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Iván trabajaba con auténtica dedicación, tachaba lo escrito, incluía palabras nuevas; incluso trató de dibujar a Poncio Pilatos y al gato, caminando este último sobre sus patas traseras. Pero los dibujos no servían para nada, y cuanto más se esforzaba el poeta, más confuso e incomprensible resultaba el informe.

Se divisó a lo lejos una horrible nube con bordes de humo que se aproximaba hasta cubrir el bosque, y empezó a soplar el viento. Iván sintió que se había quedado sin fuerzas, incapaz de hacer el informe, y se echó a llorar amargamente.

La bondadosa enfermera entró a hacerle una visita en plena tormenta y se alarmó al verle llorar; cerró la persiana para que el enfermo no se asustara con los relámpagos, recogió las hojas del suelo y subió corriendo en busca del doctor.

El médico le puso una inyección en el brazo y le aseguró que ya no sentiría deseos de llorar, que todo pasaría y que lo que tenía que hacer era olvidar.

No se equivocó. Muy pronto el bosque del otro lado del río recobró su apariencia habitual y en el cielo, que volvía a ostentar un limpio color azul, se dibujaba hasta el último árbol. El río se calmó. Y muy pronto, después de la inyección, también Iván se liberó de su angustia. Ahora estaba tranquilamente tumbado mirando el arco iris que se había desplegado en el cielo.

Así permaneció hasta bastante tarde, sin darse cuenta de que el arco iris se había disuelto, el cielo entristecido y descolorido y el bosque ennegrecido.

Bebió un vaso de agua tibia, volvió a acostarse, recapacitó con sorpresa sobre el giro que habían tomado sus pensamientos. Aquel diabólico gato ya no se lo parecía tanto, tampoco le perturbaba el recuerdo de la cabeza cortada, y, dejando a un lado estas rememoraciones, empezó a admitir que en el sanatorio no se estaba del todo mal y que Stravinski, además de una eminencia, era un hombre inteligente y de trato agradable.

Después de la tormenta se había quedado una tarde suave y fresca.

La «casa del dolor» empezaba a dormir. Iban apagándose las luces blancas y mate de los silenciosos pasillos, y, como mandaba el reglamento, se encendían en su lugar otras azules más débiles. Cada vez se oían menos pasos cautelosos de enfermeras sobre las alfombras de goma de los pasillos.

Iván se sentía invadido por una dulce debilidad. Miraba la bombilla cubierta por una pantalla, que proyectaba una luz tenue; miraba la luna, que salía del bosque negro, y hablaba consigo mismo.

«Pero ¿por qué me pondría tan nervioso por el atropello de Berlioz? pensaba—. ¡Que se vaya al diablo! ¡Ni que fuera mi hermano o mi cuñado! Y, bien mirado, yo, en realidad, no conocía al difunto. ¿Qué sabía yo de él? Nada. Bueno, que era calvo y terriblemente elocuente. Y, ciudadanos — seguía su disertación, dirigiéndose a alguien—, vamos a aclarar una cosa: ¿A qué venía que yo me enfureciera con ese misterioso profesor, mago o consejero, con un ojo vacío y negro? ¿Y la absurda persecución en calzoncillos, con la vela en la mano? ¿Y la ridicula escena en el restaurante?»

— Oye, oye — decía, en tono severo, el antiguo Iván a este otro nuevo, hablándole al oído desde dentro—, ¡pero si sabía de antemano que a Berlioz le cortarían la cabeza! ¿Cómo no te ibas a preocupar?

— Pero ¿qué están diciendo, camaradas? — discutía el nuevo Iván con el Iván caduco.

— Que hay algo que no está claro, lo notaría hasta un niño. Se trata, desde luego, de una persona extraordinaria y cien por cien misteriosa. Pero ¡ahí está lo más interesante! ha conocido personalmente a Poncio Pilatos, ¿qué pueden pedir? En vez de armar todo aquel lío en los «Estanques», tenía que haberle preguntado muy finamente qué había pasado con Pilatos y ese detenido Ga-Nozri. ¡Y yo que estuve haciendo tanta tontería!… ¡Como si fuera tan grave el atropello del jefe de redacción! ¡Ni que se fuera a cerrar la revista! ¿Se puede hacer algo? El hombre es mortal, y, como acertadamente se dijo, es mortal de repente. Bueno, que en paz descanse. Pondrán a otro jefe de redacción que incluso puede que sea más elocuente que el anterior.

