—¡Siga, siga, por favor, se lo suplico! ¡Pero, por lo que más quiera, no deje de contar nada!
Iván no omitió nada, así se le hacía más fácil el relato y, por fin, llegó al momento en que Poncio Pilatos salía al balcón con su túnica blanca forrada de rojo sangre.
Entonces el desconocido unió las manos en un gesto de súplica y murmuró: —¡Ah! ¡Cómo he adivinado! ¡Cómo lo he adivinado todo! Acompañó la descripción de la horrible muerte de Berlioz con comentarios extraños y sus ojos se encendieron de indignación.
— Lo único que lamento es que no estuviera en el lugar de Berlioz el crítico Latunski o el literato Mstislav Lavróvich — añadió con frenesí pero en voz baja—: ¡Siga!
El gato pagando a la cobradora le divirtió profundamente y trató de ahogar su risa al ver a Iván, que, emocionado por el éxito de su narración, se puso a saltar en cuclillas, imitando al gato pasándose la moneda por los bigotes.
— Así, pues — concluyó Iván, después de contar el suceso en Griboyédov, poniéndose triste y alicaído—, me trajeron aquí. El huésped, compasivo, le puso la mano en el hombro, diciendo: —¡Qué desgracia! Pero si usted mismo, mi querido amigo, tiene la culpa. No tenía que haberse portado con él con tanta libertad y menos con descaro. Eso lo ha tenido que pagar. Todavía puede dar gracias, porque ha sido relativamente suave con usted.
—¿Pero, quién es él? — preguntó Iván, agitando los puños.
El huésped se le quedó mirando y contestó con una pregunta:
—¿No se va a excitar? Aquí no somos todos de fiar… ¿No habrá llamadas al médico, inyecciones y demás complicación? — ¡No, no! — exclamó Iván—. Dígame, ¿quién es? — Bien — contestó el desconocido, y añadió con autoridad, pausadamente—: Ayer estuvo con Satanás en «Los Estanques del Patriarca». Iván, cumpliendo su promesa, no se alteró, pero se quedó pasmado. — ¡Si no puede ser! ¡Si no existe! — Por favor, usted es el que menos puede dudarlo. Seguramente fue una de sus primeras víctimas. Piense que ahora se encuentra en un manico mio y se pasa el tiempo diciendo que no existe. ¿No le parece extraño? Iván, completamente desconcertado, se calló. —En cuanto empezó a describir — continuó el huésped— me di cuenta de con quién tuvo el placer de conversar. ¡Pero me sorprende Berlioz!
Bueno, usted, claro, es terreno completamente virgen — y el visitante se excusó de nuevo—, pero el otro, por lo que he oído, había leído un poco. Las primeras palabras de ese profesor disiparon todas mis dudas. ¡Es imposible no reconocerle, amigo mío! Aunque usted… perdóneme, si no me equivoco, es un hombre inculto.
—¡Sin duda alguna! — asintió el desconocido Iván.
— Bueno, pues… ¡La misma cara que ha descrito, los ojos diferentes, las cejas!… Dígame, ¿no conoce la ópera Fausto?
Iván, sin saber por qué, se avergonzó terriblemente y con la cara ardiendo empezó a balbucir algo sobre un viaje al sanatorio…a Yalta…
— Pues claro, ¡no es extraño.’ Pero le repito que me sorprende Berlioz… No sólo era un hombre culto, sino también muy sagaz. Aunque tengo que decir en su defensa que Voland puede confundir a un hombre mucho más astuto que él.
—¿Cómo? — gritó a su vez Iván
—¡No grite!
Iván se dio una palmada en la frente y murmuró.
— Ya entiendo, ya entiendo. Si, tenía una «V» en la tarjeta de visita.;Ay,ay! ¡Qué cosas! — se quedó sin hablar, turbado, mirando a la luna que flotaba detrás de la reja. Y dijo luego—: Entonces, ¿pudo en. realidad haber estado con Poncio Pilatos? ¡Ya había nacido? ¡Y encima me llaman loco! — añadió indignado señalando a la puerta.
