo había preguntado él mismo? Durante un momento se detuvo mirando fijamente con cara de borrego los peldaños de la escalera, luego decidió mandarlo todo a paseo y no atormentarse más con cuestiones complicadas.