Después de dormitar un poco, el nuevo Iván preguntó con sorna al viejo Iván:

— Bueno, y yo ¿quién soy?

—¡Un imbécil! — se oyó claramente una voz grave que no pertenecía a ninguno de los dos Ivanes y que se parecía mucho a la voz del consejero.

Iván no se ofendió al oír aquel insulto; al contrario, fue para él una agradable sorpresa; sonrió medio dormido, calmado ya. Se le acercaba el sueño lentamente y le parecía ver una palmera en una pata de elefante, y el gato que se paseaba junto a el, pero no aquel gato espantoso, sino uno muy divertido. En resumen: el sueño le envolvía.

Y de pronto, la reja se corrió hacia un lado, en el balcón apareció una figura desconocida que se ocultaba a la luz y le hacía a Iván un gesto levantando el dedo.

Iván se incorporó en la cama sin miedo y vio a un hombre en el balcón. El hombre, llevándose un dedo a los labios, susurró:

— Psht…

12. LA MAGIA NEGRA Y LA REVELACIÓN DE SUS TRUCOS

Un hombrecillo con la nariz de porra, amoratada, con pantalones a cuadros, zapatos de charol y un sombrero de copa amarillo lleno de agujeros salió al escenario del Varietés. Montaba una vulgar bicicleta de dos ruedas. Dio una vuelta al ritmo de un foxtrot y luego lanzó un grito triunfal que hizo encabritarse a la bicicleta.

El hombre continuó con sólo la rueda de atrás en el suelo, se puso patas arriba, desatornilló en marcha la rueda delantera, la tiró entre bastidores y se paseó por el escenario con una sola rueda, pedaleando con las manos. Encaramada en un sillín, en lo alto de un mastil de metal, con una rueda en el otro extremo, apareció en escena una rubia entradita en carnes que vestía una malla y una falda corta cubierta de estrellas plateadas. La rubia empezó a dar vueltas por el escenario. Cuando se cruzaba con ella, el hombrecito gritaba frases de saludo y se quitaba el sombrero con el pie.

Salió, por fin, un niño de unos ocho años, pero con cara de viejo y se metió entre los mayores con una minúscula bicicleta y una enorme bocina de automóvil.

Después de hacer varios virajes, todo el grupo, acompañado por el vibrante redoble del tambor, llegó hasta el mismo borde del escenario; el público de las primeras filas abrió la boca, retirándose, creyendo que el grupo y sus vehículos se abalanzarían sobre la orquesta.

Pero los ciclistas se detuvieron exactamente en el momento en que las ruedas delanteras estaban a punto de deslizarse al abismo y caer sobre las cabezas de los músicos. Los ciclistas gritaron: «¡Ap!», y saltaron de sus bicicletas, haciendo reverencias, la rubia tiraba besos a los espectadores y el niño interpretó una graciosa melodía con su bocina.

Los aplausos sacudieron la sala, la cortina azul se corrió, escondiendo a los ciclistas, se apagaron las luces verdes que sobre las puertas indicaban la salida, y, en medio de la red de trapecios, bajo la cúpula, se encendieron unas bolas blancas, como soles.

Al único que parecían no interesar los malabarismos de la técnica ciclista de la familia Giullí era a Grigori Danílovich Rimski. Estaba en su despacho solo, mordiéndose los finos labios, con el rostro convulso.

A la increíble desaparición de Lijodéyev se había sumado la de Varenuja, completamente inesperada.

Rimski sabía dónde había mandado a Varenuja, pero se fue… y no volvió. Se encogía de hombros y decía para sus adentros:

— Pero ¿qué habré hecho yo?

Sin embargo, resultaba extraño que un hombre tan cumplidor como el director de finanzas no llamara al lugar donde había mandado a Varenuja para averiguar qué había sucedido. Pero hasta las diez de la noche no podía hacerlo.

Rimski, haciendo un verdadero esfuerzo, descolgó el teléfono a las diez. Sólo le sirvió para convencerse de que no funcionaba. El ordenanza le informó de que lo mismo ocurrió con todos los teléfonos de la casa; era de esperar, pero este hecho, simplemente molesto, acabó de desanimarle, aunque, por otro lado, le servía de disculpa para no tener que hacer aquella llamada.