Junto a los labios del visitante se formó una arruga de amargura,
— Vamos a enfrentarnos con la realidad — el huésped volvió la cara hacia el astro nocturno, que corría a través de una nube—. Los dos estamos locos, ¡no hay por qué negarlo! Verá: él le ha impresionado y usted ha perdido el juicio, porque, seguramente, tenía predisposición a ello. Pero lo que usted cuenta es verdad, indudablemente. Aunque es tan extraordinario, que ni siquiera Stravinski, que es un psiquiatra genial, le ha creído. ¿Le ha visto a usted? — Iván asintió con la cabeza—. Su interlocutor estuvo con Pilatos, también desayunó con Kant y ahora ha visitado Moscú.
—¡Pero entonces puede armarse una gorda! ¡Habría que detenerle como fuera! — el viejo Iván, no muy seguro, había renacido en el Iván nuevo.
— Ya lo ha intentado y me parece que es suficiente — respondió el visitante con ironía—. Yo no le aconsejaría a nadie que lo hiciera. Eso sí, puede estar seguro de que la va a armar. ¡Oh! Pero, cuánto siento no haber sido yo quien se encontrara con él. Aunque ya esté todo quemado y los car-bones cubiertos de ceniza, le juro que por esa entrevista daría las llaves de Praskovia Fédorovna, que es lo único que tengo. Soy pobre.
—¿Y para qué lo necesita?
El huésped dejó pasar un rato. Parecía triste. Al fin habló:
— Mire usted, es una historia muy extraña, pero estoy aquí por la misma razón que usted, por Poncio Pilatos — el visitante se volvió atemorizado—.
Hace un año escribí una novela sobre Pilatos. — ¿Es usted escritor? — preguntó el poeta con interés. El hombre cambió de cara y le amenazó con el puño.
—¡Soy el maestro! — se puso serio y sacó del bolsillo un gorrito negro, mugriento, con una «m» bordada en seda amarilla. Se puso el gorrito y se volvió de perfil y de frente, para demostrar que era el maestro.
— Me lo hizo ella, con sus propias manos — añadió misterioso.
—¿Cómo se llama de apellido?
— Yo no tengo apellido — contestó el extraño huésped con aire sombrío y despreciativo—. He renunciado a él, como a todo en el mundo, olvi démoslo. — Pero hábleme aunque sea de su novela — pidió Iván con delicadeza. — Con mucho gusto. Mi vida no ha sido del todo corriente — empezó el visitante… Era historiador, y dos años atrás había trabajado en un museo de Moscú, además se dedicaba a la traducción. — ¿De qué idioma? — le interrumpió Iván intrigado. — Conozco cinco idiomas aparte del ruso — contestó el visitante—, inglés, francés, alemán, latín y griego. Bueno, también puedo leer el italiano. — ¡Atiza! — susurró Iván con envidia… El historiador vivía muy solo, no tenía familia y no conocía a nadie en Moscú. Y figúrese, un día le tocaron cien mil rublos a la lotería. — Imagine mi sorpresa — decía el hombre del gorrito negro— cuando metí la mano en la cesta de la ropa sucia y vi que tenía el mismo número que venía en los periódicos. El billete — explicó— me lo dieron en el museo.
…El misterioso interlocutor había invertido aquellos cien mil rublos en comprar libros y, también, dejó su cuarto de la calle Miasnítskaya..
—¡Maldito cuchitril! — murmuró entre dientes.
…Para alquilar a un constructor dos habitaciones de un sótano en una pequeña casa con jardín. La casa estaba en una bocacalle que llevaba a Arbat. Abandonó su trabaio en el museo y empezó a escribir una novela sobre Poncio Pilatos.
—¡Ah! ¡Aquello fue mi edad de oro! — decía el narrador con los ojos brillantes—. Un apartamento para mí solo, el vestíbulo en el que había un lavabo — subrayó con orgullo especial—, con pequeñas ventanas que daban a la acera. Y enfrente, a unos cuatro pasos, bajo la valla lilas, un tilo y un arce. ¡Oh! En invierno casi nunca veía por mi ventana pasar unos pies negros ni oía el crujido de la nieve bajo las pisadas. ¡Y siempre ardía el fuego en mi estufa! Pero, de pronto, llegó la primavera y a través de los cristales turbios veía los macizos de lilas, desnudos primero, luego, muy despacio, cubiertos de verde. Y precisamente entonces, la primavera pasada, ocurrió algo mucho más maravilloso que lo de los cien mil rublos. Y que conste que es una buena suma.