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En cuanto el presidente hubo abandonado el apartamento, salió una voz baja del dormitorio:

— No me gusta nada ese Nikanor Ivánovich. Es un fresco, un tunante. ¿No podríamos hacer algo para que no vuelva más?

— Messere, bastaría con una orden suya… — respondió Koróviev, pero con una voz no cascada, sino limpia y sonora.

A los pocos segundos el condenado intérprete entraba en el vestíbulo; marcó un número y se puso a hablar con voz acongojada:

—¡Oiga! Siento que es mi deber poner en su conocimiento que el presidente de la Comunidad de Vecinos de la casa número trescientos dos bis de la Sadóvaya, Nikanor Ivánovich Bosói, se dedica al tráfico de divisas. En su apartamento (el número treinta y cinco), en el tubo de ventilación del retrete, hay cuatrocientos dólares envueltos en papel de periódico. Les habla el inquilino del piso once de dicho inmueble, mi nombre es Timoféi Kvastsovy les ruego no revelen mi identidad, porque temo que dicho presidente se vengaría.

¡Y el muy canalla colgó el auricular!

Lo que pasó después en el piso número cincuenta es algo que desconocemos, pero sí sabemos lo que estaba ocurriendo en el piso de Nikanor Ivánovich. Después de encerrarse en el cuarto de baño, sacó el paquetito de la cartera — el que le encasquetara el intérprete—, se aseguró de que su contenido eran cuatrocientos rublos, lo envolvió en un papel de periódico y lo puso en el tubo de ventilación.

Cinco minutos después, el presidente estaba tranquilamente sentado a la mesa de su pequeño comedor. Su mujer le trajo de la cocina un arenque cuidadosamente partido y cubierto de cebolleta verde. Nikanor Ivánovich se sirvió un vaso de vodka que bebió en seguida, se sirvió otro y se lo tomó y pinchó con el tenedor tres trocitos de arenque… En ese momento sonó el timbre. Pelagia Antónovna traía una cacerola humeante. Con una simple mirada se daba uno perfecta cuenta de que en medio del «borsh» en llamas había algo de lo más apetitoso, un hueso con tuétano. Nikanor Ivánovich tragó saliva y gruñó como un perro:

—¡Que se vayan al cuerno! ¿Es que no me van a dejar ni comer? ¡Que no entre nadie! ¡Di que no estoy! Si vienen a preguntar por el piso, cuéntales que habrá reunión la semana que viene, ¡que me dejen en paz!

Su esposa corrió al vestíbulo y Nikanor Ivánovich, con un cucharón en las manos, empezó a sacar el hueso con una raja a lo largo, en el mismo momento en que entraban en la habitación dos ciudadanos, y con ellos, Pelagia Antónovna, muy pálida. Al verlos, Nikanor Ivánovich palideció. Se levantó.

—¿Dónde está el retrete? — preguntó con aire preocupado uno que llevaba camisa blanca. Algo golpeó la mesa del comedor y produjo una detonación: era el cucharón que había caído sobre el hule.

— Por aquí, por aquí —dijo rápidamente Pelagia Antónovna.

Los recién llegados la siguieron ligeros al pasillo.

—¿Pero qué pasa? — preguntó en voz baja Nikanor Ivánovich, siguiendo a su vez a los ciudadanos—. En nuestra casa no pueden encontrar nada… Por favor…, me permiten sus documentos…

Uno de ellos le mostró el suyo, sin pararse, mientras que el otro estaba ya en el retrete, encima de una banqueta, buscando con la mano en el tubo de ventilación. Nikanor Ivánovich apenas veía. Descubrieron el paquete, que no contenía rublos, sino unos billetes desconocidos, azules o verdes, con la efigie de un viejo. Nikanor Ivánovich no pudo verlos con claridad; una nube, unas manchas, le cegaban.

— Dólares en la ventilación… — dijo pensativo uno de los ciudadanos, y preguntó a Nikanor Ivánovich con voz suave y amable—: ¿Es suyo este envoltorio?

—¡No! — respondió Nikanor Ivánovich con voz terrible—. ¡Lo han puesto aquí enemigos!

— Sí, eso suele pasar — afirmaba uno, y añadió de nuevo con voz suave—: Bueno, hay que entregar el resto.

—¡No tengo! ¡les juro que es la primera vez que los veo! — gritó el presidente lleno de desesperación.

Se precipitó hacia la cómoda, abrió nerviosamente un cajón del que sacó su cartera, mientras gritaba incoherente:

—¡Tengo aquí el contrato… Ese sinvergüenza del intérprete… Koróviev…, con impertinentes!

Abrió la cartera, echó una ojeada dentro, metió la mano… y su rostro adquirió una tonalidad azul; la dejó caer en el «borsh». En la cartera no había nada, ni la carta de Stiopa, ni el contrato, ni el pasaporte del extranjero, ni dinero, ni el vale. En una palabra: nada; bueno, sí, allí estaba la cinta métrica.

—¡Camaradas! — gritaba el presidente frenético—. ¡Hay que detenerles! ¡El diablo está en esta casa!

Quién sabe lo que pasó por la cabeza de Pelagia Antónovna, que juntando las manos y con expresión de asombro, gritó:

—¡Confiésalo todo, Nikanor, lo tendrán en cuenta!

Los ojos rojos de ira, Nikanor Ivánovich levantó los puños cerrados sobre la cabeza de su mujer, lanzando un tremendo alarido:

—¡Maldita imbécil!

Después, casi sin fuerzas, se deslizó sobre una silla, decidido probable-mente a afrontar lo irremediable.

Y mientras esto sucedía, Timoféi Kondrátievich Kvastsov estaba en el descansillo de la escalera, junto a la puerta del piso del presidente, con el oído o con el ojo pegados al agujero de la cerradura, sin poder dominar su curiosidad.

Cinco minutos después, los inquilinos que estaban en el patio vieron cómo el presidente, acompañado por dos individuos, salía en dirección a la verja de la casa.

Contaban que Nikanor Ivánovich tenía la cara descompuesta, que andaba dando tumbos como si estuviera borracho y que iba murmurando algo entre dientes.

Y una hora más tarde, un ciudadano desconocido entraba en el piso número 11, donde precisamente en ese momento Timoféi Kondrátievich, lleno de satisfacción relataba a otros vecinos cómo se habían llevado al presidente. El desconocido le hizo una seña con el dedo, para que fuera de la cocina al vestíbulo, le dijo algo y desaparecieron los dos.

10. NOTICIAS DE YALTA

Mientras sobre Nikanor Ivánovich caía aquella desgracia, también en la Sadóvaya, y bastante cerca del inmueble número 302 bis, Rimski, director de finanzas del Varietés, estaba en su despacho acompañado por Varenuja, el administrador.

El despacho estaba situado en la segunda planta del edificio. Dos de las ventanas del amplio despacho daban a la calle y una tercera, a espaldas del director, al parque de verano del Varietés, en el que había un bar con refrescos, el tiro y un escenario al aire libre. Decoraban la estancia, además del escritorio, unos viejos carteles murales colgados en la pared, una mesa pequeña con un jarro de agua, cuatro sillones y una antigua maqueta llena de polvo, que debió de ser para alguna revista. Y había, como es lógico, una caja fuerte, de tamaño mediano, desconchada y vieja, colocada junto a la mesa, a mano izquierda de Rimski.

Rimski, que llevaba sentado a su mesa toda la mañana, estaba de mal humor; Varenuja, por el contrario, se encontraba animoso, con viva actividad. Pero no era capaz de dar salida a su energía.

En los días de cambio de programa, Varenuja se refugiaba en el despacho del director de finanzas, huyendo de los que le amargaban la vida pidiéndole pases. Éste era uno de esos días. En cuanto sonaba el timbre del teléfono Varenuja descolgaba el auricular y mentía:

—¿Por quién pregunta? ¿Varenuja? No está. Ha salido del teatro.

— Oye, por favor, llama otra vez a Lijodéyev — dijo Rimski irritado.

— Te he dicho que no está. Mandé a Kárpov. No hay nadie en su casa.

—¡Sólo me faltaba oír eso! — refunfuñaba Rimski, haciendo ruido con la máquina de cálculos.

Se abrió la puerta y entró un acomodador, arrastrando un paquete de carteles suplementarios, recién impresos en papel verde con letras rojas.